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miércoles, 21 de diciembre de 2011

El jardín de los poetas muertos

Hace justamente setenta y cinco años, la sangre empapaba los olivares de la campiña andaluza. Con los negros frutos sazonados en las ramas de los árboles, la escarcha de la madrugada formaba cristales de hielo sobre los cuerpos de dos poetas muertos, Ralph Fox y John Cornford, caídos en la primera batalla por la libertad que les había traído a una España en guerra.


Campiña del Guadalquivir, navidades de 1936. Desde el principio de la guerra, el frente se ha estabilizado momentáneamente en Villa del Río y Montoro, cerca de las lindes de Córdoba, en manos de los sublevados, y Jaén, que permanece fiel a la República. Mientras se combate a las puertas de Madrid, con la Ciudad Universitaria en manos fascistas, la calma impera en el frente andaluz, pero en diciembre de 1936 las tropas de Queipo de Llano lanzan una ofensiva que, aunque no alcanza sus objetivos (la ocupación de Linares y Andújar para cortar los accesos a Madrid por Despeñaperros), logra apoderarse de Montoro, El Carpio, Adamuz, Pedro Abad, Villa del Río y Lopera. Es la llamada «campaña de la aceituna» porque coincide con las fechas en las que se recogen las olivas. Lopera cae en manos de los sublevados el día de Nochebuena. Fusilan a los jornaleros. Ese año las olivas se pudrirán sobre los árboles.


La República tiene casi todas sus tropas comprometidas en la defensa de Madrid, pero el Estado Mayor de Miaja recuerda que se están acuartelando en Pozo Rubio, Albacete, las primeras remesas de voluntarios internacionales. Los recién llegados, hombres y mujeres de todo el mundo, eran la avanzadilla de los más de treinta y cinco mil jóvenes románticos, alegres, osados, pacifistas y vitales, que querían protagonizar la gesta de la lucha contra el fascismo. Era gente dispuesta a todo, con corazón, con una disciplina de la que carecían las milicias españolas, unos idealistas y unos valientes que nunca habían empuñado un arma. Reunían todos los atributos para convertirse en fuerzas de choque y en carne de cañón. 


Los primeros voluntarios llegaron a Albacete en octubre de 1936 y formaron la XI Brigada Internacional, cuyos dos mil miembros procedían en su mayoría de Europa oriental; luego se constituiría la XII Brigada, integrada por alemanes, italianos y franco-belgas. Dos semanas más tarde ya estaban combatiendo contra moros y legionarios en el frente de Madrid. En pocos días se habían convertido en tropas de asalto disciplinadas y admiradas por los republicanos. Un modelo a seguir. 


En noviembre se constituye la XIV Brigada, formada por soldados de habla inglesa. Sin apenas instrucción, se les mete en vagones de tercera y son enviados al frente andaluz con la misión de recuperar las posiciones recién conquistadas por los sublevados. Los brigadistas de aquella hornada eran soldados bisoños y sus mandos tan incompetentes que algunos ni siquiera sabían leer los mapas. El 121º Batallón, formado por británicos, es el que resultará peor parado. Llega al frente el 26 de diciembre y recibe la orden de recuperar Lopera. Será la fuerza de choque que se enfrentará a los tercios de la columna Redondo, compuesta fundamentalmente por una brigada de choque del requeté andaluz y por fuerzas regulares de las guarniciones de Cádiz y Sevilla. 


La víspera de los Santos Inocentes, los brigadistas británicos amanecen entumecidos en las trincheras desde las que se avistan los meandros del Guadalquivir. Cuando apenas levanta la alborada sobre el mar de olivos, los británicos creen que están soñando. Desde las líneas enemigas les llega una música familiar: son los tamboriles y gaitas del Tercio Virgen del Rocío de Huelva que acompañaban el avance de las tropas, como si se trataran de las cornamusas de los Royal Highlanders escoceses. Es el anuncio de inicio de la batalla de Lopera, que durará desde ese momento hasta la medianoche del día siguiente y será la más dura de todo el frente andaluz.


La Primera Compañía, formada por ciento cuarenta y cinco brigadistas ingleses e irlandeses, inicia el asalto del cerro del Calvario, desde el que se dominan los arrabales de Lopera. A pecho descubierto, los jóvenes trabajadores y estudiantes de Dublín, Londres y Lancashire llegan hasta las primeras trincheras, donde son obligados a retroceder por la tempestad de metralla y plomo que cae sobre ellos. Para consolidar sus precarias posiciones, excavan margas y arcillas para improvisar refugios en los que guarecerse a flor de tierra entre las gruesas raíces y los retorcidos troncos de los olivos; resisten durante horas, sin ceder ni un palmo. Durante toda la batalla, los nacionales, ventajosamente emplazados, mantienen a los internacionales bajo fuego cruzado de ametralladoras, artillería y morteros. Aviones llegados desde Sevilla lanzan sobre ellos bombas fragmentarias. Los voluntarios avanzan, retroceden, vuelven al ataque, se arrastran sobre el dorso pelado de las colinas hasta cerca de las posiciones fascistas. En los repetidos ataques y contraataques, las compañías se desorganizan, se dispersan, se mezclan unas con otras y pierden el enlace con sus respectivos capitanes. Muchos caen bajo el fuego de la propia artillería. Al caer la noche, rotas las líneas de abastecimiento, los voluntarios supervivientes se encuentran sin municiones y sin fuerzas por haber corrido tanto y por no haber comido durante todo el día.


Diciembre, 28. Fin de la batalla. Lopera no se ha tomado pero el avance nacional en el frente andaluz se ha detenido. La Primera Compañía ha resultado aniquilada. Entre los brigadistas muertos figuran dos intelectuales británicos procedentes de las universidades de Oxford y Cambridge, el poeta Ralph Fox, de treinta y seis años, abatido el día 27, y su colega y amigo, el poeta John Cornford, de veintiún años, biznieto de Charles Darwin, que cae al día siguiente. Antes de morir, Cornford –del que José Ángel Valente dijo que en él se conjugaban «la fe y el verso en un solo acto»- le había escrito a Margot Heinemann, su novia, unos versos estremecedores: 


Y si la suerte acaba con mi vida
dentro de una fosa mal cavada, 
John Cornford
acuérdate de toda nuestra dicha; 
no olvides que yo te amaba.

Los cuerpos nunca se encontraron. Seguramente terminaron en una fosa común. En el jardín del Pilar Viejo de Lopera hay una sencilla columna de austero cemento con una placa que dice: «Jardín de los Poetas Ingleses». Al verla, uno no puede dejar de preguntarse por qué centenares de obreros metalúrgicos, de estibadores y de campesinos, de activistas negros norteamericanos, pero también de intelectuales cómo Malraux, Orwell, Koestler, Fox y Cornford, dejaban sus hogares y venían a pelear en suelo español. 


En el caso de los poetas ingleses, el recuerdo lleva hasta lord Byron, aquel aristócrata romántico que murió luchando por la independencia de Grecia. Un contemporáneo de Fox y Cornford, Pollit, lo había advertido: «La mejor manera de ayudar a la causa comunista es ir y dejar que te maten: necesitamos un Byron en el movimiento».

lunes, 19 de diciembre de 2011

Ni oficial ni caballero








El pasado 14 de diciembre se conmemoró el centenario de la conquista del Polo Sur. Cuando el británico Robert Falcon Scott y sus compañeros llegaron al extremo meridional de la Tierra y se encontraron con la bandera que había dejado la expedición noruega de Roald Amundsen, fueron amargamente conscientes de que habían perdido una batalla real entre deportistas y caballeros. No puede decirse lo mismo del duelo que habían mantenido un año antes dos norteamericanos, Robert Peary y Frederick Cook en su falaz conquista del Polo Norte. La prensa de la época los calificó con alguna precisión: «Cook es un mentiroso y un caballero, Peary ninguna de las dos cosas». Como el tiempo se encargaría de demostrar, Peary no solo era un patán, sino que era también un mentiroso contumaz.

