El próximo 19 de septiembre se producirá de nuevo el milagro. En la catedral de Nápoles, la sangre coagulada de San Gennaro repetirá la milagrosa licuefacción que sucede otras dos veces al año desde 1389. En eso de cambiar de estado, la sangre del mártir italiano triplica la capacidad de San Pantaleón cuya hemoglobina, como un reloj suizo, transmuta su estado en Madrid cada 26 de julio desde hace 400 años.
San Gennaro y San Pantaleón siguieron trayectorias tan parecidas que algunos impíos sostienen que alguien dio gato por liebre a la cristiandad desdoblando un único individuo en dos santos. Dos por uno y me ahorro inventar una biografía para cada uno, debió pensar algún fraile allá por la Edad Media, cuando se disparó el comercio de las reliquias, un excelente negocio tratado por Juan Eslava Galán en su documentado y, pese a ello, desternillante El fraude de la sábana santa y las reliquias de Cristo (Planeta, 1997).
La breve vida de San Pantaleón no es moco de pavo si creemos a sus turiferarios de Catholic.net, unos piadosos apologéticos que han inflado ad infinitum lo poco que sabemos de él: siendo generosos, apenas unas líneas en un manuscrito del siglo VI que (dicen) está en el Museo Británico aunque allí no les conste, circunstancia que no debe extrañarnos dada la animadversión, cuando no el odio, que los malévolos protestantes guardan al santoral católico. Pero hagamos acto de fe y resumamos. Pantaleón, hijo de un pagano llamado Eubula y de una madre cristiana cuyo nombre se ignora, se hizo médico siguiendo las peritísimas enseñanzas de Euphrosino, un insigne médico de la época. La simpar destreza de nuestro joven Pantaleón le llevó a la sanidad pública, en la que llegó a ser destacado componente del equipo médico habitual del tetrarca Galerio Maximiano.
Más apegado a la facción paterna que a la materna, el joven Pantaleón conoció la fe cristiana antes de dejarse llevar por el mundo pagano en el que vivía. Sucumbió ante las tentaciones que empiezan con unas minucias pero debilitan a poquitos la voluntad hasta terminar aniquilando las virtudes, lo que le llevó a la apostasía y a las puertas del infierno. Pero como Dios escribe derecho con renglones torcidos, un buen cristiano llamado Hermolaos le abrió los ojos y, exhortándole con rara habilidad dialéctica y una capacidad de convicción que para si quisieran los de la teletienda, le llevó al seno de la Iglesia verdadera que vaya usted a saber cuál era a finales del siglo II, cuando las sectas cristianas se contaban por decenas. Vuelto al redil, nuestro joven doctor dejó las aburridas orgías paganas y montó una consulta en la que atendía a sus pacientes en nombre del Señor… y por la patilla. Esto último le abrió las puertas de la fama.
De la mala fama, porque eso de que ejerciera de balde no era muy del agrado del colegio de médicos romano. Para mantener el caché profesional y conservar la clientela, sus colegas lo delataron traicioneramente a las autoridades judiciales empeñadas en cubrir los objetivos de la persecución decretada por el malvado Diocleciano. Fue arrestado junto con el didacta Hermolaos y con otros dos colegas cristianos, que algo debían haber hecho aunque sólo fuera cumplir los inescrutables designios divinos. Por razones que se nos escapan, el cruel emperador quería salvarlo, por lo que le conminó a la apostasía. Pantaleón no solo se negó sino que, para demostrar la fortaleza de su fe, procedió a curar milagrosamente a un paralítico que, con mucha chamba y no poca precisión, pasaba ad hoc por las mazmorras imperiales sin que conste por qué ni para qué. Ni con esas. Pantaleón y sus amigos fueron condenados a la decapitación.
Aunque las referencias escritas a San Pantaleón cabrían (de existir) en un papel de fumar, hete aquí que, para chincha de los historiadores laicos, la bienintencionada peña de Catholic.net al parecer posee las actas de su martirio, las cuales, como no podía ser menos, son pródigas en hechos milagrosos. A pesar de la sentencia judicial tajante (nunca mejor dicho) de decapitación, sus pérfidos verdugos no debían tener nada mejor para entretenerse e intentaron ajusticiarlo de seis maneras diferentes: con fuego, con plomo fundido, ahogándolo, torturándolo en el potro, atravesándolo a estocadas y, para rematar una faena que no surtía efectos, acabaron por arrojarlo a las fieras. Estas, probablemente procedentes de la misma ganadería que le soltaron a San Gennaro con la misma disposición (la sumisión), a su misma edad (29 primaveras), el mismo año (305 dC), en idéntica plaza (Constantinopla) y con permiso de la misma autoridad (Diocleciano), resultaron igualmente mansas y se refugiaron en tablas. A la vista del éxito, los atónitos (es de suponer) verdugos procedieron diligentemente a decapitarlo sin más trámites y sin mayor tropiezo que contemplar estupefactos (es otro suponer) cómo de la yugular del mártir surgía leche en lugar de la sangre a la que estaban acostumbrados.
