Ian McEwan, uno de los escritores británicos más reconocidos internacionalmente, forma parte de la generación de escritores británicos procedentes del boom literario de la década de 1980, junto a Martin Amis, Julian Barnes y Salman Rushdie. De todos ellos fue el que más tardó en situarse entre los autores más leídos de su país, pero hoy en día es sin duda el más popular, en buena medida gracias a Expiación, la novela de la que se vendieron más de dos millones de ejemplares y que fue llevada brillantemente al cine por Joe Wright, en 2007. Con su nueva novela, Solar, que apareció el mes pasado en las librerías españoles de la mano de Anagrama, McEwan se adentra en forma de sátira en una de las cuestiones clave de este siglo: el cambio climático.
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viernes, 27 de mayo de 2011
domingo, 15 de mayo de 2011
La delinqüència parla castellà
En la última década España ha pasado de ser un país de emigración a convertirse en receptor de flujos migratorios. En enero de 2000 había en España 923.000 personas con nacionalidad extranjera, sobre una población de 40,4 millones de habitantes. En 2010 esta cifra se había sextuplicado hasta superar los seis millones de extranjeros residentes respecto de una población de 45 millones. Así, los residentes extranjeros han pasado de ser el 2,3% a representar el 12,2% de la población total en España.
En otra entrada de este blog (23 de octubre de 2010) me ocupé de Las uvas de la ira, el conocido libro del novelista estadounidense John Steinbeck, Premio Nobel de Literatura de 1962. En los tiempos que corren, cuando algunos han caído en la cuenta de que las empresas se han beneficiado, y mucho, de la inmigración, mientras que el Estado es finalmente el que se encarga de mantener a cientos de miles de trabajadores desempleados, aquella entrada sigue teniendo pleno vigor. La relectura de Las uvas de la ira, un libro duro e ingrato pero también un espléndido documento periodístico es todo un antídoto frente a los movimientos xenofóbicos que políticos populistas agitan estos días en Cataluña mientras la caverna aplaude.
Los inmigrantes aportan mucho más de lo que cuestan al Estado, aunque existe una percepción totalmente contraria en la sociedad debido al «desajuste entre los impuestos y contribuciones sociales generados por los mismos y su distribución territorial», sintetiza el estudio Inmigración y Estado de Bienestar en España que, financiado por la Fundación la Caixa, fue presentado en la primera semana de mayo. Este estudio refleja que los extranjeros han permitido contención salarial, incorporación de la mujer al mercado laboral y cinco años sin déficit en las pensiones. Los inmigrantes aportan hasta tres veces más de lo que reciben, asegura el informe. Menos del 1% de los que se benefician de las pensiones son extranjeros y de ellos más de la mitad tiene nacionalidad europea. También acuden a las consultas de atención primaria un 7% menos que los españoles, y un 16% menos al médico especialista. El 30% de los inmigrantes en España son pobres, frente al 18% de españoles que se encuentran en esta situación. No obstante, sólo un 6,8% de las intervenciones de los servicios sociales se dirigen a la población inmigrante y la proporción del gasto sanitario que absorben equivale a poco más del 5% del total. Por el contrario, se calcula que la alta tasa de actividad de los inmigrantes contribuirá a retrasar en cinco años la entrada en déficit del sistema de pensiones, además de frenar el envejecimiento de la población.
El 50% del superávit de las finanzas públicas en los años de mayor crecimiento correspondió a impuestos y contribuciones sociales aportados por la inmigración. Sin embargo, la crisis ha castigado duramente a estos colectivos, que en la actualidad sufren tasas de desempleo superiores al 30%. Según las conclusiones del informe, el gran beneficiario es la Administración central, mientras que las locales y autónomas tienen dificultades para adaptar los servicios públicos al aumento de población inmigrante. Este es el principal motivo por el que existe una percepción contraria entre los autóctonos que explica, en parte, el rechazo creciente hacia los inmigrantes cuando vienen épocas de crisis, porque ha existido una lenta adaptación de las administraciones a la nueva demanda. Más de la mitad de los españoles percibe al inmigrante como un competidor en el acceso a prestaciones y servicios sociales. Si en un ambulatorio de barrio con alta concentración de extranjeros, por ejemplo, una persona que ha vivido allí toda su vida tiene que esperar más días para conseguir una cita, atribuye el retraso a la presencia de inmigrantes, en lugar de a las administraciones que no han proporcionado los recursos necesarios. El informe advierte que estas actitudes pueden aumentar en los próximos años, con el envejecimiento del colectivo y el incremento de las peticiones de ayudas y servicios. Este tipo de apreciaciones son alimentadas por los partidos de extrema derecha, que propagan ideas xenófobas y están ganando terreno en varios países europeos.
