lunes, 9 de enero de 2012

La siesta que costó un estado


Con sus casi setecientos mil kilómetros cuadrados y sus veinticinco millones de habitantes, Texas es el segundo estado más extenso y más poblado de Estados Unidos. Si fuese una nación independiente, sería la décimo quinta economía más potente del mundo. Sin gastar una sola bala gubernamental, sin que oficialmente tuvieran intervención ni sufrieran baja alguna, los Estados Unidos se anexionaron Texas en 1846. Las cosas hubieran sido muy diferentes si un necio y corrupto dictador mexicano no hubiese decidido dormir la siesta.


Cuando en 1821 México obtuvo la independencia y tomó posesión de las antiguas provincias españolas, Texas estaba prácticamente vacía de colonos blancos, circunstancia a la que no era en absoluto ajeno el hecho de que sus habitantes nativos, los comanches, habían creado un belicoso imperio que había mantenido en jaque a los españoles e impedido cualquier intento de colonización estable de sus cazaderos ancestrales. Los españoles, conocedores del apetito expansionista de los estadounidenses, habían prohibido el asentamiento en sus territorios norteamericanos de colonos anglosajones. Con los mexicanos la situación cambió. 


La situación de México durante sus primeras cuatro décadas de existencia libre y soberana era de absoluto caos. Enzarzadas en convulsiones internas, levantamientos armados, golpes de Estado, asonadas, disputas por el poder, indefinición política e inhabilidad administrativa, las diferentes facciones que trataban de gobernar eran indiferentes a lo que ocurría en el lejano norte del país y permitieron la libre entrada de inmigrantes estadounidenses al amparo del permiso concedido por el efímero emperador Agustín de Iturbide. En 1834 había veinte mil americanos en Texas y sólo un puñado de mexicanos. Siguiendo el ejemplo del tercer presidente, Thomas Jefferson, que en 1803 había comprado Louisiana a Napoleón consiguiendo con ello duplicar el tamaño del país, y del sexto, John Quincy Adams, que en 1821 había forzado la compra de Florida a España, Andrew Jackson, el séptimo presidente, había ofrecido comprar Texas por cinco millones de dólares. 


Para México, la oferta significaba un intento de desgajar su recién estrenado territorio patrio. Por toda respuesta, los enviados de la Casa Blanca obtuvieron una negativa: México no aceptaba la idea de vender ninguna parte de su territorio ni aceptaría sentarse a negociar otro tratado de límites entre ambos países. Para México eran bien claras sus líneas fronterizas. Para apoderarse de Texas, la Casa Blanca tendría que optar por trazar planes más eficaces y, sobre todo radicalmente distintos a una compraventa civilizada.


Los mexicanos pronto tomaron buena nota de que la entrada de inmigrantes era un caballo de Troya cebado en Washington. El Gobierno no tenía dinero pero sí orgullo. Se dictaron leyes prohibiendo la inmigración de estadounidenses (que continuó ilegalmente) y se empezó a guarnecer la provincia con tropas federales, en su mayoría con destacamentos de dragones, la élite de las tropas federales de aquel entonces. 


Las cosas empeoraron cuando se apoderó del gobierno el general Santa Anna, un felón que encontraba políticamente rentable la traición y para quien cualquier compromiso, juramento o lealtad eran papel mojado. Traición tras traición, Santa Anna ascendió a la Presidencia once veces: cinco de ellas como abanderado de los liberales y las otras seis como conservador. Haciendo bueno lo que decía Óscar Wilde, que el patriotismo es la virtud de los depravados y el eterno refugio de los sinvergüenzas, Santa Anna buscó un enemigo exterior para desviar la atención mientras que, envuelto en la bandera patria, se dispuso a rapiñar lo poco que quedaba en el país. Los texanos le sirvieron de primeros chivos expiatorios. 


En general, los colonos texanos no querían problemas. Sólo pedían que se les dejase en paz y se les permitiese conservar la religión protestante y sus esclavos. Cuando se dictaron normas restrictivas para los colonos texanos, el más importante y respetado de ellos, Stephen Austin, viajó a Ciudad de México para explicar esto a Santa Anna, quien, sin más trámites, lo encarceló y lo mantuvo encerrado ocho meses. Cuando el vejado Austin fue liberado y se le permitió volver a Texas, ya no había ninguna posibilidad de un acuerdo pacífico. La pólvora de la rebelión estaba servida. Sólo faltaba quien la prendiera.


Washington movió los hilos. Se enviaron veteranos de las guerras contra ingleses e indios con la misión de encabezar la rebelión. Afluyeron por centenares y se hicieron llamar texanos, aunque nunca habían pisado el territorio. Pronto empezaron a reclamar la independencia. Los más caracterizados de todos los recién llegados eran Davy Crockett y Sam Houston, que habían prestado servicio bajo Andrew Jackson contra los indios sureños durante la Guerra de 1812. 


El 2 de marzo de 1836, el día en que cumplió cuarenta y tres años, Houston enseñó sus cartas: proclamó una declaración de independencia. Dos días más tarde fue elegido comandante en jefe del ejército texano. Santa Anna, después de posar montado en un caballo a la imagen y semejanza de Napoleón Bonaparte para un retrato de cara a la posteridad, arengó a las multitudes para que no escatimaran esfuerzos a la hora de rescatar a la patria de las manos perniciosas y maculadas de los extranjeros voraces e inició su campaña militar a la cabeza de un ejército mexicano de unos cuatro mil hombres que condujo hacia el norte. 


El 23 de febrero de 1836 inició el asedio de El Álamo, una vieja capilla que había sido convertida toscamente en un fortín. Como mostró John Wayne en una de las escasas películas que dirigió (El Álamo, 1960), durante doce días, los defensores rechazaron al ejército de Santa Anna, pero el fuerte fue tomado en un asalto final que provocó la muerte de sus 187 defensores. Texas ya tenía sus mártires.


Crecido, Santa Anna ordenó al general Urrea que prosiguiera la incursión a sangre y fuego. El 20 de marzo Urrea capturó a más de trescientos texanos en Goliad, a 175 kilómetros al sudeste de El Álamo. Aunque Urrea solicitó clemencia para los prisioneros, Santa Anna le ordenó que todos fueran ejecutados. Más de trescientos texanos fueron fusilados, apaleados y pasados a cuchillo. Uno de los pocos supervivientes de la matanza, Herman Ehrenberg, un cartógrafo de origen alemán, a quien se dio por muerto, publicó más tarde un pormenorizado relato de la cruel masacre. 


Pero no todo marchaba bien para Santa Anna. Los ataques a El Álamo le costaron la cuarta parte de sus tropas. Durante el tiempo que tardó en tomar el fuerte y luego restablecer su ejército, Houston había logrado reunir una pequeña fuerza con la que maniobró con la esperanza de atraer a Santa Anna tras de sí hasta que llegase el momento apropiado para una emboscada. El ensoberbecido Santa Anna se tragó el anzuelo. Con 1.600 hombres persiguió a los 750 de Sam Houston. Éste se retiró a las orillas del río San Jacinto, a ciento quince kilómetros de la frontera estadounidense y a unos 400 kilómetros al este de El Álamo. 


