domingo, 21 de agosto de 2011

Prodigiosas criaturas de la noche



Asumo que mis lectores saben más que los autores bíblicos, los cuales, en clara contradicción con los principios zoológicos más elementales, pensaban que los murciélagos eran pájaros. En el Levítico (11: 13-19) aparece una larga lista de «aves» catalogadas como «inmundas», comenzando con el águila y terminando con «la cigüeña, la garza, la abubilla y el murciélago». Como todo el mundo sabe, los murciélagos no son aves, sino mamíferos cuyos atributos biológicos responden al mismo esquema básico de todos los mamíferos, incluido el hombre. Sus alas, órganos que les convierten en los únicos mamíferos voladores, no son más que los dedos de sus manos extremadamente largos y unidos entre ellos y al antebrazo por membranas que semejan alas, aunque su anatomía sea muy distinta a las aviares. De ahí el nombre científico de quirópteros, que proviene de dos vocablos griegos, cheir, mano, y pteron, ala. Su nombre original en castellano es una metátesis histórica de “murciégalo”, de mus, muris, ratón, y caeculus, diminutivo de ciego, que subraya precisamente que actúan a la luz como si fueran ciegos (no lo son), mientras que navegan asombrosamente durante la noche.

A pesar de su siniestra reputación como chupadores de sangre, alentada por las novelas de vampiros cuya precursora fue Drácula de Bram Stoker (1897), y por la serie de películas surgidas a partir de Nosferatu de F.W. Murnau (1922), tan solo tres especies de murciélagos tropicales son hematófagas del ganado vacuno, mientras que más de mil de ellas juegan un papel fundamental en los ecosistemas como insectívoras, polinizadoras y diseminadoras. En España son el grupo más diverso de mamíferos: 34 especies de quirópteros, todas ellas insectívoras, viven en nuestro país. La especie más conocida es el minúsculo urbanita Pipistrellus pipistrellus, al que cada noche vemos revoloteando alrededor de las farolas de nuestras calles en una infatigable actividad devoradora de insectos. Son los murciélagos cazadores, esas prodigiosas criaturas de la noche, los que plantearon a la humanidad cómo se producía el misterio de volar ágilmente en la oscuridad, sortear obstáculos y detectar con precisión a sus presas. 

La navegación de los murciélagos se convirtió en uno de los intereses del biólogo italiano Lazzaro Spallanzani (1729-1799), cuya pasión por la biología lo llevó a hacerse cura de misa y olla para garantizarse la subsistencia. Spallanzani, a quien la Ciencia debe mucho, realizó una apasionante variedad de elegantes experimentos con murciélagos. Les puso en la cabeza capuchones opacos que les impedían maniobrar y capuchones delgados y transparentes con el mismo resultado. Finalmente, cegó algunos murciélagos (aquí se impuso la crueldad a la elegancia experimental) y los hizo volar entre hilos rematados con cascabeles que colgó en su laboratorio. Los murciélagos cegados sortearon los hilos sin ningún problema. Hizo lo mismo con murciélagos a los que había privado del oído pero no de la vista y su laboratorio se llenó de cascabeleos: los murciélagos volaban como si estuviesen ciegos, lo que le sugirió que el oído era el sentido que utilizaban para “ver” en la oscuridad. Deslumbrado por su hallazgo, Spallanzani escribió a la Sociedad de Historia Natural de Ginebra comunicando sus descubrimientos. Hombre atento a los avances de la ciencia, el zoólogo suizo Charles Jurine imitó a Spallanzani experimentando con murciélagos a los que había tapado los oídos con cera. Con los oídos taponados, un murciélago se volvía torpe y chocaba con los objetos; en cuanto Jurine quitaba la cera, el mismo individuo volvía a ser un acróbata de la oscuridad. Spallanzani y Jurine concluyeron que el oído era el responsable de la maravillosa capacidad de orientación de los murciélagos. Sin embargo, no podían explicar cuál era el mecanismo que actuaba. Lo más cerca que estuvo Spallanzani de acertar fue pensar que el murciélago escuchaba el eco de sus aleteos. Por ahí iban los tiros, como supimos mucho después.

