domingo, 24 de julio de 2011

Si Dios te habla, padeces esquizofrenia




Si no se ocuparan de temas de tanta transcendencia, algunas páginas web resultarían hilarantes. La nueva sección Homosexualidad y Esperanza en la web de la diócesis de Alcalá es una colección de inanes lugares comunes y de disparates psicoanalíticos acerca de la homosexualidad y de su supuesta cura que suscribiría el doctor Mengele. Retirado de la actividad sexual por vocación y voto de castidad, monseñor Reig Plá, como antes hacía su predecesor el obispo Catalá con quien me tocó lidiar y a quien también le obsesionaba la sexualidad ajena, sigue la inveterada costumbre de la jerarquía católica de lapidar a todos los que cataloga como pecadores según su propio criterio, tratando de imponer a creyentes y a no creyentes una fe que se les supone y una moralidad desmentida por sus actuaciones terrenales, intentando obligar a todos a cumplir con sus preceptos y dictando leyes a su conveniencia en cuanto tienen ocasión de medrar en dictaduras con las que pactan sin pudor o desafiando a los gobiernos democráticos cuyos presupuestos vampirizan sin el menor recato. 

Autoproclamados representantes de Dios en la Tierra, mercachifles del miedo a la eternidad y entrometidos consejeros de las conciencias del prójimo, los jerarcas de todas las religiones tratan de decidir qué es moralmente aceptable y qué no. Se distraen intentando inocular su obtusa visión del mundo. Se empeñan inútilmente en convencernos de que son como Jesús, cuyo reino no era terrenal, cuando desde la curia vaticana a la Conferencia Episcopal se sientan en tronos, visten de seda, se cubren de oropeles, caminan bajo palio y moran en palacios. Entre el portal de Belén y el Ritz no tienen la menor duda a la hora de elegir. A las pruebas me remito: la Fundación Madrid Vivo, presidida por el cardenal Rouco, que prepara la visita de Benedicto XVI, se reúne en el hotel Villamagna, modesta residencia que también prefieren los Beckham para sus escapadas a Madrid. Como el papel, los impuestos que se destinan a la Iglesia Católica lo aguantan todo.

Estos profesionales de la religión, vividores del cuento del más allá, acaban de llamar a la desobediencia cívica frente al descafeinado proyecto de la llamada «ley de muerte digna», a la que se oponen como antes hicieron con la interrupción del embarazo, con las células madres, con el matrimonio homosexual y con tantas otras cosas, repitiendo la letanía de que la ética y las exigencias de la moral son prerrogativas de las que carecen aquellos que no comulgan con fe religiosa alguna. No es nada nuevo. La Iglesia Católica también se opuso al pararrayos cuando lo inventó Franklin con el peregrino argumento de «¿quién es el hombre para desviar el rayo que Dios le envía para castigarle? », como antes lo hizo contra el parto sin dolor porque Dios impuso a la mujer la penitencia del «parirás con dolor».

Pasan por alto la evidencia de que una parte sustancial de los grandes desastres morales a los que la humanidad ha asistido durante siglos se ha producido en nombre de creencias religiosas supuestamente dictadas por Dios. En lo que se refiere a las manifestaciones divinas, estoy con Thomas Szasz: «Si hablas con Dios estás rezando; si Dios te habla a ti, padeces esquizofrenia.» Resulta sorprendente admirar la facilidad con la que esos credos cohabitan felizmente con prácticas políticas y económicas que son la causa del dolor, la pobreza y el sufrimiento de millones de seres humanos, es decir, de la gran inmoralidad contemporánea que ha provocado la actual crisis. La complicidad de tantos prelados con la apoteosis del libre mercado, las dictaduras más inmundas o los nacionalismos más excluyentes, son ejemplos de lo que digo. Y sin embargo los únicos que parecen responsables, los únicos a quienes se reputa de inmorales, son los que han renunciado a guiar su vida o su conciencia civil por la interpretación de la palabra de Dios hecha por sus representantes terrenales. 