Este error de perspectiva está marcando en gran medida el debate político y ciudadano sobre la inmigración, planteándolo como una alternativa entre los partidarios de la solidaridad con los más desfavorecidos y los de una reacción defensiva pretendidamente más realista. Desde todas las posiciones políticas se dio por hecho que lo que empujaba a los trabajadores extranjeros a venir a España era la penosa situación de sus países de origen. Indudablemente así era, porque que nadie con posibilidades de prosperar en su propio ámbito se lanza a una aventura incierta en un país desconocido. Pero, aupados en la cresta de la ola de la economía boyante vinculada a la forma en la que se produjo el crecimiento español entre 1990 y 2008, faltó por analizar que la economía sumergida representa el 25% del PIB español. Desde la visión de un candidato a inmigrar, ello suponía que las posibilidades de encontrar empleo en España, de por si muy elevadas por la tasa de crecimiento, eran independientes de la forma en que se llegara al país. Si se hacía con papeles, era fácil acceder a un empleo legal; si se entraba de forma clandestina, el sector sumergido y el dinero negro seguían ofreciendo mejores oportunidades que las depauperadas economías de origen.
El estallido de la crisis financiera internacional en 2007, inevitablemente transmitida a la economía real, supuso un cambio de tendencia en los flujos migratorios hacia España. La construcción, hipertrofiada como consecuencia de la colosal burbuja inmobiliaria, fue el sector más castigado por la crisis. Puesto que se trataba de uno de los sectores que, junto a los servicios y a la agricultura, más trabajadores en situación irregular absorbía, su descalabro produjo un desmesurado nivel de paro entre los trabajadores extranjeros y el acelerado declive en el número de inmigrantes. Como en otros países de Europa, el debate político se trasladó a un escenario de luces y sombras que amenaza la vigencia del Estado de derecho.
Carteles ultraderechistas con la leyenda «Los españoles primero. Ni uno más», abundan por las calles españolas. En Cataluña, el Partido Popular no deja de anunciar medidas propias del populismo xenófobo. Ahora no se busca tanto exhibir la "mano dura" contra las trabajadores extranjeros en situación irregular como de idear fórmulas tan alambicadas como intolerables para privar de los derechos sociales adquiridos a los que desarrollaron su actividad legalmente.
Allá por los años sesenta del siglo pasado, con la ciudad inundada de inmigrantes andaluces, extremeños y castellanos, una pintada que campaba por las calles de Barcelona rezaba «La delinqüència parla castellà». Como ocurre ahora, cierta parte de la sociedad –todavía minoritaria, pero susceptible de aumentar si se la domestica con mensajes adecuados- ha considerado que llegar a un país te convierte automáticamente en sospechoso, sobre todo cuando se llega sin riqueza que dar y con algo que pedir, aunque solo sea mendigar por el castigo bíblico de ganar el pan con el sudor de la frente.
sábado, 7 de mayo de 2011
La fuente de la eterna juventud
Cuando Keynes adquirió en pública subasta los manuscritos que habían pertenecido a Isaac Newton y que habían permanecido ocultos durante más de tres siglos, descubrió que el gran físico había gastado una buena parte de su tiempo dedicado a la especulación astrológica y alquimista en una incesante, fatigosa, febril, inane e inútil búsqueda de la piedra filosofal y de la fuente de la eterna juventud. Newton dejó como legado una magna producción dividida en tres partes, los Principia, consideradas como una de las obras más influyentes jamás escrita. Dos de ellas se ocupan básicamente del presente (el de Newton) y del pasado de los sistemas físicos. Newton los abordó aplicando la racionalidad científica. La tercera, todavía inédita, especula sobre el futuro. Un gesto simbólico, el de no publicar nada sobre el mañana, que condenó metafóricamente al porvenir a dejar de ser un territorio honorable en el que aplicar rigurosamente el método científico, y lo dejó virgen para quiromantes, adivinadores, astrólogos, videntes y otros charlatanes.
Entre las muchas supercherías que los primeros navegantes trajeron de las mal llamadas Indias se cuenta la que situaba en el Nuevo Mundo la fuente de la eterna juventud. Conocedores de ello, Pánfilo de Narváez y Alvar Núñez Cabeza de Vaca prepararon en 1527 una expedición cuyo objetivo era explorar la ignota tierra de Florida, donde diversas leyendas situaban el deseado venero. Zarparon de Sanlúcar de Barrameda y amarraron los buques en la bahía de Tampa, Florida, de donde partió una nutrida partida de exploradores que se internó en la insalubre selva. Tras dos meses de infructuosa búsqueda retornaron al punto de partida, donde descubrieron que los barcos los habían abandonado.
