La indignación y las protestas que han sacudido a España ponen de manifiesto que las revoluciones tecnológicas y las nuevas herramientas de la información y la comunicación han puesto en pie a miles de ciudadanos en movilizaciones que no son, en modo alguno, antipolíticas: son genuina y rabiosamente políticas. La ola de movilizaciones que arrancó el pasado 15 de mayo, conocida en la opinión pública como el “movimiento de los indignados” (MI) plantea toda una serie de cuestiones sobre su naturaleza, protagonistas, modos de acción y momentos de actuación en las que merece la pena detenerse para intentar acercarse a una cabal comprensión de un fenómeno multifacético y, en mi opinión, esencialmente saludable, que está agitando la vida política y social española que, hasta la aparición del MI, estaba adormecida por una profunda crisis económica y por un sistema de partidos bipolar incapaz de cumplir con una de las promesas de la democracia: la de ser capaz de transmitir las inquietudes y demandas de la ciudadanía a través de los canales de representación pertinentes.
La escala de la movilización del MI y su carácter sostenido y fundamentalmente pacífico dan a entender que las movilizaciones responden a unas inquietudes que subyacen en amplios sectores de la ciudadanía, tal y como se desprende de estudios demoscópicos que han ido apareciendo en diferentes medios. El MI representa una forma de movilización popular «desde abajo» que, rebelándose frente a las formas rutinarias de practicar la política en las democracias liberales avanzadas que tienen a los partidos políticos como protagonistas estelares, se autoorganiza intentando dinamizar un proceso de cambio social a partir de la crítica al funcionamiento defectuoso de aspectos fundamentales del sistema social: la política y la economía. La crítica se sostiene en unos ideales universalistas y que aspiran a conseguir bienes públicos, entendiendo como tales los que apuntan al bienestar de todo el mundo sin distinciones de clase, etnia, origen, género o edad.
La profunda crisis económica y su gestión por los partidos políticos que monopolizan los resortes institucionales del país, es decir, PSOE y PP, han sido objeto de una desafección general manifestada en todas las encuestas que subrayan la desconfianza hacia los políticos (que no hacia la política democrática, cuya necesidad nadie cuestiona; de hecho no se pide más democracia, sino mejor democracia) que ha cristalizado en el MI. En el primer plano de la movilización figura la crítica al sistema político vigente que, según el MI, ha defraudado el ideal asambleario y, por consiguiente, un tanto utópico en las sociedades contemporáneas, según la cual la democracia es el sistema de organización de la comunidad política que pone al alcance de todo el mundo la capacidad de intervenir en el proceso deliberativo y decisorio de aquellas cuestiones que afectan de forma sustantiva al conjunto social.
Si la soberanía reside en la nación —dicen las voces críticas—la aplicación del principio democrático exige la mejora de los canales de comunicación entre la política (entiéndase el establishment político) y la ciudadanía. Cuando tal cosa no sucede (lo que no es caso único en la democracia española sino un mal extendido en todas las democracias liberales al uso), y unas elites toman decisiones que afectan al conjunto de la sociedad sin contar con la ciudadanía, y peor todavía, a sus espaldas, lo que se plantea es una crisis sistémica de legitimación, cuyo síntoma más acusado es una desafección creciente de los ciudadanos ante el sistema político y sus agentes principales, los partidos políticos.
Aunque las movilizaciones se hayan incorporado elementos antisistema –de la misma forma que el célebre cojo Manteca se incorporó a los movimientos estudiantiles sin cursar estudio alguno- en absoluto el MI puede ser catalogado genéricamente como antisistema. Todo lo contrario, en el MI destaca su deseo de radicalizar intensivamente el principio democrático y de mejorar los canales de participación en aquellos temas de calado recogidos en la panoplia de intervenciones estatales de las democracias liberales. Se trata, no de derribar el sistema, sino de “engrasar” la maquinaria de una democracia esclerotizada que condena a los ciudadanos al “dontrancredismo”, a la categoría de simples espectadores, en los periodos comprendidos entre elecciones. Para el MI, una democracia merecedora de tal nombre lleva indisociablemente ligada un conjunto de prácticas: la participación en la deliberación pública, la exigencia de publicidad y transparencia en los procedimientos y el ejercicio colectivo de controles sobre las autoridades, esto es, la exigencia de que quien ejerza un poder político rinda cuentas a la ciudadanía.
