Durante más de una década el crecimiento español estuvo basado casi exclusivamente en la construcción. Promotoras y constructoras se endeudaron al máximo para edificar. Las familias, animadas por tasadores benevolentes, se entramparon para comprar casas y los bancos se endeudaron para dar préstamos a las empresas e hipotecas a las familias. Llegó la crisis financiera y nos sorprendió endeudados hasta las cejas. Lean ahora la crónica de lo que aconteció en México hace justamente 40 años, cuando se anunció al mundo que el país estaba casi arruinado. Cambien viviendas por petróleo y verán cómo se confirma aquel axioma de Friedrich Nietzsche que definía la historia universal como el «eterno retorno de lo mismo».
Tras la acostumbrada farsa electoral, en diciembre de 1976 José López Portillo tomaba posesión de la Presidencia de la República de México en sustitución de Luis Echeverría, un personaje derechista de retórica populista cuyo sexenio había quedado marcado en lo político por la matanza de estudiantes en la plaza de Tlateloco y en lo económico por la crisis de confianza que culminó en pleno proceso electoral, con la devaluación del peso, la primera desde 1954. Echeverría, rechazado por el pueblo y enfrentado a los empresarios mexicanos, dejaba una herencia envenenada.
López Portillo tenía muy poca experiencia política y no parecía tener pasión ni ambición por ella. Sus intereses eran más bien intelectuales: impartía clases en la prestigiosa Universidad Nacional (UNAM), había publicado un par de libros y le gustaba pintar. Era un deportista consumado y estaba orgulloso de su capacidad atlética para correr, pero su carrera política fue primero accidental y luego accidentada. Echeverría, su amigo de la niñez, le fue dando una serie de puestos políticos que culminaron en 1973, cuando fue nombrado Secretario (ministro) de Hacienda. Su elección para la Presidencia parecía reflejar la decisión de Echeverría de perpetuar su influencia una vez terminado su mandato.
Astutamente, López Portillo supo restaurar la confianza del sector público al pronunciar un duro discurso en su toma de posesión, en el cual anunció que no sería manipulado por Echeverría. También calmó a los acreedores extranjeros imponiendo un programa de austeridad elaborado con el FMI. En 1978, los enormes descubrimientos de petróleo empezaron a cambiar el ambiente del país, y el aumento de las inversiones gubernamentales y privadas nacionales y extranjeras alimentó un auge económico que derivaría en tasas anuales de crecimiento del 8% hasta 1981. Pero ese auge podía generar problemas.
Cuando la imponente riqueza petrolera de México empezó a adivinarse en 1977, López Portillo anunció ante la inesperada jauja que se avecinaba: «México, país de contrastes, ha estado acostumbrado a administrar carencias y crisis. Ahora, con el petróleo, tenemos que acostumbrarnos a administrar la abundancia». Por si las moscas, prometió solemnemente evitar los problemas políticos y económicos que los auges petroleros habían producido en Irán, Nigeria o Venezuela. Incluso estableció un tope de 1.500.000 barriles diarios para las exportaciones de petróleo con objeto de evitar la "indigestión financiera". No obstante, a la mitad de su sexenio, aparecieron claros indicios de que la recalentada economía se había "petrolizado" y de que México, irrevocablemente, cometería la mayoría de los errores que había jurado no repetir.
México estaba inmerso en una verdadera fiesta de préstamos y gastos, un derroche que duró casi tres años. Desde la pesca hasta la electricidad, desde los transportes hasta el turismo, no había ningún campo ajeno a una expansión financiada con préstamos. El sector privado respondió con igual entusiasmo y se embarcó en programas de expansión. Como el crédito autóctono no podía financiar las inversiones necesarias para satisfacer una demanda interna insaciable, la deuda externa del sector privado se cuadriplicó entre 1976 y 1982. Flotando entre petrodólares nuevos después del aumento del precio del petróleo de 1979, los bancos extranjeros estaban encantados de prestarles a empresas mexicanas cuya producción, ventas y dividendos estaban aumentando.