Sir Wally Herbert
Si la aventura de Amundsen y Scott es la historia de una epopeya acabada en tragedia, la de Peary y Cook es la crónica de una burla que logró engañar a la opinión pública mundial el siglo pasado y todavía logra hacerlo con multitud de despistados. Amundsen ansiaba más que ninguna otra cosa ser el primero en alcanzar el Polo Sur porque creía –erróneamente- que un estadounidense se le había adelantado en la porfía por la conquista del Polo Norte. No era así; el noruego era uno más de los millones de estafados por los dos exploradores norteamericanos. Hubo que esperar hasta 1969 para que el británico Wally Herbert desmontara la farsa. El 21 de febrero de 1968 una expedición de cuatro hombres y cuarenta perros liderada por Herbert salió de Punta Barrow (Alaska) para realizar una travesía épica de dieciséis meses en la que no solamente llegó al Polo Norte, sino que atravesó por primera vez la banquisa polar desde Alaska hasta Spitsbergen (Noruega) en un viaje de más de 6.000 kilómetros que duró cerca de año y medio. Herbert se convirtió así en el primer hombre en alcanzar el Polo Norte a pie, ¡el mismo año en que Armstrong descendió del Apolo 11 y puso el pie en la Luna! 

Robert Peary
Gracias a Herbert se supo que muchas de las páginas del diario de Peary son pura ciencia-ficción y que sus etapas medias de más de 48 kilómetros diarios por el hielo (por no mencionar los ¡95! del retorno) son inconcebibles incluso suponiendo que este fuera tan llano como la palma de una mano y la presión de la deriva no levantara crestas de hielo infranqueables. La famosa página de su diario del día 6 de abril de 1909 que decía: «¡El Polo por fin! […] mi sueño y mi ambición durante veintitrés años. Mío por fin...», era una hoja suelta ladinamente añadida después. Peary presentó únicamente sus mediciones de latitud, ignorando las de longitud porque supuso, sin fundamento alguno, que se hallaba en el meridiano del cabo Columbia. La observación de la deriva era imprescindible porque sin ella la expedición se habría desviado inevitablemente hacia el este o hacia el oeste. Como ha señalado Fergus Fleming (La conquista del Polo Norte, Tusquets, 2007), Peary ofreció dos páginas de sumas que cualquier muchacho con el Almanaque Náutico y de Navegación en la mano podría haber escrito para superar un sencillo examen. 

Un telegrama de Copenhague del primero de septiembre de 1909 transmitía al mundo la noticia de que el Polo Norte había sido alcanzado por un explorador americano. Entre otras cosas, el telegrama decía textualmente: «Se encuentra a bordo del Hans Egede [un vapor danés que procedía de Groenlandia] el explorador americano doctor Cook, que ha alcanzado el Polo Norte el 21 de abril de 1908 […] Los  esquimales de cabo York confirman la verdad de las afirmaciones del doctor Cook». 

Tanto esfuerzo y tanta mentira para nada, debió pensar Peary cinco días más tarde cuando se aprestaba a comunicar al mundo su propio éxito y se enteró de que la conquista del Polo Norte, al que tras veintitrés años rondándolo consideraba su patrimonio, había sido realizada por otro que, además, era un donnadie en el selecto club de los exploradores polares. Para mayor escarnio, su célebre telegrama al presidente Theodore Roosevelt en el que proclamaba orgullosamente: «La bandera de las barras y las estrellas se ha plantado en la cima del Globo», se había convertido en papel mojado. El vanidoso Peary montó en cólera y se dispuso a desmontar la mentira ajena para hacer valer la suya. Mal enemigo Peary. 

Estampa de la época con Cook, a la izquierda, y Peary .
En su revelador Grandes engaños de la exploración (Desnivel, 2005) David Roberts califica a Cook y Peary como una pareja de sinvergüenzas y mentirosos, megalómanos y paranoicos, un dúo de ególatras ansiosos de acumular fama y dinero en el que es difícil elegir cuál era de la peor catadura. Si para la prensa de la época el doctor Cook era un mentiroso pero un caballero, para Fleming Peary era "el más desagradable de los hombres", un tipo antipático, cruel y déspota, un explotador de los esquimales y un rijoso que no dudaba en yacer con las niñas inuits.

En cuanto a Cook, se trataba de un falsario compulsivo poco hábil pero tenaz, tan tenaz que logró mantener durante casi veinte años la ficción de que él se había adelantado casi en un año a Peary en la conquista del Polo. Cuando Peary montó en cólera, Cook, venteando lo que le se venía encima, se mostró elegantemente generoso, felicitó a su adversario por haber llegado “también” y afirmó que había "gloria para los dos". Tan caballerosa actitud le otorgó cierta ventaja ante la opinión pública. No le sirvió de nada; Peary y los periódicos que le apoyaban no cesaban en su empeño para desenmascararlo. El pedestal de Cook comenzó a tambalearse cuando se supo que en 1903 Cook había liderado una expedición para escalar en Alaska el monte McKinley, el más alto de Norteamérica. Había fracasado, pero volvió en 1906 y aseguró haber conquistado la cima. Enseguida surgieron las dudas. Cook era un mentiroso ingenuo: cometió la torpeza de presentar fotos trucadas como testimonio de su gesta, imágenes que, precisamente, sirvieron como prueba de que el ascenso a la cima había sido una mentira. Cuando en 1923 fue condenado a cinco años de cárcel por un timo inmobiliario, su causa acabó de naufragar. Peary no pudo saborear del todo el aniquilamiento de su rival: tres años antes había muerto de anemia perniciosa, pero para entonces ya se le daba como triunfador. 

Roald Amundsen
Con todo, ambos estadounidenses sostuvieron con tanto ahínco sus mentiras, sus datos falseados y sus cuadernos trucados, que lograron hacer creer –y todavía algunos lo siguen creyendo sobre todo en Estados Unidos- que el “almirante” Peary (que ni siquiera era marino), el doctor Cook o ”algún norteamericano” había conquistado el Polo Norte antes de 1910. Lo creyó incluso Amundsen quien falleció creyendo que los norteamericanos se le habían adelantado. El melancólico noruego tuvo ocasión de ver su fallido objetivo cuando lo sobrevoló en dirigible el año 1926 y, sobrecogido el ánimo, oró por el alma de Peary.

Wally Herbert puso los puntos sobre las íes cuando en 1983, en un congreso sobre la conquista del Polo, afirmó con rotundidad: «Es al explorador a quien le corresponde aportar la prueba de sus hechos. Y es evidente que ni Peary ni su rival Cook presentaron pruebas suficientes que apoyaran su causa. De las dos conclusiones, ésta es la más generosa. La otra es que los dos mintieron». Y es que a ambos les viene de perillas la conocida sentencia de Groucho Marx: «Disculpen que les llame caballeros, pero es que no les conozco bien». 