Pero hete aquí que ambos, el suizo y el cura italiano, toparon con la ciencia oficial. El famoso paleontólogo francés, el joven y aristocrático Georges Cuvier, por lo demás una admirable mente científica de quien se decía que era capaz de determinar el aspecto y la naturaleza de un animal a partir de un simple diente o de un trocito de mandíbula, salió pronto al quite en nombre del “sentido común” replicando con sorna: «Señores Spallanzani y Jurine, si los murciélagos pueden ver con sus oídos, acaso no oirán con sus ojos?» Para rematar la faena, Cuvier pontificó sin ninguna prueba que los murciélagos se orientaban usando el sentido del tacto. Algo sin ninguna base científica. Pero Cuvier tenía un gran prestigio e influencia: se aceptó como dogma de fe la hipótesis del tacto. Los experimentos de Spallanzani y Jurine cayeron en el olvido y la investigación sobre la orientación de los murciélagos quedó interrumpida durante siglo y medio.

En 1944, 150 años después de las infundadas críticas de Cuvier, Donald R. Griffin publicó una breve reseña (cuento 647 palabras) en el número 100 de la revista Science en el que comunicó sus descubrimientos sobre la capacidad de orientación de los murciélagos. Griffin utilizó micrófonos y sensores para demostrar que los murciélagos “ven” en la oscuridad emitiendo chillidos ultrasónicos inaudibles para el oído humano cuyo eco recuperan para conocer la forma y distancia de los objetos. Después de una serie de experimentos, consideró demostrado que la forma de ver de los murciélagos era la “ecolocalización”, un vocablo acuñado por él en esa publicación, en la que Griffin alude al sonar y al radar, tecnologías que por aquellos tiempos empezaban a utilizarse para la navegación aérea y naval. Gracias a los trabajos de Griffin, la solidez de la experimentación de Spallanzani y Jurine se había impuesto finalmente a las creencias irracionales del “sentido común” que preconizó Cuvier.

En el número de 29 de julio de 2011 de Science se han publicado dos artículos que dan a conocer los últimos resultados sobre la extraordinaria capacidad de ecolocalización de los murciélagos que les permite no sólo reconocer a sus presa en movimiento, lo que resulta fundamental para los quirópteros cazadores, sino también para localizar la forma de las hojas florales y de los pétalos de las plantas a las que polinizan durante la noche. Hasta ahora se sabía que las vistosas flores de las plantas presentan marcas florales coloreadas u olorosas que sirven de guía orientativa para sus polinizadores diurnos. Los colores resultan invisibles durante la noche y los murciélagos (salvo los frugívoros dotados de grandes hocicos que les dan aspecto de zorros voladores) carecen de olfato, así que hasta ahora resultaba misterioso cómo se orientan los murciélagos para llegar en plena oscuridad hasta las flores cuyo néctar supone para ellos su único alimento. El trabajo de unos zoólogos alemanes comandados por Ralph Simon, del Instituto de Ecología Experimental de la Universidad de Ulm, demuestra cómo los murciélagos son capaces de reconocer, mediante sus sistemas de ecolocalización, las hojas que rodean las flores de las plantas quiropolinizadas. 

Habituados a percibir con nuestros cinco sentidos, ignoramos que el mundo está repleto de señales que no percibimos. Criaturas diminutas viven en un mundo diferente gobernado por sentidos que nos resultan extraños porque exceden el alcance de nuestra limitada percepción de las sensaciones familiares. Somos extraordinariamente crédulos y predispuestos a la aceptación de nuevos poderes con los que los impostores de la paranormalidad y de la magia inducen a creer en un mundo sobrenatural. Rodeados en la naturaleza de tantas cosas fascinantes y reales que no vemos, oímos, olemos, tocamos o saboreamos, no somos conscientes de que la naturaleza es más de lo que podemos percibir, de que los poderes de percepción «parahumana» están a nuestro alrededor en las aves, las abejas o los murciélagos. 

Y, como hicieron Spallanzani o Jurine, sin necesidad de acudir a la impostura ni de pontificar desde el sentido común, podemos utilizar los instrumentos de la ciencia y la racionalidad para sentir y comprender lo que no podemos percibir directamente.