Lo “chino” empieza a tener una presencia constante. El presidente del Gobierno, acompañado de una selecta delegación política y empresarial, viaja a China en busca de inversiones tanto en el sector industrial como para la inyección de miles de millones de euros en nuestro debilitado sistema financiero. Empresarios chinos se interesan por la privatización parcial de AENA y por la gestión de los restantes aeropuertos españoles. Los fabricantes de automóviles, como los de otros fabricantes de bienes y equipos, tienen puestos sus ojos en el gigante asiático. El sector turístico y de ocio, incluyendo el comercio de lujo, empieza a notar que no es siempre japonés todo el asiático que entra en Loewe. Los comercios regentados por chinos, cada vez más céntricos, más occidentalizados y mayores, aparecen por todas las ciudades europeas. El personal autóctono se escama y emite las teorías más peregrinas, desde los que sostienen que todo se trata de una colosal lavadora de dinero negro, hasta los que, sospechando de la equidad fiscal, apoyan la idea de que los comerciantes chinos están exentos del pago de cualquier tasa o impuesto local, autonómico o estatal.
Ni una cosa ni la otra. Como consecuencia del balance favorable de sus exportaciones (¿cuántos bienes que usted disfruta, desde el teléfono móvil a la corbata, llevan impresos el “Made in China?), los chinos se parecen al Tío Gilito de los tebeos, aquel que almacenaba los dólares en gigantescos silos. China tiene acumulado un enorme capital en forma de divisas, principalmente libras, dólares y euros, que son papel mojado en su mercado interno. Dicho de otra forma, los chinos tienen el dinero (en divisas) por castigo.
Hace casi 200 años, el economista inglés David Ricardo (1772-1823) formuló su famosa teoría de la ventaja comparativa (falazmente utilizada por algunos como ventaja competitiva, un tema de política económica muy interesante con el que prometo molestarles otro día) basándose en el ejemplo de sendas panaderías, que trataré de presentar con una versión más moderna y digerible de lo que Paul Krugman ha llamado la «difícil idea de Ricardo». El asunto de fondo es otro ejemplo de lo que los economistas llaman “ilusión monetaria”, algo que describió Machado más poéticamente con aquello de confundir “valor y precio”. Casi toda la confusión sobre transacciones internacionales surge porque el dinero enturbia la naturaleza de los intercambios subyacentes, que aunque se hagan en dinero son intercambios de bienes.
Hace muchos años que no voy a Disneylandia, pero recuerdo que en la puerta los padres compraban unos vales “los disneydólares” pagando por cada uno de ellos un dólar. A los niños les hacía mucha ilusión llevar su puñado de billetes. Dentro del recinto podían comprar cualquier cosa pagando con ellos; obviamente, fuera del recinto la pintoresca moneda no servía para nada. En el caso del comercio internacional las monedas nacionales son como vales. Los euros, como tales, sólo se pueden utilizar en la zona euro, y por tanto representan vales para productos europeos. Tener divisas es, en ese sentido, como poseer un vale de devolución de una tienda: es dinero, claro, pero sólo sirve en esa tienda. Están de moda las tarjetas o los cheques regalo para determinados centros comerciales. Recuerdo que en algunas ocasiones he estado-deambulando por los pasillos de unos grandes almacenes con un cheque regalo que en realidad no quería, intentando encontrar algo, lo que fuera, que pudiera servirme. La experiencia es muy parecida a la de estar buscando en una tienda de un aeropuerto internacional, intentando deshacerse de moneda extranjera antes de coger el avión para volver a casa. Gracias a esa experiencia conservo varios objetos inútiles.
Cuando importamos productos extranjeros lo inmediato es pensar que pagamos por ellos con dinero, igual que cuando adquirimos yogures en la tienda de la esquina. No hay tal: es importante recordar que, fuera del país en el cual ha sido emitido, el dinero no tiene valor para los extranjeros. No pueden utilizarlo para pagar el alquiler, por ejemplo, como lo podría hacer el tendero de la esquina. Sólo les sirve si pueden canjearlo por algo que quieran en este lado de la frontera (o intercambiarlo con otra persona que sí quiera canjearlo en este lado de la frontera). Cuando importamos bienes por un valor de cien millones de euros desde China, la mejor manera de pensar en la transacción es imaginarse a un grupo de chinos con sus cien millones paseando por nuestro país y pensando: «Vaya por dios, ¿hay algo aquí que yo necesite ¿guitarras españolas? ¿camisetas del Barça?», tal y como hace un cliente vagando por unos grandes almacenes con una tarjeta regalo pensando: «¿Qué demonios necesito?»