Robert Peary, considerado un héroe nacional norteamericano, almirante honorífico de la U. S. Navy, poseedor de veinte medallas de honor que reconocen una gesta que nunca logró, descansa en el Cementerio Nacional de Arlington, cerca de donde arde permanentemente la llama de la tumba del presidente Kennedy, y rodeado de otros mil quinientos norteamericanos célebres. Las noches de luna llena su espectro entretiene a los ilustres yacentes con sus cuentos acerca de una conquista que nunca ejecutó.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Donde Ford puso el Far West*




«Jack, tengo que decirte una cosa: 
el mundo en el que tú y Paul vivís no existe. Es irreal.»
Gerry Bondy a Jack Burns en Los valientes andan solos (David Miller, 1962).

Empieza a amanecer en Monument Valley, Navajo Nation, Arizona. Hacia el oeste, sobre Oljeto Mesa, el cielo está todavía salpicado de estrellas. Hacia el este, con la silueta de las montañas Chuska recortándose en la lejanía, el horizonte se va tiñendo de rojo conforme avanza la alborada. La tenue luz del amanecer desvela el contorno prismático de tres grandes oteros: Left Mitten, Merrick y Right Mistten. Los nombres no resultan familiares, pero las formas sí, porque las hemos contemplado muchas veces dejando que nuestra imaginación quede atrapada por una secuencia de fotogramas. Todo el paisaje es llano como la palma de una mano, una inmensa meseta de la que inesperadamente surgen estos peñones macizos tan altos como torres de cien pisos. Son los adelantados de un ejército de cerros de arenisca rojiza que van columbrándose conforme se alza el oscuro telón de una noche sin luna.

Avanza el alba y el paisaje va descubriendo sus secretos. Es una tierra desértica, yerma y estéril, austera y reseca. Los colores del suelo están desteñidos por el sol que los abrasa desde hace millones de años; es el mismo color desvaído de las cerámicas tradicionales de las tribus Anasazi que habitaban aquí antes de la llegada, hace cinco siglos, de la expedición Coronado después de un viaje alucinante a la búsqueda de las Sietes Ciudades de Cíbola. El terreno está cubierto por una arena rojiza que el viento ha ido depositando durante milenios tras arrancarla pacientemente de las cárdenas sierras hasta transformarlas en alcores, oteros, mesas y solitarios cerros testigo. Como las profundas arrugas curtidas por el sol que surcan los rostros enjutos de los navajos, la tierra está acarcavada por un entramado de barrancas y torrenteras en cuyas márgenes los troncos retorcidos de las sabinas y los pinos piñonero sostienen un minúsculo follaje oliváceo, tinte verde y cetrino que apenas enmascara las cicatrices dejadas por las aguas torrenciales las raras veces que el dios de la lluvia llora por aquí.

Fuera de las barrancas de abruptas paredes empinadas, la llanura está salpicada por una legión de arbustos cenicientos bajo cuyo intrincado ramaje, semienterradas bajo los mantos de arena, apenas asoman las espinas de nopales y peyotes. El aire del amanecer es fresco y trae consigo los aromas que exudan artemisias y absentas. En la cima del cañón del río San Juan, fotógrafos venidos de todo el mundo intentan atrapar el caprichoso instante en el que los roquedos brillan como el cobre bajo un rayo de sol efímero, breve y agudo, como los graznidos de los alimoches que sobrevuelan los escarpes de la colosal sima fluvial.
Las primeras luces que iluminan este paisaje desnudo son ajenas a la civilización. Ninguna construcción humana, ningún templo, ningún palacio ni ninguna ciudad ha sido capaz de imitar la luminosidad rojiza de un horizonte que parece marciano. Poco después, la cada vez más tenue oscuridad huye y toda la depresión queda bajo una luz ambarina, dorada y potente en la que, ahora sí, aparece pletórico de luminosidad y color el gigantesco escenario natural que ha servido de telón de fondo de tantas películas hermosas, desde La Diligencia a Thelma y Louise.

Aquí, en las llanuras de Arizona y en los cañones de Utah, es donde John Ford puso el Far West. Aquí, en el camino polvoriento que serpentea bajo la roca que me sirve de asiento, transcurrió el peligroso viaje de La Diligencia (1939), considerada la película fundacional del western clásico y la primera que descubrió al mundo este escenario colosal. Una década más tarde, un año después de que un destacamento del Séptimo de Caballería al mando del coronel Owen Thursday (Henry Fonda) galopara hacia su exterminio en Fort Apache (1948), John Wayne cabalgó por este mismo camino como el capitán Natham Brittles en La legión invencible (1949), dos de las películas que, junto a Río Grande (1950), también rodada aquí usando espuriamente las aguas del San Juan, componen la célebre trilogía sobre la Caballería rodada por Ford.

Detrás de donde estoy, en la carretera que viene de Mexican Hat, en un tramo donde parece que los topógrafos olvidaron dibujar las curvas, Jack Nicholson, Denis Hopper y Peter Fonda, tres solitarios contra el mundo, hacían rugir los motores de sus Harleys en Esay Rider (1969), mientras recorrían los mismos paisajes desolados y sin vida que Stanley Kubrick había elegido ese mismo año para filmar 2001. Una odisea del espacio. Es la misma carretera por la que corría el barbudo Tom Hanks, con las areniscas que ahora contemplo sirviendo de páramo infinito, con los tres gigantescos oteros de fondo, en Forrest Gump (1994).

Es difícil viajar por el suroeste norteamericano sin reconocer un paisaje ya visto en la infancia, cabalgando imaginariamente sobre las desvencijadas butacas de los cines de barrio de la niñez, o desde la cómoda butaca de la sala de estar. Por todos sitios hay paisajes transformados en sueños por el cine. Tanto, que el suroeste parece a veces un país imaginario, una región creada por la mente, un decorado para las cámaras de Hollywood que sirvió de trampantojo a Gary Cooper, a James Stewart, a Kirk Douglas o a Thomas Mitchell, más que una región de Norteamérica. Desde que John Ford plantara quí las viejas cámaras del cinematógrafo para rodar La Diligencia, otros directores como Raoul Walsh, King Vidor, William A. Wellman, Howard Hawks, Henry Hathaway, William Wyler o Anthony Mann fueron creando la liturgia épica del western recurriendo a unos temas como eI amor a la tierra, los infinitos paisajes despoblados, la familia, la amistad, la lucha del hombre contra las adversidades o los esfuerzos cotidianos de personajes sencillos.

Todos los caminos del suroeste conducen hasta aquí, hasta Monument Valley. Esta enorme depresión encaramada en la inmensa meseta del Colorado está en el polvoriento corazón del más hermoso de todos los desiertos americanos, el desierto Pinto, la transición entre los desiertos tropicales de Arizona, Mojave y Sonora, y los desiertos fríos de la Gran Cuenca, en Montana, Nevada, Utah y Wyoming.

Como hacen los caminos, lo hacen también todas las miradas de los espectadores que alguna vez han dejado volar la imaginación contemplando este escenario que los cineastas convierten en artificial sin que logren ocultar la grandiosidad de un paisaje inhóspito y salvaje en el que uno queda anonadado por el esplendor de una naturaleza inmensa.


* Este artículo fue publicado en Diario de Alcalá el 19 de enero de 2012. A un amigo lector le gustó y me pide que lo vuelva a publicar. Lo hago con gusto.

sábado, 22 de octubre de 2011

La crisis del caballo de hierro

Para llegar hasta aquí hay que atravesar los territorios más solitarios, despoblados, inhóspitos y salvajes de todos los Estados Unidos. Hasta donde alcanza la vista, el terreno es llano y blanco. Como lomos de cocodrilo, enormes costras salinas se endurecen sobre un fango negruzco que se convierte en un intransitable lodazal después de cada uno de los raros aguaceros que caen en este remoto y frío desierto del Estado de los mormones. 