Acontecimientos crueles y dramáticos, que acabaron en comerse los unos a los otros, redujeron la expedición a cuatro personas de las seiscientas que salieron de Sanlúcar. Nueve años después, cuatro españoles que cabalgaban cerca de Culiacán, situado en las costas del Pacífico mexicano, a más de dos mil kilómetros de distancia de la costa de Florida, divisaron a un grupo de personas semidesnudas. El grupo estaba formado por Núñez Cabeza de Vaca quien, junto a un esclavo, Estebanico, y dos soldados, había sobrevivido a una alucinante aventura equinoccial. Acababa para Nuñez de Vaca un viaje de nueve años (seis de los cuales los pasó cautivo de los indios Mariames) a pie por los desiertos de Texas y Chihuahua, cruzando el Misisipí, las montañas y los abismos de la sierra Madre Occidental ,y los áridos valles de Sonora y Sinaloa. Un descomunal recorrido del Atlántico al Pacífico atravesando tierras que ningún cristiano había pisado jamás.
Cabeza de Vaca describió su aventura en un libro (Naufragios y comentarios, del que hay una excelente versión en la extinta colección Viajes Clásicos de Espasa Calpe) cuya lectura resulta estremecedora. Dos cosas parecen seguras: Cabeza de Vaca era un aventurero excepcional, cuyo espíritu indómito le llevó a protagonizar gestas en la conquista de Brasil y Paraguay, donde descubrió las cataratas de Iguazú. Era, además, un hombre cauto que había aprendido la lección: jamás volvió a mencionar la fuente de la eterna juventud.
Pero como no escarmentamos en cabeza ajena, el eterno ideal de lograr la vida eterna no ha desaparecido de la conciencia colectiva. Una buena parte de los esfuerzos de la ciencia médica se han orientado a prolongar la existencia humana. La medicina ha conseguido alargar nuestra longevidad cincuenta años más que el hombre del Neolítico. Pero a pesar de ello, parece que, como un vulgar electrodoméstico, la maquinaria humana tiene fecha de caducidad.
Superar como media de vida los cien años sigue siendo un sueño inalcanzable pero es una meta que quizás pueda alcanzarse gracias al desarrollo de la genética celular. Cada vez hay más evidencias de la existencia de los tanatogenes, cuyo funcionamiento determina la senescencia y la muerte celular. Científicos norteamericanos han conseguido caracterizarlos en el tomate. Su modificación genética ha permitido multiplicar por cinco la vida de la planta. Otro grupo europeo ha conseguido inhibir el envejecimiento de un alga unicelular aislando unos receptores que actúan como factores de crecimiento.
La biología celular ha desvelado que las células humanas y de animales están programadas para envejecer y morir después de haber realizado un determinado número de divisiones. Factores de crecimiento, receptores de membrana y genes intervienen en este proceso; por ello no resulta extraño que células como las tumorales, que han alterado los mecanismos de división sean inmortales. A principios de 2010, un grupo de científicos que investigaba el síndrome de Werner, demostró que la mosca de la fruta puede arrojar mucha luz en la cura de la terrible progeria que acelera el envejecimiento humano transformando a los niños en ancianos en el transcurso de unos pocos años. El cambio en un gen, el WRN, ocasiona que los pacientes envejezcan rápidamente. Trabajando con él se puede modelar el envejecimiento humano en el potente sistema experimental de la mosca de la fruta.
No todos los seres vivos envejecen. La mayoría de los protistas u organismos carentes de núcleo celular, así como algunos hongos, plantas y probablemente varias estirpes de animales invertebrados no presentan fenómenos de envejecimiento. Todos ellos tienen en común ser organismos muy primitivos, cuya presencia en la Tierra es muy antigua. Tal parece que en los albores de la vida, el envejecimiento no existía y que la senescencia celular sería un invento reciente en la historia evolutiva. La pregunta inmediata es si seríamos capaces de reinventar el no-envejecimiento en la especie humana.