El 21 de abril, el confiado Santa Anna se sintió fatigado y decidió dormir la siesta bajo los álamos del río. Los mexicanos ni siquiera se molestaron en montar la guardia. Houston esperó a que las tropas mexicanas durmiesen la siesta y luego cayó sobre ellas, logrando una completa sorpresa. Gritando «¡Recordad El Álamo!», los texanos prácticamente destruyeron el ejército mexicano en veinte minutos. Cuatrocientos soldados muertos, doscientos heridos y setecientos treinta prisioneros fue el resultado de la suficiencia, de la excesiva confianza, de la irresponsabilidad, de la indolencia y del absoluto desprecio por el arte de la guerra. Dormirse irresponsablemente fue una traición inconsciente que se hizo bien pronto consciente cuando, a cambio de salvar su vida, el Señor Presidente asumió compromisos inadmisibles en su carácter de titular de hecho y de derecho de todas las instituciones mexicanas.


Santa Anna, el ilustre jefe del Estado mexicano, fue hecho prisionero. Acobardado, firmó ante Houston los Tratados de Velasco el 14 de mayo de 1836. Mediante el primero, se comprometió a no volver a tomar las armas en contra de Texas, a suspender las hostilidades y a ordenar al ejército mexicano su repliegue al sur del río Bravo. Pero eso no fue lo peor. Mediante el segundo tratado el gran patriota prometió usar su influencia -que no era poca- para que el gobierno de México -que era él- reconociera la independencia de Texas. Santa Anna, su Alteza Serenísima, El Benefactor de la Patria, su Salvador, el Benemérito, el Héroe Inmortal, con tal de salvar el pellejo, cometió una de las peores felonías de su vida, la más artera de las traiciones: canjear por su libertad un trozo del país cuya integridad había jurado defender hasta la muerte. 


Con la batalla de San Jacinto nació la independencia y con ella la República de Texas, que ocupó durante una década su lugar en los libros de historia. Pero la guerra había sido llevada casi enteramente, desde el comienzo hasta el fin, por yanquis que habían penetrado en la región principalmente para librar esa guerra. Los viejos colonos, que habían vivido en la región desde hacia diez años o más, no participaron en la guerra. 


El 29 de diciembre de 1845, Texas pasó a ser el vigésimo octavo de la Unión. Houston fue el primer senador por el nuevo Estado. La ciudad más grande de Texas lleva su nombre.

viernes, 6 de enero de 2012

Todos a la cárcel

Noticia aparecida en la prensa nacional: «Las matriculaciones de coches caen un 17,7% en 2011. El sector de automóviles de lujo se dispara un 83%». Si dividimos el número de parados entre el de coches de lujo, el cociente ofrece cuántos “hombres de potencia” mueven el motor de esos bonitos autos. El nombramiento de los nuevos ministros de Rajoy tuvo eco en la prensa europea. Los titulares pueden resumirse en el del Financial Times, el diario económico más influyente del Reino Unido: «Ex jefe de Lehman Brothers para gobernar la Economía española». 


El ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Como la pescadilla que se muerde la cola o las estaciones del año, la economía nacional, siguiendo los pasos de las economías internacionales, se sumerge en la espiral de ceder el poder macroeconómico a los tiburones que crearon la llamada ingeniería financiera, a los que se alejaron de la economía productiva para crear un entramado de productos financieros que nadie sabe cómo funciona y que nadie alcanza a entender. 


Es una situación terriblemente desalentadora. El poder en sus distintas manifestaciones sigue tejiendo su red protectora para que sean otros los que se estrellen contra el suelo y, si sobreviven, para que soporten sobre sus hombros el peso de los ajustes y el reparto de las pérdidas, que los beneficios, que los hay, ya se los quedan los de siempre. La clase trabajadora, la que crea la riqueza del país, está viendo cómo de un plumazo se le desposee de todos los beneficios sociales que tantos años de sacrificio le ha costado conseguir. Ahora se pide otra vez a los asalariados, que nada han tenido que ver con el origen, el desarrollo y las fases de la crisis, pero que han sufrido sus consecuencias, que trabajen más por menos dinero. 


No se sabe qué se traía entre manos Luis de Guindos, el nuevo ministro de Economía y Competitividad, cuando Rajoy anunciaba en la campaña electoral la confianza mundial en su persona, la euforia inversora y el fin de los problemas económicos que serían una consecuencia imparable de la llegada al poder del PP. Durante la campaña electoral quedó muy claro que si Rodríguez Zapatero era el problema, Rajoy era la solución. Otra cosa es que inmediatamente después del Consejo de Ministros del pasado 30 de diciembre hayamos comprobado que las exageraciones y simplificaciones, tan convenientes para ganar las elecciones, se transforman, el día después, en la prueba del algodón de quienes no resistirían la prueba de las hemerotecas.


El caso es que de Guindos, sin aclarar si intervino en su redacción o, por lo menos, si conocía o no el apartado de la euforia del programa electoral al que ahora se subordina -una aclaración que sería deseable a los solos efectos éticos-, no deja de amenazarnos con recesión y paro a raudales. Permítaseme que ponga muy en duda la lucidez intelectual y las rectas intenciones del nuevo ministro, en su día responsable europeo de un chiringuito financiero que en vez de dividendos repartió basura subprime por doquier. 


Con el nombramiento de uno de los ejecutivos responsables de la mayor quiebra bancaria de los Estados Unidos se resolvió uno de los enigmas mejor guardados de la política española. Increíble, pero cierto. ¿Cómo es posible que el que fuera uno de los altos ejecutivos de Lehman Brothers se haga cargo de la máxima responsabilidad económica del Estado? Sinceramente, el personal informado alucina. 


Cargarse a Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión de Estados Unidos, tenía su mérito. Fundado en 1844, el banco consiguió superar sin dificultades significativas la guerra de Secesión, tres crisis durante la segunda mitad del siglo XIX, la Gran Depresión de 1929 y unos graves problemas financieros que hicieron que en los ochenta debiera asociarse con American Express. En la década de 2000 recuperó de nuevo su  autonomía económica. En 2007 el banco se vio seriamente afectado por la crisis financiera provocada por los créditos subprime. En el primer semestre de 2008, Lehman había perdido el 73% de su valor en bolsa. Finalmente, la solicitud de bancarrota, presentada el 15 de septiembre de 2008, que tiene el dudoso honor de ser la mayor de las tramitadas en Estados Unidos, redujo el precio de las acciones de la compañía en un 95% y desencadenó una crisis de confianza que dejó a todos los mercados financieros del mundo confundidos, ocasionando la peor crisis desde la Gran Depresión.