El paisaje parece lunar. En medio del páramo salobre, los escasos viajeros que se aventuran se dan de bruces con las modernas instalaciones de la Thiokol Corporation, una empresa que fabrica vehículos espaciales, que realiza sus pruebas aquí, en estas desoladas planicies. Ningún otro lugar se me antoja más adecuado. 

En medio de la desolación, aquí, lejos de todas partes, en el noroeste de Utah, donde estuvo Promontory, un pueblo barrido por el tiempo, se encontraron dos locomotoras, la Júpiter, insignia del Central Pacific Railroad, y la UP 119, su rival de la compañía Union Pacific Railroad, las dos primeras en llegar hasta este remoto lugar cuando las vías de ferrocarril de ambas compañías, la Júpiter siguiendo el balasto tendido desde levante, la segunda desde poniente, conectaron un país que se estaba expandiendo desde el Atlántico al Pacífico. Aquel fue un acontecimiento que suscitó tanta expectación como la llegada del hombre a la Luna un siglo después. Un clavo de oro, el Golden Spike, fue el remache final de una aventura prodigiosa y la muerte definitiva de la romántica época de las diligencias y de la épica del fugaz Pony Express.

La fantástica epopeya del ferrocarril transcontinental conmovió a un país recién salido de la Guerra de Secesión y necesitado de coser las cicatrices dejadas por las batallas entre hermanos. Autorizado por la Ley del Ferrocarril del Pacífico de 1862 y apoyado con fuerza por el gobierno federal, el ferrocarril transcontinental fue uno de los mayores logros de la presidencia de Abraham Lincoln. El 8 de enero de 1863 dos compañías rivales se lanzaron a una empresa descomunal: tender una vía de tren de 3.000 kilómetros que atravesaría el continente de costa a costa. 

Ocultas tras el horizonte hasta alcanzado el último kilómetro, las líneas avanzaban la una hacia la otra. Les enfrentaba una rivalidad implacable  porque el desafío era importante y la recompensa más todavía. Se trataba de asegurar el control y los beneficios de la mayor porción posible de la línea, porque cada compañía era libre de llevar su vía adelante hasta encontrarse con la competencia y se había acordado que explotaría para su propio provecho toda la longitud de línea construida hasta el momento del encuentro.

Por cada milla de raíles colocados, cada unapercibía una subvención federal que oscilaba entre 16.000 y 48.000 dólares según la dificultad del trabajo; una fortuna, pero dinero al fin y al cabo. Lo mejor era lo que deparaba el futuro: la compañía se convertiría en la propietaria de todas las tierras que bordeaban la vía y a las que el ferrocarril otorgaba un valor extraordinario. 

Por delante de cada traviesa avanzaba todo un mundo de pioneros: indios renegados que servían de exploradores, cazadores de búfalos que diezmaron las millonarias manadas de pastaban en las inmensas llanuras desde Kansas a Montana, mineros desengañados convertidos en dinamiteros que hacían temblar las montañas para abrir lóbregos túneles, barreneros chinos que abrían desfiladeros a base de nitroglicerina perdiendo la vida en el intento, peones que a fuerza de brazo, pala, pico y mazo hacían progresar el ferrocarril a razón de una milla diaria. 

Tras ellos, un pueblo de lona y madera se desplazaba a saltos por praderas, montañas y desiertos, un pueblo donde abundaban garitos, hoteles mugrientos y prostíbulos que atraían como moscas a ladrones, asesinos y tahúres profesionales ávidos de despojar de su dinero a los obreros de la vía por todos los medios posibles. Promontory, desmantelado después de terminada la obra, fue uno de esos pueblos.

En una tierra sin ley, los sabotajes se sucedían en vanguardia y retaguardia. En Union Pacific, la película dirigida por Cecil B. de Mille (1939), se narran las artimañas urdidas por el inversor de la Central Pacific, Asa Barrows, para sabotear el avance de su rival, incluyendo provocar estampidas de las manadas de búfalos sobre los campamentos obreros recreadas en una de las secuencias más famosas del western por John Ford y Henry Hathaway en La conquista del Oeste (1962), una película en la que Ford volvía sobre sus orígenes: en la película muda Caballo de Hierro (1924) había mostrado el nacionalismo ferviente que movió el apoyo público al proyecto.

Seis años después del comienzo de las obras, el 10 de mayo de 1869, los trabajadores se encontraron en Promontory. No estaban solos. Nubes de empresarios, políticos y periodistas asistieron a la ceremonia en la que el magnate Leland Stanford colocó el remache de oro. En el primer acontecimiento mediático en directo del mundo, los martillos y el clavo fueron unidos por un cable a la línea de telégrafo de modo que cada golpe de martillo fuera escuchado como un chasquido en las estaciones de telégrafo de todo el país. En las grandes ciudades, desde San Francisco a Nueva York, los altavoces recién inventados por el cuáquero Gray amplificaban el sonido para la asombrada multitud. Tan pronto como el clavo ceremonial fue remachado, un mensaje se transmitió de costa a costa: "Hecho". El país estalló en celebraciones. Los viajes desde Nueva York a San Francisco se redujeron de dos meses a sólo una semana.



Todo parecía ir sobre ruedas. Cuatro años después estalló la burbuja. La gran aventura del ferrocarril transcontinental y la de decenas de compañías menores que habían tendido 250.000 kilómetros de vías con una inversión astronómica de 9.000 millones de dólares, se había financiado a base de créditos extranjeros sostenidos por la plata americana. 

La depreciación internacional de la plata tras la Guerra Franco-Prusiana y el pánico financiero desatado en septiembre de 1873 con la caída de uno de los mayores bancos estadounidenses, Jay Cooke, movió las traviesas que sustentaban la aventura del caballo de hierro al tiempo que dio comienzo a la llamada “Depresión Larga”, cuyos efectos de recesión durarían hasta 1890. De las más de trescientas compañías ferroviarias que operaban en el país, casi cien  fueron a la bancarrota y con ellas miles de empleados al paro.

Veinte años después, Henry Ford hizo con los trenes lo que estos habían hecho medio siglo antes con las diligencias Concorde y los carromatos Conestoga: el automóvil les dio la puntilla.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Adiós, reina de Alaska

En la partida de ajedrez que tendrá lugar a finales del año que viene, Barack Obama prefería los movimientos de Sarah Palin, la reina de los republicanos, a la que consideraba como la pieza más fácil para darle jaque mate electoral. No podrá ser: en la segunda semana de octubre, mientras que la prensa “seria” apenas le dedicaba un recuadro, el rostro de la exgobernadora de Alaska copaba las portadas de las revistas del corazón que rodean las cajas de los supermercados. Palin anunciaba que no se presentará a las primarias.

En la campaña de 2008 Sarah Palin irrumpió de repente para revitalizar la lánguida candidatura republicana y se convirtió imprevisiblemente en la gran esperanza de un partido hasta entonces desconcertado por el efecto Obama. Aunque John McCain no estaba muy cómodo con su compañera de candidatura, la presencia de Palin como candidata a vicepresidenta era una concesión al ala dura del partido, el Tea Party, y para intentar recuperar parte del voto femenino decantado hacia los demócratas.

Exreina de la belleza, dotada de una sonrisa luminosa, con buenas dotes de comunicadora populista, ultraconservadora, patriota, religiosa y estudiadamente timorata, con aspecto de ama de casa arreglada con ropa chillona para una boda, una voz estridente que recitaba de carrerilla un discurso electoral mal aprendido, una carrera de periodismo sacada a trancas y barrancas en una universidad desconocida, y madre de cinco hijos, Palin se anunciaba como una “hockey mom”, una madre del montón de las que los sábados por la tarde llevan a sus hijos a los partidos de hockey sobre hielo, la materia prima del exótico estado del que era gobernadora. 
 
