Del mayo del 68 no quedó más que un recuerdo colectivo, el material con el que se construye el kitsch. Hoy [1986], el término soixante-huitard designa a un nostálgico burgués rayano en la cuarentena, que todavía lamenta la pérdida de sus ideales adolescentes. Puede representar también al típico pelmazo para quien no ha vuelto a pasar nada desde entonces. Mavis Gallant, Los sucesos de mayo. París 1968.
Tal parece que el vivir para mañana ya es cosa del ayer. La crisis termina con una era centrada en la propiedad y el acopio, obsesionada por comprar pisos y acumular artilugios. ¿Estamos en el comienzo de algo o en el fin de otra cosa? En sendos artículos publicados en estas mismas páginas me he pronunciado a favor de las cuestiones de fondo que alientan la protesta de una gran parte de la población que, agobiada y descontenta, se ha echado a la calle a proclamar que están hartos y que la situación tiene que cambiar. Sobra decir que no comparto todas las propuestas y proclamas del 15-M; algunas, francamente, me parecen necias y más de una peligrosa, pero eso no significa que no comparta lo esencial o lo que a mí me parece esencial. Me agradan muchos de los que protagonizan el movimiento y me complace su rebeldía, pero también me desagradan otros, principalmente los que han hecho del sistema un “anti” por definición. A modo de decálogo, enumero algunas reflexiones a las que me parece se debe prestar alguna atención.
Uno. El 15-M corre el peligro de convertirse en un mal remedo del Club de la Comedia. Va cundiendo la idea de que en lugar de ir al fondo de las cuestiones todo se queda en la forma, en las ocurrencias graciosas y en las frases groucho-marxistas, al principio simpáticas pero que ya producen un aburrimiento invencible. Como ocurrió con los lemas del 68, ya me lo sé todo: lo de la imaginación al poder, lo de ser realistas y pedir lo imposible, los de teníamos las respuestas y nos cambiaron las preguntas, lo de los adoquines y la playa, etcétera. Amén de la algarabía de perroflautas y cantamañanas, problema añadido del tropel de guionistas aficionados es que sus ocurrencias van acompañadas de la actividad de otro tipo de artistas –los grafiteros- que las trasladan a paredes y muros, sin distinguir si se trata de las vallas de un solar o de los muros de un monumento nacional. Tomar las calles por tomarlas, embadurnar el Thyssen o el Prado, como están haciendo los grupos habituales de la sociedad alternativa, solo aporta hartazgo, hastío y desprecio.
Dos. Además de los acostumbrados infiltrados policiales, una contaminación añadida son los indignados de aluvión. El prototipo bien pudiera ser un conocido mío. Profesional de éxito, antiguo protagonista de boquilla del Mayo del 68 en el que nunca estuvo pero que vio de pasada en el NODO, los sábados del pasado mayo se colocaba una camiseta con un lema del tipo “El FMI me lo paso por ahí”, dejaba su Audi en el aparcamiento de unos grandes almacenes y se iba a departir tranquilamente en las asambleas convocadas en la Puerta del Sol. Ahí estaba, a sus cincuenta y pico años, disfrazado de exjipy barrigón con tendencia a perroflauta yupy, que ya es decir. Su acercamiento al 15-M, no podía ser más justo: algunos insensatos amenazan con recuperar los impuestos de patrimonio y sucesiones: ¿Pero no habíamos quedado en que bajar impuestos era de izquierdas? Su residencia habitual en Conde de Orgaz, su chalé en Estepona y su dúplex en Baqueira-Beret amenazados por las medidas anticrisis: ¡hasta ahí podíamos llegar! Reconfortada su indignación entre parados, jubilatas, desheredados, punkies, okupas de falansterios ajenos, socialistas utópicos y compañeros mártires, nuestro hombre recogía velas, se pasaba por el Club del Gourmet a comprar unas delicatessen (sin que faltara el Moët & Chamdon en homenaje al Mayo francés) y regresaba a casa para hurgar con su Mac en Internet y a contar sus experiencias en Facebook.
Tres. Las nuevas tecnologías nos enseñan a vivir en la levedad del presente. En Internet impera la velocidad pero también la ligereza. La nueva peste contemporánea de los diletantes, el nuevo oficio de los que no tienen oficio son los atrapados en las redes sociales. El número de incoherencias, vaguedades y sandeces que circulan por Twiter y Facebook supera todo lo imaginable. En ese mar revuelto de necedades echan sus redes los indignados de aluvión, con gran contento de la desinformada parroquia que toma las herramientas tecnológicas con la misma fe del converso que movía a Torquemada a pasar a los herejes por sus católicas barbacoas. Fe a ciegas: todo lo que se dice en la red cuela y se convierte en cansina letanía, en mantra inane e inconsistente que repiten como sevillanas los costaleros de la modernidad. Una perla: aburrido estoy de recibir mensajes en las que se dice que suprimir el Senado (una medida de calado que la Conferencia Episcopal debería apoyar firmemente habida cuenta de que su existencia fomenta el agnosticismo y el ateísmo: nadie que haya sido senador puede creer en una vida mejor), supondría un ahorro de ¡3.500 millones de euros! No estaría más, pero basta con tomarse la molestia de teclear “Presupuestos Generales Estado + Senado + España” en cualquier navegador para enterarse de que el ahorro apenas supondría un cinco por ciento de los apuntado. Y así con todo.