Vean la película Margin Call. Allí se narra cómo actuaron los ejecutivos de Lehman Brothers, que vendieron todos sus productos basura apresuradamente, engañando a la gente a sabiendas, para así poder salvar lo que más aprecian en esta vida, el dinero, sobre todo si se trata del  suyo. Pero si no se fían del cine, miren a los tribunales. En marzo de 2010 un tribunal estadounidense apuntó a los ejecutivos del banco como los culpables de su catástrofe. Según el informe emitido por los peritos judiciales, los directivos actuaron dolosamente para extraer cerca de 50.000 millones de dólares de activos indeseables de sus balances al final de su primer y segundo trimestre de 2008, en vez de vender esos activos como pérdidas. Su actuación ocasionó el colapso del banco. Luis de Guindos, en su calidad de miembro del  Comité Ejecutivo mundial del banco y presidente de su división para España y Portugal, era uno de esos ejecutivos. Su lúcida actuación provocó pérdidas de más de mil millones de euros a inversores españoles.


De Guindos ha reaparecido como el economista de cabecera de Rajoy quien le ha encomendado determinar la política económica, culminar la reestructuración del sistema financiero, enfrentarse a los mercados, generar confianza en los inversores, potenciar la expansión de las empresas, apoyar a las pymes, mejorar la I+D+i, ganar en productividad y también trazar las líneas maestras de la reforma laboral. Si entonces que fue incapaz de predecir  lo que se le avecinaba a su empresa -a una sola empresa-, ¿cuál es su credibilidad?


¿A nadie le parece, como mínimo, extraño el hecho de que en estos momentos los tres hombres que más poderosos en el mundo de las finanzas: Bernanke, Geitner y Draghi eran ejecutivos que tenían mucho que ver con la crisis que estamos padeciendo? Por lo que se ve, poca gente ha visto los documentales Capitalismo: una historia de amor, de Michael Moore, e Inside job, de Charles Ferguson. Y poca gente, también, parece haber leído un artículo del periodista Matt Taibbi en el número del pasado mes de abril de la revista Rolling Stone titulado A la cárcel con los de Wall Street. La tesis de ambos documentales y del artículo es la misma: nadie ha pagado por sus desmanes con la cárcel, mientras que con el dinero de los ciudadanos se han salvado bancos y banqueros. 


Escribe Taibbi: «Nadie va a la cárcel. Ese es el mantra de la era de la crisis financiera, la que ha visto a casi todos los grandes bancos de Wall Street enredados en escándalos que han empobrecido a millones de personas y han destruido billones de dólares de la riqueza mundial, y nadie ha ido a la cárcel». Para Taibbi, los fraudes cometidos son crímenes que implican una elección calculada, cometidos por personas que actúan codiciosamente siguiendo un cálculo muy cínico: vamos a robar lo que podamos y luego a ver si las víctimas son capaces de reclamar su dinero a través de una política cautiva. 


El poder es el poder, y nosotros, mientras tanto, a seguir observando.

jueves, 5 de enero de 2012

¿Dónde estaban los marcianos?

Con las "fieras del tiempo" acechándonos y con esos 223 minutos diarios ante el televisor que (dicen) consumimos de media los españoles, reconozco que leer obras maestras se ha puesto complicado. Pero ahí siguen, esperando para entregarse a quienes las encuentren, recomendadas o no. Mi biblioteca, como decía Gaos, todavía tiene mucho de proyecto de lectura. Con ese tiempo extraordinario relleno de horas muertas (que son las más vivas, si se saben aprovechar) que otorgan las vacaciones, he aprovechado las pasadas navidades para emprender la lectura de El poder de la ciencia (Crítica, 2007), un volumen de más de mil páginas que me aguardaba desde que lo adquirí en una feria del libro va ya para dos años. 


Entre las muchas cosas interesantes que encierra este hermoso compendio del avance del saber humano escrito por el catedrático y académico José Manuel Sánchez Ron, me quedo con un apabullante dato: la contribución de los judíos al avance de la ciencia en una proporción asombrosamente superior al resto de los grupos humanos. 


Que, siendo los judíos apenas el 0,2% de la humanidad (apenas catorce millones sobre siete mil), acumulen desde 1901 más de 170 premios Nobel en todas las categorías (un 30% de los concedidos), es el asombroso resultado de un proceso que comenzó cuando la Revolución Francesa derribó las puertas de las juderías europeas liberando así el talento, la creatividad, la energía, la capacidad de estudio que cincuenta generaciones de judíos habían acumulado durante más de mil años de opresión. Un torbellino de inteligencia barrió al mundo occidental durante los dos siglos siguientes.


Al italiano y premio Nobel de Física Enrico Fermi le gustaba plantear preguntas con enunciado interminable: «El universo contiene miles de millones de estrellas. Muchas de esas estrellas tienen planetas, donde se encuentran agua líquida y una atmósfera. Allí están sintetizados compuestos orgánicos que se reúnen para formar sistemas autorreproductores. El ser vivo más simple evoluciona por selección natural, se hace complejo y llega a producir criaturas pensantes. Luego vienen la civilización, la ciencia y la tecnología. Esos individuos viajan hacia otros planetas y otras estrellas, y terminan por colonizar toda la galaxia. Gente tan maravillosamente evolucionada evidentemente debe sentirse atraída por un lugar tan bello corno la Tierra. Entonces, si realmente ocurrió de tal modo, esa gente debió desembarcar en la Tierrra. ¿Dónde se encuentran?» La respuesta de su amigo y colega húngaro Leo Szilárd, como él emigrado a Chicago, con quien construyó la primera pila atómica de la historia, se hizo famosa: «Esa gente está entre nosotros; dicen llamarse húngaros». 


Einstein con Szilárd
¿Son marcianos los húngaros? La hipótesis extraterrestre tendría el mérito de explicar el misterio lingüístico húngaro, uno de los lenguajes más minoritarios en este planeta. Pero, sobre todo, subraya la extrañeza de un fenómeno único en la historia de las ciencias. Fue asombroso. Entre 1905 y 1930, en Hungría, se produjo una cantidad de científicos nunca igualada por país alguno. Un fenómeno análogo, aunque de menor amplitud en cuanto a su impacto científico, se reprodujo en el mismo país durante la Segunda Guerra Mundial. En uno y otro caso, la mayoría de los cerebros fugados eran judíos que fueron salvados por la embajada de Suecia en Budapest e hicieron la fortuna científica (y también la del cine, el teatro, el ballet la música y otras muchas actividades) de los Estados Unidos y de Gran Bretaña, dos países cuya ciencia experimentó un auge extraordinario que los situó a la cabeza de la investigación mundial durante todo el siglo XX. La que sigue es una pequeña muestra de lo que digo. 