El verano de 1981 fue el comienzo del fin. En junio, una repentina baja de cuatro dólares por barril en el mercado mundial del petróleo puso de manifiesto la vulnerabilidad de la estrategia económica mexicana: ingresaría menos con sus exportaciones de petróleo, pagaría más por los intereses de su deuda y, por tanto, serían menos los petrodólares sobrantes que se reciclarían a través de los mercados financieros internacionales, dando por resultado tasas de interés incluso más altas. En ese momento, los economistas, hasta entonces costaleros de la procesión del despilfarro, explicaron lo que había pasado: la economía, exclusivamente sustentada en el petróleo, había crecido demasiado deprisa y el gobierno había ingresado mucho pero había gastado más. Como los ingresos por petróleo eran insuficientes para financiar el crecimiento, el gobierno se había dedicado a acuñar pesos a destajo para atender la demanda interna y a pedir dólares prestados para financiar el abultado déficit del sector público.
Poco después de que el gobierno de Reagan asumiera el poder en enero de 1981, sus políticas monetarias empezaron a fortalecer el dólar y a elevar las tasas de interés en todo el mundo. Como podía echar la culpa a los mercados, López Portillo tuvo una oportunidad ideal para hacer una política de ajuste: reducir el gasto público, controlar las importaciones, disminuir los empréstitos externos y, sobre todo, devaluar el peso. No lo hizo. En agosto de 1981 el país amenazaba con la bancarrota.
En lugar de reducir su tasa de crecimiento y de devaluar una moneda sobrevaluada, López Portillo optó por compensar los ingresos perdidos con la bajada del precio del barril tomando más préstamos extranjeros. No obstante, la desconfianza en cuanto a la estabilidad del peso alimentó una impresionante fuga de capitales y, en febrero de 1982, sólo unos días después de que hubiese prometido defender el peso «como un perro», López Portillo devaluó la moneda un 40%. En agosto hubo otra devaluación y se declaró la suspensión de pagos del capital de la deuda externa del país, por 80.000 millones de dólares. Aterrados de que México pudiera declarar una moratoria de todos los pagos de su deuda, Washington, el FMI y un grupo de bancos extranjeros organizaron un rescate de emergencia para que la economía mexicana pudiera mantenerse a flote.
A diferencia de la crisis que López Portillo había heredado en 1976, la situación que legaba no podía ser aliviada con un inspirado discurso inaugural. Había despertado expectativas y después las había destrozado. Había destruido la confianza que los mercados, los empresarios mexicanos y las clases medias en general tenían en la capacidad del Estado para administrar al país. Y lo más peligroso de todo, había permitido que el modelo económico debilitara al sistema político.
Desesperado por rescatar su lugar en la historia, en su último informe presidencial de septiembre del 82 decretó la nacionalización de la banca, culpándola del desastre. El Presidente, que había gozado de enorme popularidad durante los años de auge, se convirtió en blanco de una hostilidad generalizada. Era una figura derrotada; en un momento dado llegó a hablar de sí mismo como «un Presidente devaluado», que se hundió en la depresión cuando la devaluación monetaria de febrero de 1982 significó la traca final de la feria mexicana de las vanidades. Durante semanas se envolvió en la bandera del nacionalismo y, tras la nacionalización de los bancos, saboreó la aclamación de la izquierda radical. Parecía haber perdido contacto con la realidad: despreciado, e incluso odiado por muchos mexicanos, viajó por todo el país inaugurando proyectos inconclusos y recibiendo las "gracias" de multitudes subvencionadas para que consolaran al decaído Presidente. Tal fue la avalancha de ira y amargura que cayó sobre él cuando abandonó el poder que su sucesor le pidió que abandonara el país, porque su simple presencia mantenía vivo el deseo de venganza en todo el sistema.
Rompiendo la regla de que un expresidente no debía nunca criticar a su sucesor, en 1984 Luis Echeverría optó también por condenar la actuación de López Portillo. Desde su dorado exilio en Roma, este contrató un anuncio a toda página en un periódico de la ciudad de México que simplemente decía «¿Tú también, Luis?».