Cuatro. Otras perlas de Internet. Aprovechando que está de moda arrearle a sindicatos y partidos, fachas e indignados aluviales, tanto monta y monta tanto, hacen el caldo gordo a la caverna mediática y piden la supresión de las subvenciones a unos y otros. Claro que, en su incesante y aparentemente justa petición, se les ve el plumero: olvidan reclamar la misma terapia para las jugosas subvenciones que reciben la Iglesia Católica (que deja a los demás en pañales) y la patronal, que en todas estas reivindicaciones se van de rositas. Leña al mono: los palos a la burra negra de los partidos y a la burra blanca de los sindicatos.
Cinco. Algunos escépticos bienintencionados exigen que los del 15-M presenten propuestas más concretas, que elaboren un programa como el de cualquier partido a los cuatro días de nacer. Eso sería asentarse en los mismos principios que critican. Por ahora ya han conseguido apoyo social y que gran parte de la población abandone el individualismo e intuya que, unidos, pueden cambiar las cosas. Pero no son los que están en las plazas, ni los millones de personas que simpatizan con ellos desde sus casas, quienes deben hacer propuestas. No es de recibo pedirles que se organicen, prioricen sus demandas, sean razonables y elaboren propuestas legislativas. La respuesta debe venir, urgentemente, de la política formal. El reto es otra política. El riesgo, la antipolítica o la despolitización y el equivocarse de ventanilla a la hora de reclamar. Los protagonistas del movimiento no son políticos profesionales y no les corresponde a ellos legislar. Son algo más importante: son la bandera de un intenso movimiento social que se siente engañado por el sistema, que proclama que el problema no es la democracia sino su degeneración práctica: que los políticos, a los que confiaron su destino y a los que sólo ven cada cuatro años, hayan perdido su capacidad de maniobra y su autonomía frente a los mercados financieros, el enemigo sin rostro y sin piedad.
Seis. Se equivocan quienes disparan contra el pianista europeo. No es concebible intentar enfrentarse a los problemas del mundo y decir que Europa no vale. Tenemos que sumar. No necesitamos menos Europa sino más Europa, pero también otra Europa. Europa nos permite presentarnos en el mundo con fortaleza, con los principios del Estado de bienestar. De ahí que eche de menos en el 15-M un énfasis mayor en Europa, porque no puede haber más y mejor democracia sin más y mejor Europa. De hecho, todo indica que la única solución a esta crisis que ha sido el detonante del 15-M no es menos, sino más Europa, porque sólo un Gobierno europeo de verdad podría imponer reglas de verdad a unos mercados cuya falta de reglamentación ha provocado la crisis, y porque sólo un auténtico Gobierno europeo podría sacarnos del atolladero. Un solo dato: la deuda griega significa en torno al 2% del PIB europeo. Cosa de niños; para una Europa unida eso no es un problema. Para la Europa actual, que carece de una política económica común, en cambio, puede arrastrarla a la catástrofe.
Siete. Uno de los mayores dislates que, como una verdad universal e incontestable, pulula por doquier es ese de que los políticos no nos representan. Claro que lo hacen, y nos representan tal y como somos. Cuestión bien diferente es que queramos y debamos cambiar la forma en que lo hacen. Echemos la vista atrás. El país había experimentado un gran cambio positivo, y todos nos hicimos ilusiones de una metamorfosis aún mayor; éramos ricos, aspirábamos a entrar en el G-7 o en algunas de sus derivadas. ¿No nos representaban los políticos cuando todo iba a pedir de boca? Cuando el país vivía la época de los grandes acontecimientos, del despliegue obsceno del lujo y no de la administración rigurosa y austera, del entusiasmo obligatorio al que si insinuabas cualquier objeción te convertías de inmediato en un carca o en un gafe, convertidos todos en entusiasta cla de una fiesta de derroche con nuestros miles de adosados, nuestros coches alemanes, nuestros calatravas, nuestra muchimillonaria liga de las estrellas, nuestras cajas mágicas y nuestras disparatadas televisiones autonómicas; cuando se reclamaban con manifestaciones multitudinarias aeropuertos en cada provincia y que el AVE llegara a la puerta de cada pueblo, ¿no nos representaban estos mismos políticos?