Albert Szent-Gyórgyi, premio Nobel de Medicina en 1937, fue el pionero en explicar los fenómenos biológicos en el nivel molecular y atómico. Oculto en el baúl de un coche, escapó por un pelo de los nazis. Considerado demasiado pronorteamericano por los soviéticos, y demasiado comunista por los norteamericanos, se las arregló para obtener la nacionalidad norteamericana y se convirtió en un opositor famoso a la guerra de Vietnam y a los usos militares de la ciencia. Georg von Békésy, aclaró los delicados mecanismos del oído interno lo que le valió el Nobel de Medicina en 1961. Zoltan Bay, inició el estudio por radar de la Luna y contribuyó a definir el metro a partir de la velocidad de la luz. 


Dennis Gabor
Dennis Gabor, premio Nobel de Física 1971, inventó la holografía sobre el papel, mucho antes de que estuvieran disponibles los láseres que la harían materialmente posible. Eugene Wigner, premio Nobel de Física 1963, junto con Szilard y Ferm uno de los pioneros de la fisión nuclear,  fue también el descubridor de principios de simetría fundamentales en física cuántica. Edward Teller (1908-2003), padre de la bomba H norteamericana; John von Neumann, matemático, físico inventor de la teoría de los juegos y del ordenador. Von Neumann, Teller, Wigner y  Szilárd estuvieron trabajando en el megaproyecto Manhattan de construcción de la bomba atómica. Durante una conferencia en cuyo transcurso el jefe militar del proyecto, el general Groves (según el cual Szilard era “el tipo de tocapelotas que sería puesto de patitas en la calle por cualquier empresario”), se había ausentado un instante,  Szilárd propuso "continuar en húngaro". 


John Charles Harsanyi, matemático que contribuyó al estudio de la teoría de juegos, lo que le valió el Nobel de Economía en 1994. George Hevesy, Nobel de Química de 1943, pionero en desarrollar los usos de los indicadores isotópicos tanto en las ciencias orgánicas como en las inorgánicas. George Andrew Olah, galardonado con el Nobel de Química en 1994 por sus investigaciones sobre los carbocationes, fundamentales en la producción de materiales sintéticos. John Charles Polanyi, Nobel de Química en 1986 por el desarrollo de la dinámica de procesos químicos elementales. Albert Szent-Györgyi de Nagyrápolt, fisiólogo, galardonado con el Nobel de Medicina en 1937, por sus descubrimientos en relación con los procesos de combustión biológica, en especial los referidos a la vitamina C y la catálisis del ácido fumárico.


El también húngaro y judío Arthur Koestler (1905-1983), autor de libros a través de los cuales la historia de las ciencias es revisitada por una mirada de una perturbadora agudeza, sintetizó la migración en una frase: «No se había visto tal éxodo de sabios y de artistas desde la caída de Bizancio». La historia tormentosa de estos héroes de la ciencia radica sin duda en la atmósfera de alta inseguridad que reinaba en Budapest durante y después de la Primera Guerra Mundial. Como consecuencia de la invasión rusa y el golpe de Estado militar de 1919, la burguesía y la nobleza padecieron en toda su extensión una temible represión, entre cuyos aspectos dramáticos el numerus clausus, impuesto a los judíos en las universidades, no fue uno de los menores. «En Hungría, en esa época -decía von Neumann-, había que producir algo excepcional o desaparecer». La ciencia como técnica de supervivencia, y como único objetivo de supervivencia: eso es lo que experimentaron esos jóvenes brillantes, que tuvieron que volverse brillantísimos para poder prosperar. 


Ante la evidencia de que la ciencia que nos asombra, la medicina que nos cura, la tecnología que nos cambia la vida, el arte que nos deslumbra, la literatura que leemos, el cine y la televisión que vemos, serían infinitamente más pobres sin las aportaciones de miles de talentos judíos, asombra e inquieta la persistencia en España de arcaicos prejuicios antisemitas. De acuerdo con diferentes encuestas realizadas entre 2008 y 2011, una media del 40% de los españoles tienen una opinión desfavorable acerca de los judíos y la mitad de nuestros escolares no quisieran tener como compañero de clase a un niño judío, aunque admiten que tampoco sabrían cómo reconocerlo, dado que la teoría según la cual los judíos poseen cuernos y rabo ya ha perdido vigor.


Frente a estos datos, que nos sitúan a la cabeza del triste ranking del antisemitismo europeo aunque tengamos una de las comunidades judías más pequeñas y menos visibles de Occidente, uno se pregunta qué es lo que desagrada tanto a muchos españoles. ¿No les gustan las películas de Woody Allen o de Billy Wilder? ¿Disienten de la teoría de la relatividad? ¿Les enfurece el psicoanálisis? ¿Abominan de la música de Leonard Cohen? ¿Les disgusta esa creación de Mark Zuckerberg llamada Facebook? ¿Rechazarían pasar una velada en compañía de Natalie Portman, de Rachel Weisz o de Adrien Brody?  


De todo lo cual no debe deducirse que los judíos constituyan un orden angelical. Lo dejó dicho uno de ellos, el inmenso Billy Wilder, y su aforismo vale lo mismo para personas que para colectivos: «nadie es perfecto».

Jaime I el primer rey que viajó en submarino

Leo en prensa la enésima publicación de los veinte grandes inventos españoles entre los que no faltan la fregona (1956) de Manuel Jalón, que, en su versión de latón y rodillos, ya era usada para fregar las cubiertas de los barcos de la Navy treinta años antes; el chupa-chups (1958), del confitero Enric Bernat, que cualquiera identificará con las piruletas que los niños chupaban desde el siglo XVII; la bota de vino, simple producto de la jibarización de los milenarios odres babilónicos y chinos; el porrón y el botijo, artefactos conocidos de uno a otro confín de la tierra desde tiempos inmemoriales. En ausencia de mayor lustre tecnológico, en la lista nunca falta el submarino, invención que se adjudica en 1859 a Narcis Monturiol (en su versión catalana) y en 1888 a Isaac Peral (en la versión más españolista). Ni uno ni otro: el submarino moderno es un invento del siglo XIX, que adaptó una vieja idea surgida en el XVI. 


Cornelius Jacobszoon Drebbel (1572-1633), un emigrante holandés que pasó toda su vida despachando cervezas en Londres a pesar de haber inventado el primer microscopio con dos lentes convexas y una incubadora con termostato para pollos, construyó el primer submarino en 1620 mientras trabajaba para la marina inglesa. Drebbel, basándose en los planos de un dirigible diseñado por William Bourne cincuenta años antes, construyó un prototipo de madera forrado de cuero. En 1623 logró un modelo final con seis remos capaz de transportar dieciséis pasajeros. En una prueba a la que asistieron miles de londinenses encabezados por el rey Jaime I, el submarino estuvo sumergido durante tres horas y navegó desde Westminster a Greenwich a una profundidad de cuatro a cinco metros. El monarca acompañó a Drebbel en la travesía de vuelta: se convirtió así en el primer rey en viajar en submarino. A pesar del éxito, al Almirantazgo aquel exótico invento le pareció una extravagancia y nunca fue utilizado.