En 2008, Palin se había autodefinido como “un pitbull con pintalabios”. “Eres como nosotras” le gritaban las fans en los mitines mientras agitaban en el aire sus pintalabios, imitando los encendores prendidos en los conciertos. El lápiz de carmín se había convertido en una metáfora y en un grito de guerra, en un símbolo identitario de que las amas de casa podían llegar al poder. Frente a un Obama demasiado inteligente, con una excelente preparación política y educado en buenas universidades, las mujeres que uno encuentra en la cola del supermercado habían llegado a la conclusión de que la mejor cualidad para dirigir el país era aplicar el sentido común de cualquier madre de familia.

Presentarse como prototipo de las “marujas” de la América profunda le atrajo los votos de un sector femenino, pero también el rechazo de las mujeres feministas, un colectivo mayoritariamente ubicado en las grandes ciudades y con una elevada capacidad de movilización electoral. Las posiciones ultrarreaccionarias de Palin, su adoración por el creacionismo y su condena de la teoría de la evolución, su defensa de que la mujer debía estar sometida al marido y dedicarse al cuidado del hogar y de los hijos, y su oposición a algunos postulados básicos del movimiento feminista, como el aborto incluso en casos de violación o incesto, no eran la mejor tarjeta de visita para presentarse ante los colectivos de mujeres progresistas, para los que su figura era un ultraje para la esencia del feminismo. Cuando Palin intentó colocarse astutamente como heredera natural de Hillary Clinton, derrotada en las primarias demócratas, Gloria Steinem, conocida feminista que había apoyado a Hillary, publicó una feroz crítica en Los Angeles Times en el que aseguraba que "lo único que comparte Palin con Hillary Clinton es un cromosoma".

El principio de Peter se impuso una vez más. La campaña electoral puso de manifiesto las notables carencias intelectuales y la falta de conocimientos de una candidata muy mal preparada en temas claves como la economía, el cambio climático, la educación o la política internacional. Además, el ponerse bajo los focos de la prensa de todo el país trajo consigo la aparición constante de datos que apuntaban hacia el radicalismo de sus principios morales y la inconsistencia de sus principios políticos. 
 
Una entrevista sobre política exterior con Katie Couric, presentadora de CBS, hundió la imagen de Palin. Las preguntas sobre Rusia, la confusión de Corea del Norte con Corea del Sur, su pasaporte, su ignorancia sobre la política de Bush y sobre quién era Kissinger la dejaron tocada. Entre otras cosas Palin no supo qué contestar cuando Couric le preguntó qué periódicos leía. Como resultado, quedó una imagen de una Palin ignorante y frívola que fue un lastre durante todo el proceso electoral.
“Después de muchas oraciones y estudiarlo seriamente, he decidido que no buscaré la candidatura del Partido Republicano para la presidencia de EEUU en 2012. Como siempre, mi familia viene primero y, obviamente, Todd y yo consideramos muy seriamente la vida familiar antes de tomar esta decisión”, decía la carta mediante la cual Palin anunció que no se postulará a la candidatura presidencial republicana para los comicios del 2012.
 
Y es que el otoño anunciaba malas noticias para la antigua princesa del conservadurismo norteamericano. A primeros de este mes se ha publicado The Rogue: searching for the real Sarah Palin (La pícara: Buscando a la verdadera Sarah Palin), un libro del conocido periodista y escritor Joe McGinniss, que no deja en buen lugar a la modélica Sarah. La imagen ejemplar de madre de familia dura y valiente, su vida de hockey mom dedicada a su hogar y que compatibilizaba la política con su familia numerosa, no era precisamente la práctica habitual en la entonces gobernadora de Alaska, puesto al que renunció en 2009. McGinnis desmonta los valores que tanto le gusta recalcar a Palin, que es mostrada como una madre narcisista y ausente, cuyos hijos se alimentan habitualmente de comidas enlatadas. A menudo estaban completamente solos, afirma el autor, que fue vecino de la Palin durante 2010.

McGinniss asegura que Palin era una consumidora habitual de marihuana que participó en orgías en las que ella y su marido esnifaban cocaína; que tuvo una tórrida aventura con el jugador de baloncesto Glen Rice, una estrella afroamericana de la NBA, quien confirmó los apasionados encuentros con la “Dulce Sarah” en los hoteles en los que se hospedaba su equipo, y que la adalid de los “sagrados votos matrimoniales”, que ya estaba prometida con su actual marido cuando retozaba con Rice, estuvo liada con el socio de su marido, Brad Hanson, como venganza por las numerosas infidelidades a las que la sometía su adorado y modélico esposo, Todd Palin.

Sea como fuere, quienes la detestan se creerán el libro a pies juntillas. Para quienes la idolatran no será más que propaganda roja y liberal. Los lectores juzgarán.

Dos libros americanos


Dos libros aparecidos en septiembre destacan en los escaparates de las librerías de Estados Unidos, el país que me acoge estas semanas, a cuyos habitantes, además de los huevos revueltos, los cereales y el café aguado, les gusta acompañar sus desayunos con muffins, una variante de nuestra tradicional magdalena trufada con algunos pedacitos de fruta. Es decir, mucha masa industrial y poca chicha natural.

Dick Cheney, el que fuera vicepresidente con George Bush, ha escrito un “libro muffin” trufado con una buena dosis de mala baba. Cheney, al que pude ver en la NBC a finales de agosto en una entrevista promocional de su libro In my time: A personal and political memoir, se vanagloriaba de que le llamaran Darth Vader, el malo de la saga La guerra de las galaxias, porque él –un servidor público y un patriota, proclamaba- había actuado siempre en defensa de los intereses de su país. Sus detractores, menos dados a la loa, sostienen que el “Todo por la Patria” de Cheney más bien debiera proclamar “Todo por Halliburton”, la empresa en la que tiene sus intereses económicos, cuyos beneficios se incrementaron astronómicamente gracias a los contratos civiles en exclusiva y a dedo que obtuvo durante la guerra de Irak.

El libro, que pasa por alto asuntos tan importantes como el despiste de seguridad que motivó el éxito terrorista del 11-S, la trampa de las papeletas de electorales de Florida o la falta de control financiero que provocó la crisis de 2008, no dice cosa de gran interés para el común de los mortales, una consideración que no compartirán sus compañeros de gabinete Condoleeza Rice y Colin Powell, a los que califica de cándidos inocentes por tratar de impedir la invasión de Irak, por evitar que se invadiera también Siria o por intentar negociar un pacto de uso de armas nucleares con Corea del Norte. De la catadura moral de este hombre da idea su falta de arrepentimiento ante las torturas a prisioneros para obtener respuestas a raíz de los ataques terroristas del 11-S. Durante la entrevista con la NBC dijo: “Creo firmemente que admitiría el uso nuevamente si las circunstancias señalan que era la única manera de hacer hablar a un detenido con información valiosa”.

