Para el millón y medio de fieles musulmanes que viven en España, el mes de ramadán, que este año coincide con el de agosto, está siendo particularmente duro porque a los calores estivales se une el que los musulmanes tienen prohibido comer, beber y mantener relaciones sexuales desde el alba hasta el anochecer (considerando que, como es sabido, sudar refresca, el efecto de la temperatura sobre este último proceso fisiológico, plantea serias dudas). Tal y como sucede con los cambios de fechas que afectan a las festividades religiosas cristianas, las del Islam dependen también de los movimientos del Sol y la Luna.
Para los musulmanes este es año 1432 de su calendario religioso, porque para ellos todo comienza con la Hégira, que conmemora el viaje de Abu l-Qasim Muhammad ibn ‘Abd Allāh al-Hashimi al-Qurashi (vulgo Mahoma) desde La Meca a Medina y no al revés, como habitualmente se piensa. Ante las dudas de cuándo tuvo lugar exactamente tan trascendental evento, el califa Umar decidió que el viaje de marras había ocurrido el año equivalente al 622 de nuestra Era (Umar, claro está, no tenía ni idea del calendario Gregoriano, que fue inventado casi mil años después, en 1532, pero permítanme la licencia porque me viene al pelo para situarme yo y para intentar situar cronológicamente hablando a mis improbables lectores). Desde la decisión califal, los musulmanes toman el primer día del año lunar en el que se produjo la Hégira como el primero de la era musulmana. En consecuencia, el 622 de la Era Cristiana se convirtió en el primer año del almanaque musulmán.
La Luna ostenta dos récords: es el satélite más grande del Sistema Solar en relación al tamaño de su planeta (mis excusas a Caronte), y es el único cuerpo celeste en el que el hombre ha realizado un descenso tripulado (Considerando los recortes presupuestarios decretados por Obama y que los rusos están ocupados en otras cosas, es previsible que el segundo récord permanezca mucho tiempo). La Luna tarda el mismo tiempo en dar una vuelta sobre sí misma que en torno a la Tierra, por lo que presenta siempre la misma cara (lo que inspiró, como es sabido, a Pink Floyd), es decir 27 días, 7 horas y 43 minutos, por lo que los años lunares resultan ser aproximadamente de 354 días y pico (el pico de horas, minutos y segundos pueden buscarlo en Wikipedia) y no los 365 que corresponden al año solar. El año lunar es, pues, 11 días más corto que en el calendario solar, por lo que las fechas del calendario musulmán no coinciden, obviamente, con las fechas del calendario gregoriano.
El mes de ramadán es el noveno mes del calendario musulmán, que presenta la caprichosa peculiaridad que los meses comienzan cuando es visible el primer cuarto creciente después de la luna nueva, es decir, un par de días después de ésta. Determinar con exactitud cuándo se considera visible el citado cuarto es una cuestión transcendental de cara al cumplimiento de las obligaciones religiosas asociadas a este mes. Teniendo en cuenta que el primer telescopio no se inventó hasta que se le ocurrió al gerundense Juan Rogel en 1590 (no caigan en la trampa de adjudicárselo a Galileo, a quien se le apunta todo), el califa Umar y sus asesores no se anduvieron por las ramas: el mes comenzaría cuando el susodicho cuarto creciente fuera visible a simple vista. Ahí es nada. A más de dejar a ciegos y miopes fuera de juego, resulta que el ramadán no empieza nunca en el mismo momento en dos lugares diferentes ni para dos observadores diferentes. A Umar y su cofradía astronómica ni se les pasaba por la cabeza eso de los dos hemisferios, con sus antípodas, sus pingüinos y otras lindezas. Claro que Umar se ajustó a la profecía de Mahoma: «Ayunad a su visión y romped a su visión y si se os oculta [la Luna por causa atmosférica, esto lo digo yo] concluid el mes de ramadán contando treinta días. Igualmente al comienzo del mes de ramadán se contarán treinta días de sha'ban si no es visible el nacimiento de la Luna». Más claro, agua.