En 1813 los corsarios norteamericanos estaban causando grandes pérdidas comerciales a los buques de transporte británicos a los que abordaban al oeste de las islas Británicas. En un mensaje al Rey, los comerciantes de tabaco de Glasgow, que controlaban la mayoría del comercio con las antiguas colonias, se quejaron de que en esos dos años más de ochocientos navíos habían caído en manos de «esa potencia cuyo poder naval estamos despreciando». Como represalia, los buques de guerra británicos hicieron varias capturas y hundimientos de cargueros estadounidenses en las costas de Norteamérica. Eso provocó una serie de batallas navales de las que los marinos de Su Graciosa Majestad salieron escaldados. El Almirantazgo estaba sorprendido: los barcos estadounidenses eran más grandes y más rápidos, estaban mejor diseñados, contaban con más cañones y con tripulaciones más numerosas y mejor preparadas que los ingleses. 


El capitán Frederick Marryat, que luego se convertiría en uno de los primeros autores de novelas sobre la vida marinera y en un famoso escritor gracias sobre todo a su autobiografía Mr Midshipman Easy y a su novela para niños Los cautivos del bosque, que había luchado contra los norteamericanos al mando de la fragata Spartan, emitió un informe en el que reconocía que la Marina estadounidense era superior a la inglesa. Más torpe en su apreciación estuvo el primer ministro George Canning, cuando anunció en la Cámara de los Comunes: «No se debe pensar seriamente que el sagrado hechizo de la invulnerabilidad de la Marina británica haya sido roto por estas lamentables victorias norteamericanas». 


Canning, que con 119 días ostenta el récord de ser el primer ministro de mandato más breve en toda la historia del Reino Unido, erraba porque estaba despreciando unas innovaciones tecnológicas por entonces incipientes que, desde mediados del siglo XIX y hasta hoy, convirtieron a Estados Unidos en la mayor potencia naval del mundo. En la última década de ese mismo siglo, en Cuba y Filipinas, los anticuados barcos de madera y velas de la Marina española tendrían ocasión de sufrir la potencia de fuego de los acorazados a vapor de la Armada estadounidense. 


Las aplicaciones tecnológicas de la Armada norteamericana se debían sobre todo a la pasión de Robert Fulton (1765-1815), el inventor del submarino moderno. Desde que gastaba sus calzones en los toscos bancos de la escuela rural de Little Britain, Pensilvania, el pequeño Robert sorprendía por sus impresionantes dotes para dibujar que combinaba con una gran habilidad en el diseño mecánico y la pasión científica. Su interés por la propulsión comenzó al mismo tiempo que sus estudios de arte. Siendo un adolescente, creó un poderoso cohete, diseñó una rueda hidráulica de paletas e inventó armas. 


En 1797 viajó a Francia a estudiar pintura, pero más que al arte se dedicó a los barcos de vapor siguiendo la estela del marqués Claude de Jouffroy, que había construido un prototipo de barco de vapor propulsado mediante ruedas de paletas en 1783. Con él, Fulton comenzó a experimentar con torpedos submarinos y torpedos navales. En 1800 conoció a Robert Livingston, embajador de los Estados Unidos (que se convertiría con el tiempo en su suegro), y decidieron construir un barco de vapor para probarlo en el Sena. El 9 de agosto de 1803 su barco navegó río arriba bajo la atenta mirada de una multitud de personas. Su fama como inventor llegó hasta Napoleón, muy interesado en las nuevas tecnologías bélicas. Fulton no se recató en expresar su odio hacia la Marina británica, a la que consideraba no sólo enemiga de la independencia norteamericana sino también de la libertad de los mares, que eran para él la vía fundamental hacia el progreso humano. Inventor de artefactos bélicos y antibritánico. Napoleón no pudo resistirse y encargó a Fulton un submarino para que los franceses lo usaran contra los británicos. 


El Nautilus, el submarino de tres tripulantes que construyó Fulton, podía sumergirse casi ocho metros y estaba equipado con minas y torpedos primitivos. Los franceses prometieron pagarle cuatrocientos mil francos si lograba hundir una fragata británica, pero cuando se realizó la prueba, el submarino falló y los franceses perdieron el interés. Fue entonces cuando Fulton, al que ya le interesaban más los negocios que los principios, viajó a Londres para intentar venderle submarinos al Almirantazgo británico, con la promesa de que destrozarían la flota invasora francesa que por aquel entonces estaba amarrada en Boulogne. Al principio, los británicos mostraron interés y probaron el invento. De hecho, uno de los torpedos de Fulton logró hundir un pequeño carguero francés, que zozobró con su tripulación estupefacta porque desconocía desde dónde les habían cañoneado. Cuando el desastre naval de Trafalgar puso fin a la amenaza de invasión francesa, el Almirantazgo inglés dejó de interesarse por Fulton no sin antes constituir la correspondiente comisión formada por marinos, ingenieros y hombres sabios. La comisión, después de varias sesiones de trabajo, determinó que el proyecto era impracticable.


Robert Fulton, un hombre genial sin duda, tuvo una vida intensa pero corta. Murió de pleuritis después de haberse hecho millonario con las patentes norteamericanas de sus barcos de vapor y con la explotación de las primeras compañías de barcos de vapor que surcaron los ríos norteamericanos. Si usted se da una vuelta por Manhattan pasará por Trinity Church, la iglesia donde oraba George Washington. En su patio, rodeado de rascacielos, hay un pequeño cementerio. Busque la tumba de Fulton, que tiene el doble privilegio de estar sepultado bajo un cenotafio con su rostro en bajorrelieve erigido por Sociedad Americana de Ingenieros Mecánicos y de descansar rodeado de padres de la patria en el único camposanto que sigue abierto en Manhattan.

Malas tierras (La matanza de Wounded Knee)

Aquí, en Badlands National Park, Dakota del Sur, situó el director Terrence Malik el destino de las correrías del joven asesino Kid Carruthers y de su novia Holly Sargis en la road movie de 1972 Badlands (Malas tierras). Con las lluvias de verano florecen las llanuras por donde vagan algunas de las últimas manadas de bisontes americanos. Reverdece la pradera en estas tierras bellas y pobres. En Estados Unidos la pobreza de la tierra está inexorablemente unida a las reservas indias. Si se superpone un mapa de las reservas indias a otro de calidad agrícola, las zonas más áridas y estériles coinciden con aquellas. En estas desarboladas malas tierras de Dakota del Sur, la Pine Ridge Indian Reservation de los sioux oglalas, no es una excepción. Ocupa casi nueve mil kilómetros cuadrados, de los cuales poco más de trescientos son aptos para el cultivo. Tres de los condados sobre los que extiende la reserva son los de renta más baja de todos los Estados Unidos.


En Pine Ridge tuvo lugar la última de las grandes matanzas perpetradas contra indígenas indefensos: la masacre de Wounded Knee, el nombre de una barrancada en cuyo fondo se obligó a acampar a una banda de indios pacíficos para que quinientos soldados del Séptimo de Caballería, apoyados por tropas auxiliares de artillería y una compañía de cuatro imponentes ametralladoras Hotchkiss, una maravilla de la tecnología bélica de la época, pudieran acribillarlos impunemente. La matanza es considerada el episodio final de la conquista de la Norteamérica india por los hombres blancos.


