El epicentro de la actual crisis económica ha estado en Wall Street y en el mercado de futuros y derivados. «En este edificio la cuestión es matar o morir», dice el ensoberbecido Louis Winthorpe (Dan Ackroyd) al mendigo Billy Ray Valentine (Eddie Murphy) en la película de John Landis Entre pillos anda el juego, en el momento en que ambos se dirigen al mercado de futuros de Wall Street. Se disponen a dar el pelotazo del siglo. Vendiendo y comprando futuros en zumo de naranja concentrado, los dos protagonistas ganarán millones y llevarán a la bancarrota a sus pérfidos ex jefes. En una de las mejores secuencias de Capitalismo: una historia de amor (2010), el siempre brillante e irreverente Michael Moore planta sus cámaras donde las puso Landis, para interrogar inútilmente acerca de qué son los derivados que nos han llevado al pozo en el que nos encontramos y qué precio paga el país más poderoso del mundo por su amor al capitalismo.
Moore es un narrador de lujo; su película es puro ritmo, pura adrenalina plagada de ignominias que todos intuimos pero que pocos tenemos documentadas. Maestro en bucear en los archivos de imágenes para tejer después tramas documentales inmejorables apoyadas en bandas sonoras siempre evocadoras, Moore ha rodado una comedia negra, un espectáculo de humor y horror que, conjugando diversión y rebelión, deja al espectador absolutamente boquiabierto, un poco aturdido por el certero puñetazo a nuestro modo de vida, teatro de guiñoles controlado por unas fuerzas económicas y políticas que nunca pueden ni van a perder.
Moore narra cómo el sueño americano se desvanece peligrosamente mientras muchas familias pierden empleos, ahorros y viviendas. Nada retrata mejor la desgracia que asistir al embargo de una familia modesta hipotecada hasta las cejas tras haber sido manipulada y timada por bancos, tasadoras e inmobiliarias que acaban por embargarles hasta su esperanza. En California, uno de los estados más ricos de la Unión , cien mil familias recibieron la notificación de desahucio en el último trimestre del pasado año. En España, casi quince mil en el primer trimestre de 2011.
The Company Men, el debut en la gran pantalla de John Wells, autor de celebradas series de televisión como El ala oeste de la Casa Blanca o Urgencias, es una excelente película que consigue dar una lección magistral de narración gracias a su guión y a un gran elenco de actores (Ben Affleck, Kevin Costner y Tommy Lee Jones excelentes; insuperable como en American Beauty, como en Lone Star, y como casi siempre, Chris Cooper) que uno no se explica cómo no se ha doblado al castellano y cómo está pasando desapercibida en unas pocas salas de culto. No se la pierdan. Tanto el documental de Moore como la película de Wells relatan la crónica del desmantelamiento de la otrora poderosa industria norteamericana, la caída en picado de los sectores automovilístico, naval y aeronáutico, el despido de miles de trabajadores que habían confiado en ser protagonistas de su propio "sueño americano". Si Moore se centró en el cierre de las fábricas automovilísticas de su estado natal, Illinois, en The Company Men, el fracaso laboral tratado con toda su crudeza en una suerte de Los lunes al sol, aplicada a directivos enviados al paro, Wells pone la lente en el desmantelamiento de los astilleros de Nueva Inglaterra. Como hizo Soderbergh en The Girlfriend Experience, Wells, levanta acta de una cruda realidad para los altos ejecutivos de las grandes empresas: que a ellos la crisis económica también les salpica.
Los ingenieros que hasta las desregulaciones del sistema financiero creaban bienes y equipos, las cosas útiles y tangibles que añora Tommy Lee Jones, encarnando a Gene McClary, el despedido vicepresidente de GTX, delante de los desmantelados astilleros de Gloucester, han sido sustituidos por ingenieros financieros que no necesitan mano de obra para crear sueños de riqueza después trocados en pesadillas. Estas películas, que nacieron con la voluntad de mostrar asépticamente los mecanismos interiores que han provocado la crisis, se presentan realmente como películas de terror que te dejan anonadado cuando los títulos de crédito señalan el fin del metraje. Muchos de los cinco millones de parados españoles se reconocerán en esa sensación de indefensión que sobreviene cuando se va al paro, en la deshumanización del proceso y en el hecho de que los principales ejecutivos de las empresas ganen 400 veces más dinero que la gente a la que despiden en hombre del mercado.
Si a la hora de hacer la autopsia de la crisis usted prefiere bisturís fríos, eficaces y penetrantes, corra a ver Inside Job, una película de Charles Ferguson que ganó el Óscar al mejor documental de 2010. Durante la ceremonia de recogida, Ferguson comenzó su discurso diciendo «discúlpenme, pero debo arrancar señalando que tres años después de que estallara nuestra horrible crisis causada por el fraude financiero masivo, ni un solo ejecutivo ha sido encarcelado, y eso está mal». Como tantas veces ocurre, Inside Job hubiese pasado desapercibido si el boca a boca de los espectadores no se estuviera ocupando de mantenerlo en la cartelera multiplicando el número de salas donde se proyecta.
Siguiendo el esquema de Los últimos días de la quiebra de Lehman Brothers, un excelente reportaje de la BBC estrenado el año pasado, Inside Job sigue el rastro de las oligarquías que se eternizan en el poder y que controlan el mundo político y, a través de él, nuestras vidas, apoyados en los economistas de la universidades más selectas. El paradigma del cinismo de las elites académicas es Frederic S. Miskhin, profesor de la prestigiosa Columbia Business School, que antes del desplome económico de Islandia redactó un informe titulado Estabilidad financiera en Islandia, en el que alababa el sistema financiero de aquel país. Después del crack que ha sumido a los islandeses en las sentinas de la crisis, Miskhin cambió el título de su informe y pasó a llamarlo Inestabilidad financiera en Islandia. Y, como sucede con Miskhin, que por lo menos da la cara en el documental, Inside Job, nos revela casos extraordinarios de ese papel legitimador de los economistas que hacen buenas las tesis acerca de la “corporatocracia” que sostiene John Perkins en Manipulados (Tendencias, 2010).
Las preguntas que Perkins se plantea en su libro: ¿Queremos vivir en un mundo gobernado por unos cuantos millonarios que agotan los recursos del planeta para satisfacer sus insaciables apetitos? ¿Vamos a soportar más deudas, privatización y mercados al servicio de ladrones de guante blanco que actúan al margen de cualquier regulación? ¿Educaremos a nuestros hijos en un mundo donde menos del 5% de la población consume más del 25% de los recursos?
Las respuestas no las tiene Barak Obama, que sigue manteniendo como máximos responsables económicos de su Administración a los mismos que se perpetúan desde los tiempos de Reagan, a los ejecutivos de Goldman Sachs, Merrill Lynch y AIG, auténticos yonquis de poder, artífices de las manipulaciones que sostienen al capitalismo, pájaros de cuenta que se forran en cada desplome bancario. La respuesta no la tiene tampoco ningún otro político. La respuesta tampoco está en el viento. Nosotros tenemos la última palabra para reclamar un cambio de sistema que sirva para adueñarnos de nuestro propio destino y dignidad.