Como siempre hay fieles hipercríticos (y un tanto impíos, según imanes, mulás y compañeros mártires) que cuestionan los fundamentos religiosos por preclaros que estos sean y se dedican, como si no hubiera otra cosa que hacer, a hurgar en asuntos que mejor seguirían estando quedos como han estado mil años, un astrónomo musulmán a rajatabla ha salido al quite y ofrece datos precisos acerca de cuándo fijar con exactitud el comienzo del Ramadán. Muy oportunamente, el número 333 de la muy prestigiosa y sesuda revista científica Science se ha ocupado del tema en su ecléctico apartado “Ciencia y religión” en el que, con poco éxito, intenta mezclar agua con aceite y churras con merinas. En ese último número de las semanas horras Science nos ofrecía un extracto de una entrevista con el astrónomo de origen argelino Guessoum Nidhal, un musulmán sunita, quien califica la fijación del comienzo del ramadán como una datación «caótica y una vergüenza» para el Islam (tal calificación es suya, no mía; las reclamaciones al maestro armero). Muy acertadamente, el doctor Nidhal, profesor en la Universidad Americana de Sharjah en los Emiratos Árabes Unidos, comienza su meritísima disertación diciendo que el mundo es muy grande y la vista de los mortales variable (opinión apoyada unánimemente por ópticos y oftalmólogos, que de no ser así no venderían una escoba), factores ambos que hacen que las autoridades islámicas locales fijen el comienzo del ayuno cada una a su bola.
Nidhal, vicepresidente de una organización internacional conocida como Proyecto de Observación de la Media Luna Islámico (ICOP), cuyos socios caben sobradamente en un Fiat 500, y uno de los más prominentes defensores de un enfoque científico para la cuestión religiosa (eso de mezclar aceite y agua parece ser lo suyo), manifiesta que hay que poner fin a tamaña confusión porque le preocupa «saber si puede mantener una reunión el 30 de agosto», y porque «quiere poner al Islam en la vanguardia de la ciencia», para «poder integrar la ciencia en la vida social y cultural musulmana». Convencido de que la ciencia puede ayudar a resolver problemas prácticos en la fe musulmana, el astrónomo insiste en explicar urbi et orbe cómo las técnicas astronómicas pueden ayudar a determinar los tiempos de oración en países alejados del ecuador o establecer la dirección de La Meca, cuestión esta última fundamental, porque según la última encuesta del CIS los musulmanes que viven en Lavapiés tienden a rezar mirando a El Corte Inglés. Como no podía ser menos, sus intentos de aplicar la ciencia a los rituales islámicos le ha ganado el respeto de los cuatro gatos del Fiat 500, pero ha agitado a los fundamentalistas religiosos, los cuales, de momento, y afortunadamente para él, se limitan a ponerlo a parir por escrito.
Nidhal se dedica desde hace años en exclusiva, con gran entusiasmo de mulás y talibanes, a diseñar programas informáticos capaces de predecir, esté donde esté el atribulado fiel, el momento exacto en que la llamada “Media Luna Roja” se hace visible. Con esos modelos, el iluso Guessoum quiere proponer sendos calendarios islámicos, uno universal, en el que el inicio de cada mes esté vinculado a un determinado día en el calendario gregoriano internacional, y otro bizonal para el cálculo por separado en varios continentes. El iluso (¿debería decir lunático?) Nidhal espera que los clérigos empiecen por probar homeopáticamente el calendario bizonal para luego comulgar con las ruedas de molino de la versión universal. Tarea difícil, se me antoja, porque a lo largo de la historia del Islam otros muchos científicos incautos han propuesto otras soluciones racionales, pero los jerarcas eclesiásticos musulmanes, siempre con sus tiquismiquis, se han mantenido atados a sus seculares observaciones a ojo de buen cubero.
Nidhal se autodefine como un racionalista y un pragmático, pero, en su vano intento de conjugar las creencias con la mera razón, pasa por alto que, a lo largo de la evolución humana, el córtex cerebral, donde radica la inteligencia, se sobrepuso a los bulbos límbicos, que gobiernan nuestras emociones. Desde ese momento la ciencia y las creencias han seguido caminos dispares, cada vez más discordantes que ni Nidhal ni nadie puede lograr hacer confluir por más empeño que pongan. En resumen, que Nidhal ha optado por los que dijo san Juan: «la verdad libera», y no por lo que recomendaba san Francisco de Quevedo: «Esas cosas, aunque sean verdad, no se han decir»). Con los tiempos que corren y tal y como se las gastan algunos, más le valiera optar por san Quevedo.