En 1889, justo un siglo después de que George Washington gobernara, el republicano Benjamin Harrison accedió a la Casa Blanca. Empujados por la doctrina del “Destino Manifiesto”, la década de 1890 se presentaba como un año de frenético crecimiento para Estados Unidos. Como toda nación en forja, como todo pueblo que se va labrando su propia historia, elevó las luchas contra los nativos al rango de cruzada dirigida a incorporar unos territorios ocupados por tribus salvajes a una nación avanzada y depositaria de unos valores que sintetizaban el progreso de las naciones de la triunfante civilización occidental que en aquella nación-continente tenía que reafirmar su empeño expansionista hacia el oeste. Benjamin Harrison estaba dispuesto a confinar a los indios donde no pudieran molestar a los blancos. 


Una de sus primeras decisiones fue abrir el Territorio Indio de Oklahoma a la colonización, suprimiendo así todos los tratados que garantizaban la propiedad perpetua de unas tierras a las que, mediante tratados que nunca se cumplían, habían sido trasladadas las tribus indias a medida que se les despojaba de sus tierras ancestrales. Culminaba así la «carrera hacia el oeste» empezada setenta años antes, con un verdadero saqueo legal de los últimos reductos indios que llevó la indigencia y la pobreza a los indios supervivientes de las guerras sufridas desde la llegada de los españoles tres siglos antes. 


Lanzados de lleno en la carrera hacia el desarrollo, los estadounidenses no tienen tiempo ni deseo de escuchar las escasa voces que se alzan en defensa de los nativos. El ferrocarril atraviesa ya todo el territorio nacional, el telégrafo y el teléfono comunican en segundos los seis mil kilómetros que separan San Francisco de Nueva York, la economía está en plena expansión, nacen con asombrosa rapidez nuevas empresas y empiezan a aparecer los primeros modelos de automóviles que circulan por las calles de unas ciudades en las que empiezan a erigirse edificios de veinticinco plantas. Los indios no representan más que un vestigio del pasado, a lo sumo una especie de novela histórica que la pujante nación, encaminada a ser la mayor potencia económica y militar del mundo, quiere arrojar como una pesada carga.


En 1890, annus horribilis para los siouxs, el problema indio vuelve a tomar relevancia mediante la “Ghost Dance” o “Danza de los Espíritus”, la desesperada protesta “mesiánica” que promete la resurrección de los muertos y el triunfo final sobre el hombre blanco. A finales del XIX, esa ceremonia tradicional había evolucionado hacia el milenarismo. Dos profetas indios, Wovoka y Smohalla, influidos por las visiones de los mormones, las creencias religiosas de los cuáqueros y la resurrección de los muertos que habían aprendido de los misioneros blancos, extendieron su delirante doctrina sincrética entre los indios de Nevada, Oklahoma y California. 


Los colonos blancos interpretaron la violencia de la danza como la amenaza de una guerra santa. Les atemorizaba ese convulsivo orgullo, esas tremendas ganas de revancha que vislumbraban en los ritos y en las danzas. El miedo se convirtió pronto en psicosis colectiva ante una violenta revuelta que nunca se produjo; el temor se propagó sobre todo en los estados del Medio Oeste, donde se encontraban la mayoría de las reservas de los siouxs. Llegaron a Washington voces de una inminente insurrección y el gobierno federal decidió actuar con contundencia.


Toro Sentado (Sitting Bull) 
Como escarmiento preventivo, se ordenó capturar a Toro Sentado (Tatanka-Iyotanka), el viejo y carismático jefe sioux. En la madrugada del 15 de diciembre de 1890, los agentes de la policía india de Fort Yates irrumpieron en su habitación y golpeándole indiscriminadamente le obligaron a abandonar su estancia. Los guerreros más fieles, indignados por el trato recibido por su jefe, intentaron liberarle. Surgió el enfrentamiento. Algunos proyectiles alcanzaron la espalda de Toro Sentado matándole en el acto. 


La noticia de su muerte se propagó con la rapidez del rayo en las cercanas reservas de Standing Rock y Pine Ridge, provocando en los indios una extraña mezcla de cólera y miedo. Fue como una repentina tormenta que rompió el ya de por si precario equilibrio en las comunidades nativas. Los jefes más jóvenes querían pelear y otros, más escarmentados, preferían dialogar directamente con el ejército para evitar que la situación degenerara en tragedia. Entre ellos estaba Big Foot, pacífico defensor de la convivencia con los blancos, jefe de una pequeña comunidad de sioux lakotas. Ante el peligro de que el ejército les detuviera, Big Foot organizó la salida hacia la reserva de Pine Ridge donde esperaba encontrar refugio. Fue una mala decisión.


Un viento helado procedente del Ártico canadiense tortura a los lakotas que, el 28 de diciembre, bajo la nieve, llegan agotados a los límites de Pine Ridge. Son descubiertos por un destacamento del Séptimo de Caballería. Les obligan a acampar en Wounded Knee, un lugar previamente determinado para asegurar su control. Los asustados indios obedecen. La madrugada del 29 el campamento se despierta rodeado por el Séptimo de Caballería al completo. Tras un confuso incidente, los soldados empiezan a disparar a discreción sobre los indios. Es una masacre: cogidos por sorpresa, los siouxs no tienen tiempo ni armas para reaccionar. Los fusiles, las cuatro ametralladoras y la metralla artillera no perdonan a nadie. Al grito de «¡Acordaos de Custer!» y «¡Venganza al Séptimo!», los soldados masacran a todos los que están a tiro. Degüellan a las mujeres, a los ancianos y a los niños, mientras los guerreros, armados con cuchillos y tomahawks, intentan reaccionar con la fuerza de la desesperación. 


Cadáveres de indios yacen sobre
 la nieve en Wounded Knee
Pero todo resulta inútil, los soldados están enloquecidos y solamente dejan de disparar cuando no queda ni un solo indio en pie. Sobre la nieve, roja de sangre, quedan los cuerpos de doscientos indios y veintinueve soldados, la mayoría de ellos muertos por los disparos de sus propios compañeros. 


Los cadáveres congelados de los lakotas quedan abandonados en la nieve. Los heridos fueron amontonados en la pequeña iglesia episcopal de Pine Ridge. Hacía solo 4 días que había pasado la Navidad y sobre el púlpito seguía colocada la frase: “Paz a los hombres de buena voluntad”.

