Cuando el escritor catalán Josep Pla llegó a Nueva York en agosto de 1954 y contempló arrobado la ciudad iluminada durante la noche, preguntó socarrón: «Y esto, ¿quién lo paga?». Pla, que dejó las impresiones de su viaje en un libro poco conocido, Weekend (d’estiu) a Nova York (Selecta, 1955), planteó una interrogante que ahora, once lustros después, cobra pleno sentido. Una pregunta que debería de estar en el catecismo ideológico de todo partido político que aspire a gobernar.
Los argumentos económicos no bastan para entender las causas profundas del desastre que estamos viviendo. No solo ha habido "fallos de la regulación financiera” y "errores" de política, como dicen los economistas. Vivimos inmersos en una quiebra moral del nuevo capitalismo que emerge de las políticas neoliberales surgidas en los 80. Su manifestación más palpable ha sido el profundo arraigamiento en España de la cultura del endeudamiento y el gasto, actitud que hubiera continuado sin control si las circunstancias económicas desde hace tres años no fueran tan adversas.
En cada una de las tres administraciones públicas españolas el endeudamiento se adoptó como doctrina porque permitía lucirse con proyectos megalómanos (que halagaban un insano chauvinismo localista) y políticas públicas faltas de lógica y sin otra rentabilidad que la electoral, única que permite perpetuarse en el poder para seguir inventando proyectos ruinosos en una absurda espiral que pocos políticos profesionales quieren abandonar una vez inmersos en ella. Amparándose en el “bien común”, en la calidad de vida de los ciudadanos o en una hipotética creación de empleo y riqueza, y siempre escudados en la Administración que dirigen y que nunca les exigirá responsabilidades judiciales por su mala gestión, un sinfín de representantes públicos jaleados por un público adepto que quería ser más que el vecino, se embarcó en gastos que han hecho del presupuesto anual un yermo en el que toda deuda tiene asiento.
El empresario arriesga su dinero a sabiendas de que puede que jamás lo recupere si su aventura resulta ruinosa, algo que, por lo demás, sucede en el 80% de las iniciativas empresariales. En la esfera política la situación es bien distinta porque se dispara con pólvora del rey. Cuando las inversiones ruinosas se ejecutan desde la arrogancia y la autorización mal entendida que ofrecen las urnas, las circunstancias difieren totalmente. El político hace y ejecuta presupuestos basándose en un plan de gobierno que, en teoría, debería conocer el votante. También sería lógico que el ciudadano conociera las inversiones y las políticas públicas más costosas para que, una vez informado, votase en consecuencia. Pero la democracia representativa es imperfecta y esas premisas nunca se cumplen en la realidad. Lo que el elector hace es firmar un cheque en blanco a un desconocido que, en muchas ocasiones, camina insensatamente hacia el precipicio en el que acaba por despeñar a todos.
El administrador público, puesto de poder al que legítimamente y por definición aspira todo político, jamás responde de su mala gestión. Abordar inversiones absurdas como aeropuertos sin aviones, terras míticas o trenes sin viajeros; ejecutar alegremente gastos corrientes en acontecimientos supuestamente rentables, en fuegos artificiales, toros, fastos y otras cuchipandas similares que lastran por décadas el futuro de las instituciones no tiene consecuencia alguna en la actividad de quien un buen día decidió hipotecar el futuro de los ciudadanos a los que representaba. Es más, con la aquiescencia y aplauso de la mayoría, esa clase de políticos sigue ahí medrando, ocupando cargos de máxima responsabilidad, sin consecuencias negativas de ningún tipo. Solo me iré, proclaman arrogantemente, si me echan las urnas, como demócratas convencidos que son.
Lo que ahora se reclama es una más clara y austera utilización de los recursos y un cambio radical en la forma de gobernar. Pero ese cambio nunca vendrá si se pretende ejecutar desde este mismo modelo económico y social, con los mismos actores representando el papel de responsables políticos y con una sociedad desinformada en todo lo que no sea la Liga de Fútbol Profesional, el famoseo televisivo o el seguimiento embobado de “acontecimientos de impacto global y trascendencia universal” como el galladorniano cebo de las olimpiadas o la reciente visita papal que ha venido a recordarnos lo que decía Séneca: «La religión es algo verdadero para pobres, falso para sabios, y útil para dirigentes». Si Marx reescribiese ahora su Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, es más que probable que el fútbol y la telebasura compañaran a la religión en eso de ser el opio del pueblo.