El oscarizado cineasta Michael Moore acaba de presentar su libro Stories of my life. Here comes trouble (Historias de mi vida. Aquí está el problema). Situado en las antípodas políticas de Cheney, Moore se ha ganado una bien justificada fama de activista demócrata y de azote de republicanos a golpe de documentales como Roger & Me, donde narra el ocaso de su pueblo natal después de que General Motors cerrara sus fábricas para llevarlas a México; Bowling for Columbine, ganadora de un Óscar al mejor largometraje documental en 2002, que es una afilada y lúcida crítica a la cultura armamentista estadounidense; Fahrenheit 9/11, Palma de Oro en Cannes, que habla de los vínculos económicos entre la familia del presidente Bush, la familia real saudí y la familia Bin Laden, y de las hipotéticas motivaciones financieras "ocultas" de la invasión de Irak; Sicko, un agudo retrato del sistema de salud estadounidense, una crítica a la industria farmacéutica y un escalofriante retrato de las necesidades que agobian a la mayoría de los pacientes en Estados Unidos continuamente estafados por las aseguradoras privadas; y su última entrega, Capitalismo: Una historia de amor, en la que se ocupa de la actual crisis que está provocando la frustrante desaparición del sueño americano mientras muchas familias pierden empleos, ahorros y viviendas.

El libro contiene 24 historias cortas basadas en episodios de su propia vida que Moore ha organizado como el guion de Forrest Gump, trazando su camino biográfico como una serie de viñetas apoyadas en hitos tales como algunos acontecimientos históricos o sus encuentros con determinados personajes: las revueltas sociales de Detroit en 1967, su encuentro con Bobby Kennedy cuando Moore tenía once años, el asesinato de Martin Luther King, celebrado con aplausos en la iglesia cristiana a la que asistía de niño, la guerra de Vietnam, de la que intentó escapar trazando un rocambolesco plan de huida a Canadá, o sus conflictos juveniles en temas tan delicados como el apaleamiento de un joven vecino homosexual o su asistencia a una amiga adolescente cuando abortó clandestinamente.

Como Moore no da puntada sin hilo, ha aprovechado la presentación de su libro para hacer activismo político. Cuando aún faltan catorce meses para las elecciones presidenciales, el cineasta bautizó su nueva criatura de papel actuando como invitado de honor en una fiesta organizada por los demócratas neoyorquinos para recaudar fondos. Las imágenes emitidas por televisión eran sorprendentes: en la elegante terraza del hotel Empire, repleta de hombres y mujeres elegantemente ataviados para un acontecimiento social vespertino, entre rubias de larga melena que bebían champán francés encaramadas sobre enormes tacones, Moore lanzó un encendido mitin ataviado con su uniforme habitual: una sobada gorra verde de beisbolista, una vulgar camiseta negra mal planchada con pinta de haber sido adquirida en un Wal-Mart y unos vaqueros tan caídos como desgastados. Pese a ese estudiado desaliño indumentario, el mismo que lució dos días después cuando arengó a los “indignados” acampados en Wall Street, el cineasta volvió a demostrar con su discurso que sigue siendo uno de los mejores portavoces del partido de Obama, al que ofreció su receta para que vuelva a ganar las elecciones: "Meta en la cárcel a unos cuantos banqueros, eso le ayudará".

El divertido libro ha recibido elogios unánimes de la crítica. Por su parte, Moore, un hombre inteligente siempre entregado a la polémica, ha aprovechado  sus memorias para entrar en campaña y para demostrar que, al margen de odios republicanos o de simpatías demócratas, tendrá un lugar destacado en la historia de la cultura estadounidense.

domingo, 2 de octubre de 2011

Capturando lo invisible. Fotografía Científica




Con el título de Capturando lo invisible. Fotografía Científica, en la programación del próximo trimestre de la Casa de las Ciencias de A Coruña está prevista una muestra fotográfica de la obra de mi amigo y compañero en la Universidad de Alcalá Luis Monje Arenas. El siguiente texto es el prólogo al catálogo de la exposición que he tenido el honor de redactar.

PRÓLOGO

Desde que Francis Bacon y René Descartes establecieron sus fundamentos, el método científico está basado en la observación, la formulación de hipótesis y la constatación de estas mediante la experimentación. Ocurre, sin embargo, que la piedra angular del sistema –la observación- presenta las limitaciones propias del ojo humano, un prodigioso éxito de la evolución no por ello exento de las imperfecciones de todo lo orgánico. 

Cuando se habla de fotografía, se tiende a pensar sólo en sus aspectos artísticos y documentales. Es, ciertamente, un medio de expresión que deja un amplio campo a la creatividad. Y es cierto también que, desde su descubrimiento y rápida difusión en 1839, sus posibilidades de documentación constituyen una de sus características más fascinantes. 

Pero el interés de la fotografía trasciende sobradamente a sus posibilidades documentales y artísticas. Para la ciencia, la fotografía ha resultado ser una herramienta multidisciplinar de primer orden, no sólo para registrar lo que el ojo percibe, sino también aquello que resulta imposible de ver. Allí donde no alcanza nuestra vista, la técnica fotográfica es una ayuda inestimable, una guía en la oscuridad de lo ignoto, que nos otorga una mirada más inquisitiva y penetrante, capaz de escudriñar en los objetos animados e inanimados con una precisión inalcanzable a nuestra limitada percepción óptica. 

En ese sentido, Luis Monje parece tener dos pares de ojos: unos para mirar el mundo; otros para fotografiarlo. Uno no puede saber qué ven los primeros, pero admira lo que captan los segundos a través de su cámara, cuyas imágenes son a veces maravillosas y siempre sorprendentes. "Ojo, cabeza y corazón", decía Cartier-Bresson, son imprescindibles para dedicarse a la fotografía. Luis posee las tres cosas: Una visión privilegiada, una cabeza bien puesta -Luis es humilde en lo personal, pero no respecto a su creación: sabe de sobra que su obra es valiosa y trascendente- y tiene un corazón apasionado. Además de formación técnica. Es como el fotógrafo completo: muy rápido, muy técnico, muy bueno.

Nada es casual. Luis Monje es, sobre todo, un autodidacta cuyo quehacer de fotógrafo maduro es el resultado de veinticinco años de un trabajo basado en la constancia, en la disciplina, en la profesionalidad, en el intento de buscar el respeto en su cotidiana búsqueda de cazador infatigable de imágenes. Su pasión trasciende lo meramente profesional, es un proceso de transformación personal que le lleva de la visión a la observación y, desde esta, al pensamiento profundo del fotógrafo que es capaz de construir, iluminar, intuir, esperar, disparar y desvelar el sujeto fotográfico se trate del grandioso paisaje de un desierto americano o del minúsculo ocelo de un insecto.

Por la extraordinaria calidad de sus obras, por la honestidad de su mirada y por su dilatada experiencia docente, Luis Monje es uno de los nombres esenciales en la fotografía científica española. Contemplando sus fotografías se nos revela la esencia misma del oficio de fotógrafo, un oficio que requiere compromiso, trabajo, disciplina y pasión…. además de un talento especial para ver y aprehender lo que los demás sólo miramos. Luis lleva un cuarto de siglo recordándonos que para ver el mundo es imprescindible observarlo con rigor y sin perjuicios. 

Con un profesional de su estilo es fácil ser injusto, porque la naturalidad del resultado puede tomarse por el simple azar de la observación, y porque el suyo es un oficio que no quiere llamar la atención sobre sí mismo sino sobre los objetos y los lugares de los que se alimenta. Hay que fijarse un poco más para reparar en el cuidado de una composición que finge ser una escena captada arbitrariamente y que el instante que luego se ofrece al espectador como una imagen espléndida fue un momento único que había que saber capturar con la habilidad innata del fotógrafo de raza.

Ciencia y fotografía. Fotografía y ciencia conviviendo en ambiente académico. Evidentemente, ese ambiente en el que Luis desempeña su actividad profesional ha condicionado mucho su trabajo disciplinado y eficiente, donde siempre ha primado su interés por perfeccionar una imagen destinada a investigar y a enseñar. 