De Kit Carson a Big Foot

Desanimados, enfermos y despojados de todo, los indios norteamericanos eran en el último cuarto del siglo XIX la sombra de sí mismos, un puñado de desharrapados obligados a mendigar la rancia harina de maíz y el agusanado cerdo en salazón distribuidos por las agencias de Asuntos Indios. Muy debilitados por las enfermedades y no menos desorientados por el brutal cambio de su mundo, no se dieron cuenta de que su sistema de vida llegaba a su fin hasta que ya no les quedó nada. Su resistencia armada fue el canto del cisne de un mundo irremediablemente condenado a desaparecer. Comanches y apaches, los pueblos de las Grandes Llanuras, fueron las últimas tribus en plantar cara a los hombres blancos.

Kit Carson, prototipo del «hombre del Oeste», nació en Kentucky en 1809. El 17 de febrero de 1909 murió en Fort Sill, Oklahoma, a los 80 años de edad, Gerónimo, uno de los últimos protagonistas de las guerras indias contra los blancos. En el siglo que separa el nacimiento de uno y la muerte del otro se desarrolla la gran epopeya de la conquista del Oeste americano, la leyenda alimentada por las primeras novelas genuinamente americanas, empeñadas desde su mismo nacimiento en narrar los mundos que encierra un país tan grande como un continente que ha vivido en tiempos recientes las feroces injusticias y los dramas sangrientos que inevitablemente traen consigo los cambios de civilización.

El acta fundacional de la leyenda del Oeste la suscribió Cooper en 1823 con Los pioneros, la primera de las cinco novelas de la serie Cuentos de los Peleteros, protagonizada por un mestizo cultural, Natty Bumppo, a la que seguiría El último de los mohicanos, su única novela memorable. El tipo del hombre del Oeste -un solitario como Bumppo, que respetaba su entorno y sólo cazaba lo necesario para subsistir- ya había sido encarnado por Daniel Boone a finales del siglo anterior; con Boone nació la leyenda del guía de las caravanas de carromatos, a la vez cazador, explorador, trampero y amigo o enemigo de los indios, según conviniera. La fama de Daniel Boone llegó a oídos de lord Byron, que le consideró en su Don Juan la encarnación del hombre de los bosques y de la naturaleza.

Como Lewis y Clark -los primeros estadounidenses que llegaron al océano Pacífico remontando ríos y atravesando las Rocosas- como Daniel Boone, Davy Crockett o el gran Jedediah Smith, Carson fue también cazador, explorador, trampero y guía de caravanas y de destacamentos militares en misiones de exploración. Muy experto en cuestiones indias por su matrimonio con Hierba Cantante, una india arapahoe que le dio dos hijos, y más tarde con una nativa cheyenne, Carson murió en Colorado en 1868, cinco años después de que su historial quedara manchado para siempre durante la guerra contra los navajos que trajo como consecuencia final la muerte de centenares de ellos en su forzada marcha hacia Bosque Redondo.

Retirado, Kit Carson vivió en Taos, el pueblo donde un escribano español levantó acta en 1706 de la primera y amenazante aparición de una tribu hasta entonces desconocida, los comanches, que se harían los dueños durante casi dos siglos de las Grandes Llanuras norteamericanas después de librar feroces y crueles batallas contra otras tribus –utes, paiutes, kiowas y apaches- a los que acabaron por arrojar fuera de sus cazaderos tradicionales.

Los comanches, los jinetes más diestros de su tiempo, fueron los primeros guerreros capaces de mantener a raya y de hacer retroceder en el continente americano a los conquistadores españoles, la mayor potencia militar de la época. En los confines del universo por entonces conocido, en las llanuras que se extendían por la Comanchería -el nombre con el que Vázquez de Coronado designó en 1546 a esa región de desolación extrema-, un inmenso y monótono océano de hierba que servía de pasto a treinta millones de bisontes que ennegrecían el horizonte, un lugar inhóspito en el que los soldados blancos se desorientaban, se extraviaban y morían de sed. 

Cabalgando sobre las inmensas colonias de perrillos de las praderas que eran trampas mortales para las patas de los caballos, sin caminos ni puntos de referencia, los conquistadores del imperio español primero, luego las tropas mexicanas y más tarde la caballería estadounidense habían emprendido confiadas marchas militares a la caza de comanches que inevitablemente terminaban en que eran ellos los cazados y masacrados.

Para vencerlos, el desesperado general en jefe del Ejército, Sherman, nombró al coronel Ranald Mackenzie, quien en tan solo cuatro años se revelaría el combatiente más eficaz de cuantos lucharon contra los indios en toda la historia de Estados Unidos. Mackenzie, un militar exigente con sus soldados e intransigente, feroz y cruel con sus enemigos, un hombre obsesionado que se volvió loco a los 44 años cuando ya no tuvo comanches a los que derrotar, fue el máximo responsable de la derrota de la última de las bandas comanches hostiles, la del jefe Quanah Parker, un joven mestizo, el hijo de un jefe comanche y de una mujer blanca, un hombre nacido de la interculturalidad que imperaba en la última frontera continental. Cuando en 1875 la banda de comanches quahadis de Quanah aceptó su derrota y se entregó en Cache, Oklahoma, las Guerras Indias se dieron por concluidas. 

Quanah Parker,
último jefe de los comanches libres

Quedaban por liquidar algunos focos de resistencia india, el más importante de los cuales era el enclave apache de las montañas Chiricahuas, la prolongación septentrional de la Sierra Madre en los confines de Arizona y Nuevo México.  Gerónimo, jefe de los chiricahuas, es el apache sobre el que se ha construido la gesta agónica del final bélico de su tribu gracias a su biografía, dictada por él mismo a S. M. Barrett, que compuso un libro fascinante Gerónimo, historia de su vida, que sirvió de guion a las películas que auparon a Gerónimo a la leyenda de los grandes jefes indios como Toro Sentado, Caballo Loco y Nube Roja, los tres guerreros que derrotaron al Séptimo de Caballería, desastrosamente dirigido por el teniente coronel Custer, un cálido mes de junio de 1876, en Little Big Horn, Montana.


Gerónimo,
último jefe de los apaches libres
Gerónimo se rindió por última vez en el Cañón del Esqueleto en 1886. Fue confinado en Ford Sill (Oklahoma). Acabó sus días como un guerrero domesticado que se prestó a participar como un indio de opereta en el desfile de la toma de posesión del presidente Theodore Roosevelt. A su muerte, antiguos guerreros chiricahuas sacaron su cuerpo de Fort Sill para conducirlo a un lugar secreto, en los espolones septentrionales de Sierra Madre, donde reposa para siempre no muy lejos de una montaña –la Cabeza de Cochise- en cuyas faldas reposan ocultos los restos de su predecesor, el otro gran jefe finisecular de la belicosa Apachería.