Nos guste o no, los ciudadanos somos corresponsables de lo que nos está pasando. Uno de los mayores dislates que pulula por doquier como una verdad universal e incontestable es que «los políticos no nos representan». Claro que lo hacen, y nos representan tal y como somos. Cuestión bien diferente es que queramos y debamos cambiar la forma en que lo hacen. Echemos la vista atrás. El país había experimentado un gran cambio positivo y todos nos hicimos ilusiones de una evolución aún mayor y mejor; éramos ricos, aspirábamos a entrar en el G-7 o en algunas de sus derivadas. ¿No nos representaban los políticos cuando todo iba a pedir de boca? Cuando el país vivía la época de los grandes acontecimientos, del despliegue obsceno del lujo y de la ausencia de una administración rigurosa y austera, del palmeo entusiasmado y obligatorio al que si objetabas mínimamente te convertía en un carca o en un gafe, convertidos todos en costaleros entusiastas de una fiesta de derroche con nuestros miles de adosados, nuestros coches alemanes, nuestros calatravas, nuestra muchimillonaria liga de las estrellas, nuestras cajas mágicas y nuestras disparatadas televisiones autonómicas, que son espejos del narcisismo pueblerino en que se ha metamorfoseado el Estado de las Autonomías; cuando se reclamaban con manifestaciones multitudinarias aeropuertos en cada provincia, trenes bala a Barajas y que el AVE llegara a la puerta de cada pueblo, ¿no nos representaban estos mismos políticos?
En aquel cercano pasado de ilusoria Jauja, cuando la histeria nacional por tener una vivienda propia y la alegría con que los bancos concedían hipotecas a discreción dibujó un panorama basado en la actitud de los nuevos ricos; cuando vivir en una casa de alquiler parecía una locura porque equivalía a tirar el dinero y cualquier banco te hacía un préstamo para adquirirla; cuando pensábamos que la felicidad era acumular y eludir responsabilidades y preguntas del tipo: ¿cómo un país mediocre podía permitirse tantas alegrías y tantos lujos innecesarios?; cuando practicábamos la estrategia del avestruz mientras el armario estuviese lleno, aunque fuese de artefactos inútiles; cuando se consideraba normal vivir por encima de las propias posibilidades y solicitar créditos no para lo esencial ni para lo excepcional, sino para cualquier capricho, para celebrar por todo lo alto el cumpleaños del niño o la comunión de la niña como si fuera un casorio, para comprarse un todoterreno gigantesco o para irse de vacaciones a destinos exóticos, ¿no nos representaban los mismos políticos?
La mitad de los desempleados españoles son jóvenes. Casi un millón de ellos carece de formación básica porque no ha aprobado ni la ESO. Cuando esos jóvenes abandonaban los institutos en tropel para ganar un salario en la construcción; cuando el ideal de la juventud era el "nuevo héroe" del capitalismo, un personaje engominado y amoral, desacomplejado dentro de su traje de Armani, libre de cualquier tipo de ética, que lo quería todo y de inmediato, que despreciaba valores tales como la confianza, la equidad, la justicia o la buena fe en las relaciones económicas, que estimaba como necesarias y lógicas la desigualdad, el fraude, el expolio o la corrupción, que buscaba maximizar el valor de la acción y su rentabilidad inmediata mediante la especulación, que se cobijaba en el paraguas del "riesgo moral", porque sabía que las consecuencias negativas de sus acciones no las pagaría él sino la sociedad que vendría a rescatarlo, ¿no nos representaba entonces la misma clase política a la que ahora, con esa puerilidad que todo lo inunda, pedimos que ponga remedio a nuestros frustrados sueños personales?
Ahora que el Sol nos dice que llegó el final de la verbena; ahora que la realidad apagó las luces de nuestros fantasiosos rascacielos; ahora que cae la noche y se van nuestras miserias a dormir; ahora, cuando vamos bajando la calle con la resaca a cuestas porque se acabó la fiesta; ahora que la crisis económica, al ponernos delante del espejo, nos ha enseñado lo indefensos que estamos, debemos ser conscientes de que nuestra responsabilidad forma también parte del relato y de que no podemos seguir a la espera de un milagro o de la redención ajena. No, la respuesta no está en el viento: está dentro de cada uno de nuestros comportamientos y actitudes, dentro de cada uno de nosotros.