Aprovechémonos ahora de cómo el instinto decisivo de capturar una imagen cobra vida en esta exposición que es solamente una pequeña muestra de su extensa obra.



Fotografías de Luis Monje incluidas en esta entrada:

1. Fotomacrografía. Cabeza de larva de Wohlfahrtia magnifica,  la mosca causante de la miasis cutánea, que invade las mucosas nasales y vaginales de ovinos, bovinos y humanas.
2. Fotomicroscopía electrónica. Cabeza de una abeja melífera
3. Fotografía de paisaje. Valle de Yosemite, Califormia.
4. Fotografía de paisaje. Atardecer en el valle de Yosemite, California.
5. Fotografía de fluorescencias. Variación del grado de fluorescencia de un medicamento en función de las proporciones de uno de sus elementos aromáticos.



lunes, 12 de septiembre de 2011

Deuda pública, deuda privada

En un poco amable intento de matar al mensajero, un lector airado se dirige a mí vía correo electrónico reprochándome que en un artículo anterior publicado en este mismo blog el pasado 29 de agosto (Y esto, ¿quién lo paga?) resaltara la responsabilidad de las actividades privadas (lo que incluye nuestra propia responsabilidad como ciudadanos) en el conjunto de la deuda pública española. El artículo lo redacté teniendo en cuenta un documento hecho público el mes de julio cuyos datos más sobresalientes aparecen resumidos en la figura.

El documento utiliza los datos oficiales del Banco de España (a 31 de marzo de 2011), que señalan que nuestra deuda bruta con el exterior era de 1,74 billones de euros, lo que supone una deuda bruta per cápita de 37.700 euros y una deuda bruta por trabajador de 98.900 euros. Si se descuenta la deuda que los bancos, empresas, ciudadanos y gobiernos extranjeros mantienen con España, la deuda neta desciende a 1,02 billones de euros, lo que indica una deuda neta por habitante de 22.200 euros y 58.200 euros por trabajador. 

Los préstamos bancarios representan sólo el 12% de la deuda total del sistema (201.000 M€), cifra muy similar a las inversiones extranjeras en Bolsa y Fondos, que suponen otros 206.000 M€ (12%). Aunque esta última no pueda considerarse deuda, en caso de desconfianza ante una situación crítica esas inversiones pueden retirarse rápidamente, con la consiguiente y dramática descapitalización de nuestro sistema económico.

La partida más abultada la constituyen los bonos, letras y obligaciones que están en manos de extranjeros y que suponen 787.000 M€ (el 45% del total de la deuda española). Aquí se incluyen títulos privados (511.000 M€) y deuda pública (276.000 M€). Esta deuda privada es la que constituye el mayor lastre y se acumuló principalmente a raíz de la burbuja inmobiliaria, que experimentó un espectacular aumento desde 1999, cuando eran 18.000 M€, a la desorbitada cifra que alcanzó durante los gobiernos de Aznar cuando superó los 500.000 M€. En esos ocho años de “milagro económico español”, como le gustaba repetir al entonces Presidente, la deuda aumentó treinta veces.

Los depósitos del exterior en bancos y cajas españoles son también muy abultados y, aunque no pueden considerarse estrictamente como deuda, más fáciles de liquidar que las acciones bursátiles y pueden ser retirados ante un empeoramiento de la situación del sector financiero. Esta cifra llega a los 510.000 M€ (29%). El último dato de endeudmiento corresponde al del Banco de España, que desde inicio de la crisis deterioró en forma importante su posición frente al eurosistema y que al 31 de marzo alcanzaba 35.000 M€ (2% ).

¿Qué significa esta deuda y cómo se llegó a ella? Con el nuevo milenio, el ingreso de España en la moneda única se generó una dinámica de crecimiento basada en los bajos tipos de interés y en el uso desorbitado que hizo de este mecanismo el sector de la construcción, que se financió en su práctica totalidad mediante endeudamiento externo. Los créditos para vivienda crecieron desde 282.000 M€ en 1996 a 865.000 en 2006, es decir, casi se cuatriplicaron en una década. 

Durante más de una década el crecimiento español estuvo basado casi exclusivamente en la construcción. Promotoras y constructoras se endeudaron al máximo para edificar. Las familias, animadas por tasadores benevolentes, se entramparon para comprar casas y los bancos se endeudaron para dar préstamos a las empresas e hipotecas a las familias. Llegó la crisis financiera y nos sorprendió endeudados hasta las cejas.

Lo cierto es que España no fue el único país europeo en sucumbir a una burbuja inmobiliaria. Francia, Italia y el Reino Unido se sumaron también al sueño del ladrillo, al consumismo y al crecimiento ilimitado basado en el crédito que alimentaron a la burbuja iniciada en Estados Unidos. En el período de jauja de la burbuja todo el mundo ganaba y los beneficios eran de tal magnitud que nadie se atrevió a poner remedio al desasrte que se avecinaba: el desplome de un castillo de naipes asentado en la ingeniería financiera y no en la economía productiva. Hasta el sector público, por la vía de los impuestos a propiedades que siempre aumentaban de valor, recaudaba año tras año cifras récord. A partir de 2008 el pinchazo de la burbuja en Estados Unidos inició el desplome.

La "desmesurada" e "inquietante" deuda pública española (63% del PIB) es bastante inferior a la alemana (83%), a la francesa (82%), a la italiana (104%) o a la griega (143%), y a la media de la deuda europea. El porcentaje de nuestra deuda con respecto al PIB no es ninguna circunstancia excepcional porque tanto con los gobiernos de Aznar como con los de González hubo momentos en los que nuestro endeudamiento fue aún mayor.

Aunque se repite continuamente que la deuda pública española es brutal, está meridianamente claro que ese no es el gran problema financiero español porque nuestro porcentaje sobre el PIB es comparable al de otros países. Nuestro gran problema viene por la deuda privada (hogares, empresas y entidades de crédito), que ronda el 260% del PIB, y porque esa deuda se está haciendo gradualmente pública: si un ciudadano o una empresa impaga la deuda, esta pasa a ser deuda de una entidad de crédito, que posteriormente se transforma en pública por las ayudas del Fondo de Rescate Bancario y de otras intervenciones.

Esto es lo que hay, aunque a algunos no les guste.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Milagros a fecha fija

El próximo 19 de septiembre se producirá de nuevo el milagro. En la catedral de Nápoles, la sangre coagulada de San Gennaro repetirá la milagrosa licuefacción que sucede otras dos veces al año desde 1389. En eso de cambiar de estado, la sangre del mártir italiano triplica la capacidad de San Pantaleón cuya hemoglobina, como un reloj suizo, transmuta su estado en Madrid cada 26 de julio desde hace 400 años. 

San Gennaro y San Pantaleón siguieron trayectorias tan parecidas que algunos impíos sostienen que alguien dio gato por liebre a la cristiandad desdoblando un único individuo en dos santos. Dos por uno y me ahorro inventar una biografía para cada uno, debió pensar algún fraile allá por la Edad Media, cuando se disparó el comercio de las reliquias, un excelente negocio tratado por Juan Eslava Galán en su documentado y, pese a ello, desternillante El fraude de la sábana santa y las reliquias de Cristo (Planeta, 1997). 