Las guerras indias se dieron prácticamente por terminadas a partir de diciembre de 1890, cuando un grupo de pacíficos sioux lakotas al mando del jefe Big Foot fue aniquilado en Wounded Knee, Dakota del Sur, durante la que fue la última gran matanza de amerindios provocada por los blancos. Pero ese fue un drama que merece tratamiento aparte.

miércoles, 4 de enero de 2012

Un país de viceversas

En este país de los viceversas, todo es posible menos tener memoria.
Rafael Pérez del Álamo (Apuntes sobre dos revoluciones andaluzas, 1872)

Enero primaveral en los campos de la Baja Andalucía. En Cádiz, los pueblos blancos se encaraman por los escarpes de rojas areniscas desde las que en esta mañana brumosa se divisan los campos de algodón y las negras siluetas de los toros que pastan en la reverdecida hierba de la campiña. En Arcos de la Frontera, con sus calles empinadas que trepan por el cerro cárdeno, el cementerio está enjalbegado con la misma cal que blanquea el caserío. Un humilde nicho, tapado por una lápida cubierta de verdín y musgo, con las juntas descarnadas por el paso del tiempo, lleva grabada la fecha -15 de enero de 1911- de la muerte de Rafael Pérez del Álamo, un idealista honrado al que la muerte sorprendió en la pobreza pero al que nunca le faltaron amigos y seguidores. 


Pérez del Álamo un modesto albéitar herrador y un honesto activista político, encabezó la “Revolución de Loja”, uno de los más sonados acontecimientos revolucionarios vividos por nuestro país en el siglo XIX, que intentó levantar los campos de Andalucía con un bando que proclamaba: «Ciudadanos: todo el que sienta el sagrado amor a la libertad de su patria, que empuñe un arma y únase a sus compañeros: el que no lo hiciere será un cobarde o un mal español. Tened presente que nuestra misión es defender los derechos del hombre respetando la propiedad, el hogar doméstico y todas las opiniones». 


Con tal proclama asumía el liderazgo de una idea delirante pero posible: encender la mecha de una revolución política capaz de derrocar al régimen de Isabel II, una monarquía decadente y corrupta, políticamente manejada desde las bambalinas por la viuda de Fernando VII, la exreina regente María Cristina y su amante Muñoz, convertidos ambos en saqueadores de la hacienda española con la inestimable ayuda del marqués de Salamanca, y por una corte moralmente degradada de curas trabucaires, monjas visionarias, amantes reales que actuaban de validos omnipotentes y espadones siempre dispuestos a sentar la mano sobre las espaldas de un pueblo explotado, sin derechos, humilde e iletrado: nueve de cada diez españoles era analfabeto. El movimiento encabezado por Pérez del Álamo, que Galdós noveló en La vuelta al mundo en La Numancia, uno de los Episodios Nacionales, fue el precedente inmediato de “La Gloriosa”, la revolución de 1868 que acabó definitivamente con aquella valleinclanesca y rijosa “corte de los milagros” retratada en las viñetas erótico-satíricas de los hermanos Bécquer. 


Una fotografía del cabecilla revolucionario, al que Bernaldo de Quirós llamó el “Espartaco andaluz”, lo muestra alto e imponente, la barba blanca y poblada, la frente poderosa bajo la que destacan unos ojos que muchas veces tuvieron que llenarse de lágrimas, otras encenderse de ira y siempre brillar con los fulgores del ideal. Es la misma mirada encendida y febril de otros revolucionarios honestos. Es la misma mirada que puede verse en los daguerrotipos de Garibaldi, Targhini y Montanari, los caudillos del movimiento carbonario que inspiró el proceso de unificación italiana, el mismo que sirvió de modelo organizativo, conspirativo e insurreccional a los jornaleros andaluces comandados por el veterinario de Loja. 


Dentro de un entorno internacional marcado por profundas transformaciones sociales que condujeron a la creación de la Primera Internacional, el campo andaluz vivía tiempos de desigualdad social y de incultura, de una economía rural escasamente productiva, de pocos propietarios y muchos siervos, de escasez y de caciquismo. Tiempos de obligaciones sin derechos. Son tiempos también de una conciencia social y de clase creciente; tiempos de contestación a la monarquía que simboliza la secuela del Antiguo Régimen, freno de las aspiraciones liberales y democratizadoras de una buena parte de la sociedad española. Entre los anhelos de pan y trabajo de la población más desfavorecida y los objetivos políticos del perseguido progresismo nacional, Pérez del Álamo encabezó una sociedad secreta clandestina que contó con miles de militantes repartidos por las provincias de Granada, Málaga y el sur de Córdoba, y que sólo en Loja agrupaba a cerca de tres mil seguidores, lo que le otorgaba una enorme capacidad de acción social.


Al igual que la revolución de 1830 en París y el nacimiento de Bélgica como nación, la Revolución de Loja estalló durante la representación de una ópera. A las cinco de la tarde del sábado 29 de junio de 1861, el público del teatro de Loja aguardaba el comienzo de una zarzuela cuando el corregidor José Henríquez entró a informarles de que la función había sido suspendida y que debían regresar inmediatamente a sus hogares. El día antes, al grito de "¡Viva la República y muera la Reina!", un numeroso grupo de jornaleros había asaltado el cuartel de la Guardia Civil de Iznájar sin derramar una sola gota de sangre. Desde allí, Pérez del Álamo proclamó su bando y los sublevados marcharon sobre Loja, la capital comarcal y segunda ciudad más grande de la provincia de Granada. El domingo, Pérez del Álamo y seis mil hombres más llegaron jubilosos a Loja al son del himno liberal de Riego interpretado por las bandas municipales de ambos pueblos.


Sin desmanes, sin abusos y sin violencia gratuita, la tropa revolucionaria se atrincheró en la ciudad y resistió los reiterados intentos de asalto de las fuerzas gubernamentales enviadas desde Granada. Cinco días después, conscientes de que la chispa revolucionaria no había prendido en otras ciudades e incapaces de resistir un asedio que amenazaba con ser reforzado por la artillería, los revolucionarios más comprometidos iniciaron una huida por la sierra de Loja que concluyó con el abatimiento o la detención de los insurrectos. 


Tras el indulto general de los encausados, un año después de los sucesos de Loja, acosado por la presión judicial, económica y social a la que lo someten los moderados lojeños que no olvidan ni perdonan, Pérez del Álamo enfrentó la última etapa de su vida en Arcos de la Frontera, en la que falleció como consecuencia de una pulmonía gripal. Al funeral acudió el Ayuntamiento en pleno y una buena parte de los vecinos de la localidad. Diez años después, una suscripción popular recaudó las ciento cincuenta pesetas necesarias para garantizar el derecho a perpetuidad del humilde nicho en que, aún hoy, reposan sus restos mortales.


El tratamiento dado por la historia a la figura de Rafael Pérez del Álamo no ha sido distinto al concedido a otros muchos perdedores: ostracismo, demérito y olvido. Todos tenemos una doble muerte. La primera no es definitiva, uno se muere y durante algún tiempo está vivo en el recuerdo de algunas personas. La segunda muerte sí es verdadera y se produce cuando ya no queda ningún vivo a cuya memoria pueda aferrarse el muerto. 


Por eso, evocar a los muertos respetables no es una simple narración de los hechos, es un imperativo ético y una obligación moral.