El descubrimiento fortuito durante las obras de rehabilitación de la alcalaína capilla universitaria de San Ildefonso de una caja de plomo que contenía los venerables huesos del Divino Vallés, además de poner en evidencia que las eminencias médicas también mueren, ha rescatado de mi memoria episodios similares que afectaron a otros dos personajes renacentistas: Galileo y Descartes. Como en el caso de Francisco Vallés, los mondos esqueletos aparecieron incompletos como consecuencia de los trajines de sus viajes postmortem y a la afición por las reliquias que manifiestan algunos por buena fe y otros por afán de lucro.
Francisco Vallés, médico de Felipe II y egregia figura de la medicina del Renacimiento español, fue discípulo del gran Vesalio, aquel médico genial que cayó en las garras de la Inquisición por deshacer en su Fábrica del cuerpo (1543) el mito de que los hombres, desde los tiempos de Adán, tenían una costilla menos que las mujeres, disparate urdido para sostener la machista creación de la mujer en el Génesis, de la que me ocupé en este mismo blog hace justamente un año. Vallés aprendió de tapadillo los secretos del cuerpo humano trabajando con cadáveres diseccionados, una práctica vetada por la Inquisición que no le impidió sentar cátedra en Alcalá de Henares, donde profesó durante 17 años, hasta 1572, año en que fue nombrado por Felipe II Médico de Cámara y Protomédico General de los Reinos y Señoríos de Castilla, máximo cargo al que un médico de su tiempo podía aspirar.
En Alcalá, Vallés se adelantó casi dos siglos a lo que luego sería práctica normal en las facultades de Medicina: enseñar Anatomía dictando las lecciones sobre cadáveres que diseccionaba in situ su ayudante, el bisector valenciano Pedro Gimeno evitando, eso sí, la trepanación, pues eso hubiera sido considerado un irreparable pecado mortal. El ambiente que rodeó el magisterio de Vallés ha sido recreado por Alberto García Lledó, profesor de Cardiología en el hospital universitario de Guadalajara, en su novela La lección de anatomía (Universidad de Alcalá; 2009), una especie de thriller sólidamente documentado gracias a la experiencia de García Lledó como autor de obras históricas como La Facultad de Medicina de Alcalá en el Siglo de Oro y El Hospital Militar de Alcalá de Henares.
En 1592 falleció Vallés en Burgos de tabardillo, un tifus exantemático. Fue solemnemente enterrado en la iglesia complutense por orden de su principal paciente y mentor, el rey Felipe II, que le estaba agradecido por haberlo rescatado de una muerte segura cuando el monarca agonizaba tras devorar carne de perdiz casi putrefacta, como era costumbre en la época entre quienes se preciaban de ser buenos catadores de la caza. Frente a los venerados Cánones de Avicena, que impedían aplicar un purgante a los enfermos en algunas fases lunares, y después de haber sido desahuciado el rey por los médicos palaciegos, Vallés fue llamado a consulta. Tras observar el agudo cuadro tóxico, se encerró en la cámara real con el enfermo y con el duque de Alba, no sin antes prometer irónicamente que para que la Luna no se enterase cerraría las contraventanas de la alcoba real. Hecho esto, administró al rey una purga radical que lo salvó de una muerte segura.
Tras las solemnes exequias y las misas de rigor, costeadas por Felipe II, que acompañaron al cuerpo desde Burgos hasta Alcalá, Vallés permaneció sepultado tan ricamente hasta su exhumación en 1862, cuando sus restos fueron depositados en la urna de plomo ahora encontrada. El cráneo, el fémur, la pelvis y un puñado de huesos reposan de momento en los laboratorios del Museo Arqueológico Regional de la villa complutense. Pese a su divino apodo, los huesos combaten hoy en retirada contra la usura del tiempo.
Reconocido como uno de los padres de la ciencia moderna, Galileo Galilei (1564-1642) será recordado siempre por haber sido protagonista de uno de los primeros desencuentros entre ciencia y religión. Acusado de herejía por atreverse a afirmar que la Tierra giraba alrededor del Sol, Galileo, tras ser enjuiciado por la Santa Inquisición en 1633, pasó los últimos años de su vida bajo arresto domiciliario, tiempo que aprovechó para registrar por escrito su trabajo de décadas atrás, sentando las bases, entre otras cosas, de la física moderna.