Es obvio que estoy simplificando y que mi ejemplo no es del todo realista, porque lo más seguro es que los chinos hayan planificado sus compras por adelantado, eligiendo los artículos que quieren antes de vendernos sus productos. Esta es la clave: si no hay nada a este lado de la frontera que les interese (una guitarra, una camiseta del Barça o cualquier otra cosa), entonces no aceptarán nuestro dinero como forma de pago. No podremos importar nada de ellos, porque no tendremos nada de valor que podamos usar para pagarles. No hay problema, dirán los más avispados, «si no aceptan nuestro dinero como forma de pago lo que hay que hacer es ir a los mercados de divisas, comprar yuanes y utilizarlos para pagar las importaciones». Dejando a un lado un problema elemental que ha comprobado quien antes de viajar a China había planeado cambiar euros para llevarse los yuanes ya puestos, y se topa con que ningún banco del mundo cambia euros por yuanes, tan perspicaz respuesta sólo nos devuelve al problema. ¿Qué vamos a utilizar para pagar por sus yuanes? En el caso de que pudiéramos, nuestro dinero. ¿Y por qué los chinos querrían comprar nuestro dinero? Sólo lo querrán si lo pueden canjear a este lado de la frontera por algo que deseen.
Las divisas son, por tanto, un mecanismo increíblemente importante a la hora de regular el comercio internacional. Pero el hecho fundamental es que tal comercio es el viejo sistema del trueque: las importaciones se pagan con las exportaciones. China no sólo nos da cosas; también espera que le demos cosas a cambio. Desde luego puede que no exija inmediatamente que se las devolvamos en bienes reales, no en papel moneda. Puede que los chinos decidan hacer lo que el Tío Gilito: almacenar su dinero en el país por un tiempo. Esto es lo que permite que un país presente un déficit comercial. El hecho de que las importaciones superen a las exportaciones significa únicamente que este año las importaciones superan a las exportaciones, porque los extranjeros están manteniendo más de nuestra divisa que el año pasado. Pero tal situación no puede eternizarse: finalmente, tendrán que ser compensados con las exportaciones. No son bobos. No desean nuestro dinero: quieren nuestros productos.
Pero como por ahora, la capacidad exportadora de China supera a su capacidad importadora, se ven en la obligación de hacer algo con sus divisas. Tener una importante reserva de divisas es fundamental para la estabilidad de su moneda y como defensa antes posibles movimientos especulativos desestabilizadores. Pero una vez garantizada su reserva, los chinos hacen lo que cualquiera: buscan rentabilidad a su dinero y lo hacen comprando deuda extranjera a largo plazo pero con intereses muy atractivos. Y como, por otro lado, su capacidad de producir bienes y servicios excede a su demanda interna, favorecen las inversiones en el extranjero de sus innovadores, otorgándoles, entre otras cosas, subvenciones y créditos a bajo interés para que den salida a sus productos en tiendas repartidas por todo el mundo.
¿Qué podemos concluir de todo esto? Que falsean interesadamente la realidad aquellos grupos de presión que, en nombre de la competencia internacional, están constantemente utilizando el fantasma del comercio internacional como espada de Damocles para pedir una regulación medioambiental más débil, la exención de las regulaciones de seguridad para el consumidor y un debilitamiento de los derechos de los trabajadores. El comercio internacional como tal no crea presiones competitivas. La ideología neoliberal lamentablemente sí lo hace. De modo mientras los empresarios se vean más influidos por su ideología que por la economía, siempre habrá razones para preocuparse por la globalización, simplemente porque sus presiones son una fuente de influencias negativas para políticos timoratos.