miércoles, 21 de diciembre de 2011

El jardín de los poetas muertos

Hace justamente setenta y cinco años, la sangre empapaba los olivares de la campiña andaluza. Con los negros frutos sazonados en las ramas de los árboles, la escarcha de la madrugada formaba cristales de hielo sobre los cuerpos de dos poetas muertos, Ralph Fox y John Cornford, caídos en la primera batalla por la libertad que les había traído a una España en guerra.


Campiña del Guadalquivir, navidades de 1936. Desde el principio de la guerra, el frente se ha estabilizado momentáneamente en Villa del Río y Montoro, cerca de las lindes de Córdoba, en manos de los sublevados, y Jaén, que permanece fiel a la República. Mientras se combate a las puertas de Madrid, con la Ciudad Universitaria en manos fascistas, la calma impera en el frente andaluz, pero en diciembre de 1936 las tropas de Queipo de Llano lanzan una ofensiva que, aunque no alcanza sus objetivos (la ocupación de Linares y Andújar para cortar los accesos a Madrid por Despeñaperros), logra apoderarse de Montoro, El Carpio, Adamuz, Pedro Abad, Villa del Río y Lopera. Es la llamada «campaña de la aceituna» porque coincide con las fechas en las que se recogen las olivas. Lopera cae en manos de los sublevados el día de Nochebuena. Fusilan a los jornaleros. Ese año las olivas se pudrirán sobre los árboles.


La República tiene casi todas sus tropas comprometidas en la defensa de Madrid, pero el Estado Mayor de Miaja recuerda que se están acuartelando en Pozo Rubio, Albacete, las primeras remesas de voluntarios internacionales. Los recién llegados, hombres y mujeres de todo el mundo, eran la avanzadilla de los más de treinta y cinco mil jóvenes románticos, alegres, osados, pacifistas y vitales, que querían protagonizar la gesta de la lucha contra el fascismo. Era gente dispuesta a todo, con corazón, con una disciplina de la que carecían las milicias españolas, unos idealistas y unos valientes que nunca habían empuñado un arma. Reunían todos los atributos para convertirse en fuerzas de choque y en carne de cañón. 


Los primeros voluntarios llegaron a Albacete en octubre de 1936 y formaron la XI Brigada Internacional, cuyos dos mil miembros procedían en su mayoría de Europa oriental; luego se constituiría la XII Brigada, integrada por alemanes, italianos y franco-belgas. Dos semanas más tarde ya estaban combatiendo contra moros y legionarios en el frente de Madrid. En pocos días se habían convertido en tropas de asalto disciplinadas y admiradas por los republicanos. Un modelo a seguir. 


En noviembre se constituye la XIV Brigada, formada por soldados de habla inglesa. Sin apenas instrucción, se les mete en vagones de tercera y son enviados al frente andaluz con la misión de recuperar las posiciones recién conquistadas por los sublevados. Los brigadistas de aquella hornada eran soldados bisoños y sus mandos tan incompetentes que algunos ni siquiera sabían leer los mapas. El 121º Batallón, formado por británicos, es el que resultará peor parado. Llega al frente el 26 de diciembre y recibe la orden de recuperar Lopera. Será la fuerza de choque que se enfrentará a los tercios de la columna Redondo, compuesta fundamentalmente por una brigada de choque del requeté andaluz y por fuerzas regulares de las guarniciones de Cádiz y Sevilla. 


La víspera de los Santos Inocentes, los brigadistas británicos amanecen entumecidos en las trincheras desde las que se avistan los meandros del Guadalquivir. Cuando apenas levanta la alborada sobre el mar de olivos, los británicos creen que están soñando. Desde las líneas enemigas les llega una música familiar: son los tamboriles y gaitas del Tercio Virgen del Rocío de Huelva que acompañaban el avance de las tropas, como si se trataran de las cornamusas de los Royal Highlanders escoceses. Es el anuncio de inicio de la batalla de Lopera, que durará desde ese momento hasta la medianoche del día siguiente y será la más dura de todo el frente andaluz.


La Primera Compañía, formada por ciento cuarenta y cinco brigadistas ingleses e irlandeses, inicia el asalto del cerro del Calvario, desde el que se dominan los arrabales de Lopera. A pecho descubierto, los jóvenes trabajadores y estudiantes de Dublín, Londres y Lancashire llegan hasta las primeras trincheras, donde son obligados a retroceder por la tempestad de metralla y plomo que cae sobre ellos. Para consolidar sus precarias posiciones, excavan margas y arcillas para improvisar refugios en los que guarecerse a flor de tierra entre las gruesas raíces y los retorcidos troncos de los olivos; resisten durante horas, sin ceder ni un palmo. Durante toda la batalla, los nacionales, ventajosamente emplazados, mantienen a los internacionales bajo fuego cruzado de ametralladoras, artillería y morteros. Aviones llegados desde Sevilla lanzan sobre ellos bombas fragmentarias. Los voluntarios avanzan, retroceden, vuelven al ataque, se arrastran sobre el dorso pelado de las colinas hasta cerca de las posiciones fascistas. En los repetidos ataques y contraataques, las compañías se desorganizan, se dispersan, se mezclan unas con otras y pierden el enlace con sus respectivos capitanes. Muchos caen bajo el fuego de la propia artillería. Al caer la noche, rotas las líneas de abastecimiento, los voluntarios supervivientes se encuentran sin municiones y sin fuerzas por haber corrido tanto y por no haber comido durante todo el día.


Diciembre, 28. Fin de la batalla. Lopera no se ha tomado pero el avance nacional en el frente andaluz se ha detenido. La Primera Compañía ha resultado aniquilada. Entre los brigadistas muertos figuran dos intelectuales británicos procedentes de las universidades de Oxford y Cambridge, el poeta Ralph Fox, de treinta y seis años, abatido el día 27, y su colega y amigo, el poeta John Cornford, de veintiún años, biznieto de Charles Darwin, que cae al día siguiente. Antes de morir, Cornford –del que José Ángel Valente dijo que en él se conjugaban «la fe y el verso en un solo acto»- le había escrito a Margot Heinemann, su novia, unos versos estremecedores: 


Y si la suerte acaba con mi vida
dentro de una fosa mal cavada, 
John Cornford
acuérdate de toda nuestra dicha; 
no olvides que yo te amaba.

Los cuerpos nunca se encontraron. Seguramente terminaron en una fosa común. En el jardín del Pilar Viejo de Lopera hay una sencilla columna de austero cemento con una placa que dice: «Jardín de los Poetas Ingleses». Al verla, uno no puede dejar de preguntarse por qué centenares de obreros metalúrgicos, de estibadores y de campesinos, de activistas negros norteamericanos, pero también de intelectuales cómo Malraux, Orwell, Koestler, Fox y Cornford, dejaban sus hogares y venían a pelear en suelo español. 


En el caso de los poetas ingleses, el recuerdo lleva hasta lord Byron, aquel aristócrata romántico que murió luchando por la independencia de Grecia. Un contemporáneo de Fox y Cornford, Pollit, lo había advertido: «La mejor manera de ayudar a la causa comunista es ir y dejar que te maten: necesitamos un Byron en el movimiento».