Mucho menos conocido que sus logros y aportaciones al desarrollo científico y tecnológico de la humanidad, o que su famosa frase «y sin embargo se mueve», es el hecho de que una parte de su cuerpo se exhibe en el Museo di Storia della Scienza de Florencia. Se trata del dedo medio de su mano derecha, exhibido dentro de un ovoide cristalino al que acompañan unos versos de Tomasso Perelli compuestos específicamente para la exhibición pública: Este es el dedo perteneciente a la ilustre mano que recorrió los cielos, señalando a la inmensidad del espacio y apuntando a nuevas estrellas, ofreciendo a los sentidos un maravilloso artefacto de cristales trabajados con un sabio atrevimiento para poder llegar más lejos de lo que Encelado o Tifón pudieron jamás llegar.
El dedo, junto con un diente, la quinta vértebra lumbar y otro par de dedos, fue separado de los restos de Galileo en 1737 por un admirador, Francesco Gori, cuando estos fueron trasladados desde la modesta cripta familiar al monumental mausoleo construido por Viviani en la Iglesia de la Santa Cruz. El dedo fue posteriormente adquirido por Bandini, responsable de la Biblioteca Laurentina, donde se exhibió mucho tiempo. En 1841 fue trasladado a la Tribuna di Galileo, recién inaugurada en el Museo di Fisica e Storia Naturale, antes de que pasara a ser propiedad del Museo di Storia della Scienza, donde aún puede verse. Guardado en su relicario, tal si fuera el dedo de un santo, el largo y fino dedo que un día señalara a las estrellas, está colocado apuntando a lo alto, como si quisiera mostrárnoslas de nuevo.
Cuando lo observé por primera vez y me percaté de que el dedo era el corazón, el que se usa para hacer la archiconocida “peineta” (Luis Aragonés dixit), no pude dejar de pensar que la reliquia podría muy bien tomarse como un último y póstumo gesto de desafío a quienes terminaron por aceptar su error y reconocer su genio científico. Eso sí, tuvieron que pasar 359 años, 4 meses y 9 días después de la sentencia de la Inquisición para que Juan Pablo II pidiera perdón por la injusta condena que no pudo remediar la amargura y la soledad de los últimos años de su vida, transcurridos en cárceles y encierros domiciliarios. El 31 de octubre de 1992, Karol Wojtyla proclamó la absolución del científico pisano.
René Descartes, el pensador más influyente y controvertido de su tiempo, el francés que es considerado el padre de la filosofía y de la cultura modernas, fue enterrado lejos de su hogar, en Estocolmo, un crudo día de invierno de 1650. Dieciséis años más tarde, el embajador francés exhumó secretamente sus huesos y los transportó a Francia. ¿Por qué el embajador, un católico muy devoto, se preocupó tanto por los restos de un filósofo acusado de ateísmo? ¿Por qué los huesos de Descartes siguieron un tortuoso viaje durante los siguientes 350 años? La clave de este misterio se esconde en la famosa frase de Descartes: cogito ergo sum («pienso, luego existo»), con la que Descartes iluminó el eterno debate entre fe y razón, destruyendo dos mil años de creencias adquiridas para levantar el acta de nacimiento de la modernidad.
La historia de las reliquias descartianas, que involucra a quienes usaron los huesos para sus estudios científicos, los robaron, los vendieron y los reverenciaron, pelearon por ellos y fueron pasándolos subrepticiamente de mano en mano, obsesionaron durante varios años a Russell Short, colaborador habitual de la revista de The New York Times, que ha construido con ella un interesantísimo libro, Los huesos de Descartes (Duomo, 2009), relato histórico y detectivesco sobre la creación del pensamiento moderno que nos traslada hasta el presente, al Museo de las Ciencias de París, donde ahora, en un archivador, descansan (¿para siempre?) los restos del gran filósofo.