En este punto quizá convendría que alguien solventara una cuestión que puede desorientar a la grey cristiana: ¿Si el sistema circulatorio pantaleonil contenía de verdad leche, cómo diantres se conservan ampollas con su sangre en Madrid, Constantinopla y Ravello, localidad italiana esta última donde, para no quedarse cortos, la ampolla es casi una bombona? Más allá de recias disputas teológicas para las que no estamos preparados quienes practicamos la fe del carbonero, la cuestión es importante porque, para pasmo de hematólogos y bioquímicos, esa sangre se descuelga en Madrid cada año con el prodigio de su licuefacción ante los miles de enfervorizados devotos que a fecha fija, como las cigüeñas por San Blas, acuden puntualmente al Real Monasterio de la Encarnación para observar arrobados tan peregrino acontecimiento.
La ampolla madrileña procede de una extracción de la frasca que se guarda en la catedral de Ravello donde, como nadie la toca, está siempre coagulada. Fue donada al monasterio junto con un trozo de hueso del santo por el virrey de Nápoles. Dotada sin duda de un calendario interior gregoriano, cada 365 días (366 los bisiestos), la sangre se licua la víspera del aniversario del martirio y «sin intervención humana» según cuentan los textos monacales. Contradiciendo por una vez aquello de que siempre supera a la ficción, la realidad es más prosaica y lo que sucede es lo mismo que en Nápoles: antes de exponerla, un oficiante toma el relicario por sus extremos y de cuando en cuando lo voltea astutamente hacia abajo para advertir cualquier movimiento en la masa oscura de la ampolla. Después de un intervalo de duración variable, se observa que la masa gradualmente se separa de los lados de la ampolla, se vuelve líquida y de un color carmesí al tiempo que aumenta su volumen. Entonces, el oficiante anuncia el cumplimiento del milagro, se canta un Te Deum y el relicario es llevado al altar mayor donde los arrobados fieles pueden venerarlo.
Salvo tener un altar mayor, nada sucede que usted no pueda repetir en su casa con menos boato. Suponga que saca un frasco de kétchup de la nevera. Tras varios intentos fallidos de extraer el fluido enfriado, lo frota entre sus manos y lo agita. Haciéndolo, logrará subir un poco la temperatura, deshacer el gel coagulado y lograr un líquido que, ahora sí, sale con la presión producida por el cambio de estado. Algo similar hacíamos con las minas de los bolis Bic en las frías escuelas de los cincuenta: echarles el aliento calentito, frotarlos fuertemente entre las palmas de las manos y, una vez calentada la tinta, comenzar a escribir el dictado.
Como nunca faltan tiquismiquis ajenos al insuperable «Creo porque es absurdo» de Tertuliano, unos descreídos incapaces de captar lo inasible que plantean escrúpulos o reparos vanos a los designios sobrenaturales desde una lógica materialista (que casualmente coincide con el sentido común), un equipo de químicos italianos de la Universidad de Pavía ha publicado en la prestigiosa revista Nature un artículo en el que demuestran que el comportamiento de la supuesta sangre (supuesta, porque los científicos sospechan que es un fluido falsificado con ciertas arcillas coloidales del Vesubio) es habitual en fluidos denominados no-newtonianos, que se comportan como sólidos cuando están en reposo y se vuelven más fluidos cuando se someten a algún tipo de agitación o vibración. Vamos, como el kétchup, la tinta de los bolis o la mayonesa sin ir más lejos.
Con menos soporte científico, pero con no poca intuición, algún jacobino descreído y tal vez cegado por la fobia antirreligiosa de la Ilustración ya había demostrado que la sangre se licua a voluntad de sus custodios. En 1799, durante la ocupación napoleónica, el milagro no se produjo cuando debía. Ante el temor de que el retraso fuera una maniobra del clero para provocar una revuelta popular, el impío general francés Championnet amenazó al oficiante con fusilarlo. La sangre del santo se licuó inmediatamente y el sacerdote salvó el pellejo. ¡Qué cosas!