En aquel nada lejano periodo de ilusoria Jauja, cuando la histeria nacional por tener una vivienda propia y la alegría con que los bancos concedían hipotecas a discreción dibujó un panorama basado en la posesión de propiedades y de artilugios y en el acopio de dinero; cuando vivir en una casa de alquiler parecía una locura porque equivalía a tirar el dinero y cualquier banco te hacía un préstamo para adquirirla; cuando pensábamos que la felicidad era acumular, eludir preguntas del tipo ¿cómo un país mediocre podía permitirse tantos lujos?, y responsabilidades, practicar la estrategia del avestruz mientras el armario estuviese lleno, aunque fuese de artefactos inútiles; cuando se consideraba normal vivir por encima de las propias posibilidades y solicitar créditos no para lo esencial ni para lo excepcional, sino para cualquier capricho, para celebrar por todo lo alto el cumpleaños del niño o la comunión de la niña como si fuera un casorio, o para irse de vacaciones a destinos exóticos, ¿no nos representaban los mismos políticos?
Cuando los jóvenes abandonaban los institutos en tropel para ganar un salario en la construcción; cuando el ideal de la juventud era el "nuevo héroe" del capitalismo, un personaje engominado y amoral, desacomplejado dentro de su traje de Armani, libre de cualquier tipo de ética, que lo quiere todo y de inmediato, que busca maximizar el valor de la acción y su rentabilidad inmediata mediante la especulación, y no a la creación de valor económico a largo plazo, que se cobijaba en el paraguas del "riesgo moral", porque sabía que las consecuencias negativas de sus acciones no las pagará él, sino la sociedad que vendrá a su rescate, ¿no nos representaba entonces la misma clase política, a la que ahora, con esa puerilidad que todo lo inunda, pedimos que ponga remedio a nuestros frustrados sueños personales?
Ocho. Cabalgando encantados en el tsunami social, los de siempre sacuden aquí y allá. Predicadora habitual de que todos los políticos son corruptos, la ultraderecha –con la Cope e Intereconomía a la cabeza, poder espiritual y económico de la mano: sin novedad en el Alcázar, como en el 36- proclama que el movimiento del 15-M es un aquelarre de perroflautas, que los indignados son unos guarros que ensucian la Puerta del Sol y unas nenazas, porque su movimiento, mecida su cuna por la oculta garra de Rubalcaba, es una mariconada que lo que debería hacer es arrasar las Cortes, aniquilar los parlamentos regionales y tomar a sangre y fuego la Moncloa, origen y fin de todos los males nacionales. Ojo, el populismo, el gilismo o su émulo italiano, el berlusconismo, manifestaciones que preceden al fascismo, están ahí, a la espera, donde siempre han estado.
Nueve. Los problemas son muy grandes, son globales, pero nunca los podemos abordar con menos democracia, sino con más democracia. Nunca los podremos abordar con menos política, sino con más política. Nunca con menos Europa sino con más Europa. Eso es lo hay que proclamar: más y mejor democracia, más y mejor política, y más Europa, pero también otra Europa más política y menos económica.
Diez. Cuando algo no le agrade del 15-M, sea benevolente. Piense que, de momento, se han hecho notar; piensen en los abocados al desahucio salvados por la campana agitada por algunos indignados; piensen en que los bancos empiezan a dar facilidades a quienes no pueden pagar su hipoteca; piensen en los mercados, en las agencias de calificación, en el entramado financiero que se ha cargado las políticas progresistas y ha dejado a la izquierda hecha unos zorros, que se está cargando el Estado de bienestar y que, cuando consiga liquidarlo, va a cargarse la democracia, y lo hará proclamando que es por nuestro bien, porque no hemos sido buenos, porque es una etapa más de la inevitable senda que nos obliga a escoger entre las reformas o la perdición.
Piensen que quienes llenan calles y plazas están consiguiendo que se sepa que seguimos estando aquí, despertando del ensueño imaginario en el que estábamos, saliendo del paraíso onírico con autocrítica y rebeldía. La primera para no creer más en que somos los mejores (esa profusión de “soy español, ol, ol, ol” en las ventanillas de los coches; tanta banderita rojigualda en las muñecas de los patriotas de salón: patriotismo, el último refugio de los idiotas y de los sinvergüenzas); para hacer en nuestro propio ámbito, en nuestra profesión y en nuestro diario quehacer lo que sabemos y debemos. En dejarnos de patrioterismos y en transformarnos, por fin, en ciudadanos justos y benéficos, como decía candorosamente la Constitución de 1812; en trabajadores de todas clases, como decía ilusoriamente la Constitución de 1931.
Rebeldía para acordar cambios en la legislación electoral, para lograr que la administración sea austera, profesional y transparente, que se prescinda de lo superfluo de las televisiones, las nacionalidades de pacotilla y los fuegos artificiales para salvar lo imprescindible (la sanidad, la educación y las pensiones) en los tiempos que vienen, para que se debata con claridad el modelo educativo y el modelo productivo que nuestro país necesita para ser justo y sostenible, para que superemos esa paletería del derroche conmemorativo de los centenarios y de los monumentos firmados por arquitectos de elite.
«Ahora parece como si la gente en general, en todos los niveles sociales, se hubiera propuesto parar, hacer una pausa y volver a partir en una dirección diferente», escribió Mavis Gallant en Los sucesos de mayo. París 1968 (Alba, 2008). La alucinación colectiva consistió entonces en creer que la vida puede cambiar, de repente y para mejor. Puede que ahora sea, por fin, así.