La breve vida de San Pantaleón no es moco de pavo si creemos a sus turiferarios de Catholic.net, unos piadosos apologéticos que han inflado ad infinitum lo poco que sabemos de él: siendo generosos, apenas unas líneas en un manuscrito del siglo VI que (dicen) está en el Museo Británico aunque allí no les conste, circunstancia que no debe extrañarnos dada la animadversión, cuando no el odio, que los malévolos protestantes guardan al santoral católico. Pero hagamos acto de fe y resumamos. Pantaleón, hijo de un pagano llamado Eubula y de una madre cristiana cuyo nombre se ignora, se hizo médico siguiendo las peritísimas enseñanzas de Euphrosino, un insigne médico de la época. La simpar destreza de nuestro joven Pantaleón le llevó a la sanidad pública, en la que llegó a ser destacado componente del equipo médico habitual del tetrarca Galerio Maximiano. 

Más apegado a la facción paterna que a la materna, el joven Pantaleón conoció la fe cristiana antes de dejarse llevar por el mundo pagano en el que vivía. Sucumbió ante las tentaciones que empiezan con unas minucias pero debilitan a poquitos la voluntad hasta terminar aniquilando las virtudes, lo que le llevó a la apostasía y a las puertas del infierno. Pero como Dios escribe derecho con renglones torcidos, un buen cristiano llamado Hermolaos le abrió los ojos y, exhortándole con rara habilidad dialéctica y una capacidad de convicción que para si quisieran los de la teletienda, le llevó al seno de la Iglesia verdadera que vaya usted a saber cuál era a finales del siglo II, cuando las sectas cristianas se contaban por decenas. Vuelto al redil, nuestro joven doctor dejó las aburridas orgías paganas y montó una consulta en la que atendía a sus pacientes en nombre del Señor… y por la patilla. Esto último le abrió las puertas de la fama.

De la mala fama, porque eso de que ejerciera de balde no era muy del agrado del colegio de médicos romano. Para mantener el caché profesional y conservar la clientela, sus colegas lo delataron traicioneramente a las autoridades judiciales empeñadas en cubrir los objetivos de la persecución decretada por el malvado Diocleciano. Fue arrestado junto con el didacta Hermolaos y con otros dos colegas cristianos, que algo debían haber hecho aunque sólo fuera cumplir los inescrutables designios divinos. Por razones que se nos escapan, el cruel emperador quería salvarlo, por lo que le conminó a la apostasía. Pantaleón no solo se negó sino que, para demostrar la fortaleza de su fe, procedió a curar milagrosamente a un paralítico que, con mucha chamba y no poca precisión, pasaba ad hoc por las mazmorras imperiales sin que conste por qué ni para qué. Ni con esas. Pantaleón y sus amigos fueron condenados a la decapitación. 

Aunque las referencias escritas a San Pantaleón cabrían (de existir) en un papel de fumar, hete aquí que, para chincha de los historiadores laicos, la bienintencionada peña de Catholic.net al parecer posee las actas de su martirio, las cuales, como no podía ser menos, son pródigas en hechos milagrosos. A pesar de la sentencia judicial tajante (nunca mejor dicho) de decapitación, sus pérfidos verdugos no debían tener nada mejor para entretenerse e intentaron ajusticiarlo de seis maneras diferentes: con fuego, con plomo fundido, ahogándolo, torturándolo en el potro, atravesándolo a estocadas y, para rematar una faena que no surtía efectos, acabaron por arrojarlo a las fieras. Estas, probablemente procedentes de la misma ganadería que le soltaron a San Gennaro con la misma disposición (la sumisión), a su misma edad (29 primaveras), el mismo año (305 dC), en idéntica plaza (Constantinopla) y con permiso de la misma autoridad (Diocleciano), resultaron igualmente mansas y se refugiaron en tablas. A la vista del éxito, los atónitos (es de suponer) verdugos procedieron diligentemente a decapitarlo sin más trámites y sin mayor tropiezo que contemplar estupefactos (es otro suponer) cómo de la yugular del mártir surgía leche en lugar de la sangre a la que estaban acostumbrados. 

En este punto quizá convendría que alguien solventara una cuestión que puede desorientar a la grey cristiana: ¿Si el sistema circulatorio pantaleonil contenía de verdad leche, cómo diantres se conservan ampollas con su sangre en Madrid, Constantinopla y Ravello, localidad italiana esta última donde, para no quedarse cortos, la ampolla es casi una bombona? Más allá de recias disputas teológicas para las que no estamos preparados quienes practicamos la fe del carbonero, la cuestión es importante porque, para pasmo de hematólogos y bioquímicos, esa sangre se descuelga en Madrid cada año con el prodigio de su licuefacción ante los miles de enfervorizados devotos que a fecha fija, como las cigüeñas por San Blas, acuden puntualmente al Real Monasterio de la Encarnación para observar arrobados tan peregrino acontecimiento.

La ampolla madrileña procede de una extracción de la frasca que se guarda en la catedral de Ravello donde, como nadie la toca, está siempre coagulada. Fue donada al monasterio junto con un trozo de hueso del santo por el virrey de Nápoles. Dotada sin duda de un calendario interior gregoriano, cada 365 días (366 los bisiestos), la sangre se licua la víspera del aniversario del martirio y «sin intervención humana» según cuentan los textos monacales. Contradiciendo por una vez aquello de que siempre supera a la ficción, la realidad es más prosaica y lo que sucede es lo mismo que en Nápoles: antes de exponerla, un oficiante toma el relicario por sus extremos y de cuando en cuando lo voltea astutamente hacia abajo para advertir cualquier movimiento en la masa oscura de la ampolla. Después de un intervalo de duración variable, se observa que la masa gradualmente se separa de los lados de la ampolla, se vuelve líquida y de un color carmesí al tiempo que aumenta su volumen. Entonces, el oficiante anuncia el cumplimiento del milagro, se canta un Te Deum y el relicario es llevado al altar mayor donde los  arrobados fieles pueden venerarlo.

Salvo tener un altar mayor, nada sucede que usted no pueda repetir en su casa con menos boato. Suponga que saca un frasco de kétchup de la nevera. Tras varios intentos fallidos de extraer el fluido enfriado, lo frota entre sus manos y lo agita. Haciéndolo, logrará subir un poco la temperatura, deshacer el gel coagulado y lograr un líquido que, ahora sí, sale con la presión producida por el cambio de estado. Algo similar hacíamos con las minas de los bolis Bic en las frías escuelas de los cincuenta: echarles el aliento calentito, frotarlos fuertemente entre las palmas de las manos y, una vez calentada la tinta, comenzar a escribir el dictado.

Como nunca faltan tiquismiquis ajenos al insuperable «Creo porque es absurdo» de Tertuliano, unos descreídos incapaces de captar lo inasible que plantean escrúpulos o reparos vanos a los designios sobrenaturales desde una lógica materialista (que casualmente coincide con el sentido común), un equipo de químicos italianos de la Universidad de Pavía ha publicado en la prestigiosa revista Nature un artículo en el que demuestran que el comportamiento de la supuesta sangre (supuesta, porque los científicos sospechan que es un fluido falsificado con ciertas arcillas coloidales del Vesubio) es habitual en fluidos denominados no-newtonianos, que se comportan como sólidos cuando están en reposo y se vuelven más fluidos cuando se someten a algún tipo de agitación o vibración. Vamos, como el kétchup, la tinta de los bolis o la mayonesa sin ir más lejos.

Con menos soporte científico, pero con no poca intuición, algún jacobino descreído y tal vez cegado por la fobia antirreligiosa de la Ilustración ya había demostrado que la sangre se licua a voluntad de sus custodios. En 1799, durante la ocupación napoleónica, el milagro no se produjo cuando debía. Ante el temor de que el retraso fuera una maniobra del clero para provocar una revuelta popular, el impío general francés Championnet amenazó al oficiante con fusilarlo. La sangre del santo se licuó inmediatamente y el sacerdote salvó el pellejo. ¡Qué cosas!