El MI demuestra que los ciudadanos se forman un juicio con sus propios medios y con su propio esfuerzo. Saben que la estrategia de la austeridad a todo coste es equivocada y no puede funcionar. Saben que a los griegos se les están imponiendo sacrificios inasumibles en plazos imposibles. Saben que la cervantina dieta a lo Pedro Recio y el menú a lo dómine Cabra que se les está imponiendo no pueden funcionar, puesto que impiden el crecimiento y el empleo. Los ciudadanos saben que no es aceptable, ni cierto, el trágala del discurso lapidario de que «no hay alternativa» a los ajustes de impuestos, lo que equivale a decir que ya no hay espacio para la política como deliberación entre alternativas.
Los ciudadanos, voz en grito en la calle, dicen que están hartos de un statu quo manifiestamente mejorable y reclaman que la política cuente, que se hable de política(s) en el marco de esta crisis: reformas institucionales y constitucionales, reducción del aparato político burocratizado, mejoras democráticas, reformas electorales, refuerzos de los controles y las responsabilidades como parte de la solución a la debacle socioeconómica. Quienes no tuvieron la oportunidad de participar en la transición democrática reclaman ahora la oportunidad histórica de contribuir a desbloquear el hastío que recorre España. No es solo la crisis y el paro, es, sobre todo y más que nunca, la hora de las reformas políticas.
Junto al sistema político, el económico es el otro objetivo predilecto del MI. Las instancias políticas han perdido la batalla en el control de los «mercados», esas instancias económicas un tanto etéreas que se sustraen al control democrático. Unos mercados desregulados y desbocados que marcan políticas monetarias y fiscales a los Estados, y cuyas irresponsabilidades son sufragadas por el Estado («socialismo para los ricos»), mientras que la gente común y corriente es arrojada al darwinismo social más descarnado («capitalismo para los pobres»), como subrayan los eslóganes coreados en las plazas españolas. La crítica se dirige a la esfera económica, o si lo prefieren en términos sociológicos, al “subsistema económico”, cuya creciente desregulación relativa aprobada o consentida por el subsistema político, que ha conseguido ensanchar las diferencias sociales entre ricos y pobres obviando el ideal de colaboración social de repartir la riqueza.
La demanda de una democracia más atenta a la ciudadanía y la exigencia de una mayor justicia social son los motores principales que están cebando al MI, el frontispicio de la protesta, el leitmotiv del movimiento y el trasfondo de todos sus eslóganes. La crisis económica ha hecho aflorar las disfunciones del sistema político, traducido todo ello en un sentimiento generalizado de indignación. Dentro de ese marco general animado por la psicología de cada cual en la que priman sentimientos tan dispares como el miedo, la rabia, la desesperación o la impotencia, cada uno aporta lo que más siente o le preocupa que, fundamentalmente, son los impulsos que alientan a los tres grandes movimientos contemporáneos: ecologista, feminista y pacifista.
Mediante la política de calle quienes están ocupando las plazas aspiran a revertir el sentimiento negativo del conjunto de la ciudadanía (probablemente más visceral que racional, aunque igualmente válido en términos políticos) en otro opuesto y positivo que, al menos, sirva para mirar al futuro con esperanza. Quieren transmitir a la opinión pública que es posible revertir el miedo en esperanza gracias al impulso ciudadano; que agitar las conciencias, sacar a la gente a la calle para que pueda intervenir en el transcurso de sus vidas e inducir al sistema político a adoptar reformas que mejoren una democracia esclerotizada y un sistema económico injusto son objetivos alcanzables. Por decirlo con otro de los eslóganes que se repiten estos días: «Si la calle no lo menea, esto no se mueve».
Y en estas llegó el verano. Ya veremos en septiembre.