A finales de junio, la web de la Conferencia Episcopal, travestida en este caso en comerciante de la inmortalidad, llamó a la rebelión frente al citado proyecto de Ley al que comparan con «una matanza de ancianos». Pero aunque el texto de la web es el acta de lo aprobado por la purpurada tropilla comandada por Rouco, lo más interesante una vez más ha sido la aparición en rueda de prensa del portavoz episcopal Martínez Camino, a quien le deseo una muerte tan digna e indolora como la que él y sus anillados colegas pretenden hurtarnos a los demás. Confieso mi debilidad por las apariciones de este superferolítico jesuita cuya mejor virtud es su capacidad de actuar como un vermú sobre mi apetito bibliográfico. En cuanto abre la boca sobre cualquier tema, me entran enormes ganas de recuperar lecturas que refutan sus añejos y casposos argumentos. Decía Groucho Marx que la televisión era muy educativa porque cada vez que alguien la encendía se iba a otra habitación a leer un libro. Algo así nos debe ocurrir a muchos con las atipladas apariciones del obispo portavoz.

Monseñor Camino empezó por recordarnos que el proyecto «podría suponer una legalización encubierta de prácticas eutanásicas», para seguir informándonos de que el proyecto olvida que la vida humana pertenece a Dios, su propietario (sic; ¿cabe una inanidad mayor?), y que parte de una viciosa concepción «prácticamente absoluta de la autonomía personal». ¿Podría ser de otra forma si se desea ser libre? La jerarquía eclesiástica pretende seguir imponiéndonos a todos las consecuencias morales que se derivarían de hipótesis tan peregrinas como que semejante Dios, ente creado por la ficción irracional, en cuanto propietario de los humanos, ha tenido a bien prohibirnos decidir sobre nuestros últimos instantes para que podamos encontrar «el sentido oculto del dolor y la muerte». Según el abigarrado pelotón episcopal, no hay que esperar a hipotecarse de mayorcitos para adquirir una vivienda, no. Nacemos ya hipotecados a Dios y, por tanto, vivimos de prestado y deudores de un acreedor que no vacilará en enviarnos al fuego eterno de no comportarnos como Él manda y sus voceros terrenales nos recuerdan. 

Para la jerarquía católica que una persona decida sobre el momento de su muerte resulta sencillamente un crimen nefasto contra un Dios que es señor de la vida y de la muerte. El «no matarás» del catolicismo ha coincidido con el cinismo histórico de los ensotanados. Millones de personas han sido asesinadas cuando la muerte era buena para la defensa de la fe católica. Auténticas eutanasias la acompañan desde sus comienzos: las Cruzadas, la Inquisición, las guerras de religión, las persecuciones contra infieles y herejes, la quema de descreídos, las víctimas de las guerras justas o de la pena de muerte, los argentinos arrojados desde aviones al mar previa bendición de curas castrenses (cura y castrense: ¿qué me dicen de semejante oxímoron?). 

El Jesús surgido de los Evangelios proclamó la conciencia como el ámbito de la única decisión válida frente a normas impuestas desde fuera y alguien que nunca aparece como un juez que deja sufriendo a quien implora su auxilio. Justo lo contrario de lo que defienden nuestros ensoberbecidos prelados. ¿Por qué no se limitan a aconsejar a sus fieles que renuncien a acogerse a la ley en ejercicio de esa autonomía que los obispos pretenden limitar a todos pero que la ley no niega a nadie? Aunque, puesto a pedir, el legislador podría evitar el persistente error de intentar contentar a los obispos católicos, que no se conformarán nunca al menos que comulguemos con la estricta imposición universal de sus intolerantes doctrinas o que, como se hace ahora, se les compense económicamente para que sigan gastándoselo en hoteles de lujo, en guardarropía de seda y en abalorios de oro y pedrería.


Me gusta Jesús y no me gustan los obispos. Pero no me hagan caso, en realidad prefiero la ciencia a la religión. Como decía Woody Allen, si me dan a escoger entre Dios y el aire acondicionado, me quedo con el fresquito.