Para poder pensar en ello es imprescindible saber qué regula cada gen y localizar su posición en el código genético. En eso debían de estar pensando dos genetistas, el Nobel Stanley Cohen y Herbert Boyer, una tarde de julio de 1972, en Waikiki Beach (Hawai), mientras disfrutaban del atardecer de un día de vacaciones y estaban un poco alegres tras ingerir un par de cócteles. Utilizando una servilleta de papel, diseñaron la primera receta para cortar y pegar trozos de ADN, la molécula estructural del código genético de todos los seres vivos. Los garabatos pergeñados en aquel trozo de papel contenían la llave que inauguró la imparable revolución biotecnológica que cambiaría en un tiempo récord la biología, la medicina, la farmacología e incluso la producción animal.
Para soñar con un mundo sin taras ni enfermedades, algo parecido a Un mundo feliz, la sociedad utópica concebida por Huxley, el gran desafío era sin duda alguna la secuenciación de nuestro ADN, el objetivo del Proyecto Genoma Humano, un proyecto que hace tan sólo una década parecía surgido de la imaginación de Ray Bradbury: trazar el mapa y localizar cada gen en las moléculas de ADN que forman nuestros cromosomas, para lograr así el libro de instrucciones del Homo sapiens. El Proyecto Genoma Humano concluyó en 2003, consiguiendo una secuencia exacta de los 3.100 millones de unidades de ADN que componen nuestro genoma. Desde entonces se hizo posible localizar los genes causantes de una determinada enfermedad hereditaria y, por lo tanto, tener al alcance de la mano su cura, pero también localizar los que nos hacen envejecer, eliminarlos de los zigotos humanos y conseguir seres eternamente jóvenes, que, además, tendrán descendientes también eternamente jóvenes.
Pero el hombre es tangible en células, tejidos y órganos, pero intangible en su mente. De ahí que para alcanzar la inmortalidad haya que acudir a la inteligencia artificial. Nuestro cerebro no es más que una máquina; todo lo perfecta y compleja que se quiera, pero, en su funcionamiento, una máquina al fin y al cabo. La mayoría de las personas pueden sentir una profunda desazón y un sentimiento de tristeza al pensar que lo que sentimos como nuestra esencia, todos los valores más nobles o los más ruines sentimientos, se pueden reducir a un simple algoritmo. Y si no somos más que un complejo algoritmo, este podría conservarse en un disco duro. Incluso podrían hacerse copias. Es decir, que podríamos guardar en un ordenador la personalidad completa de un ser humano y reproducirla a voluntad.
Los románticos seguro que preferirán seguir buscando la fuente de la eterna juventud. Más pragmático, Marvin Minsky, uno de los padres de la inteligencia artificial, y profesor de investigación del Massachusetts Institute of Technology (MIT), recomienda en La máquina de las emociones (Debate, 2010) que vayamos ahorrando para hacernos una copia de la mente, porque sin duda será caro, probablemente tanto como una mansión de lujo.
De momento, seguiremos ahorrando para llegar a fin de mes.
lunes, 2 de mayo de 2011
El dinero por castigo
Lo “chino” empieza a tener una presencia constante. El presidente del Gobierno, acompañado de una selecta delegación política y empresarial, viaja a China en busca de inversiones tanto en el sector industrial como para la inyección de miles de millones de euros en nuestro debilitado sistema financiero. Empresarios chinos se interesan por la privatización parcial de AENA y por la gestión de los restantes aeropuertos españoles. Los fabricantes de automóviles, como los de otros fabricantes de bienes y equipos, tienen puestos sus ojos en el gigante asiático. El sector turístico y de ocio, incluyendo el comercio de lujo, empieza a notar que no es siempre japonés todo el asiático que entra en Loewe. Los comercios regentados por chinos, cada vez más céntricos, más occidentalizados y mayores, aparecen por todas las ciudades europeas. El personal autóctono se escama y emite las teorías más peregrinas, desde los que sostienen que todo se trata de una colosal lavadora de dinero negro, hasta los que, sospechando de la equidad fiscal, apoyan la idea de que los comerciantes chinos están exentos del pago de cualquier tasa o impuesto local, autonómico o estatal.
Ni una cosa ni la otra. Como consecuencia del balance favorable de sus exportaciones (¿cuántos bienes que usted disfruta, desde el teléfono móvil a la corbata, llevan impresos el “Made in China?), los chinos se parecen al Tío Gilito de los tebeos, aquel que almacenaba los dólares en gigantescos silos. China tiene acumulado un enorme capital en forma de divisas, principalmente libras, dólares y euros, que son papel mojado en su mercado interno. Dicho de otra forma, los chinos tienen el dinero (en divisas) por castigo.
Hace casi 200 años, el economista inglés David Ricardo (1772-1823) formuló su famosa teoría de la ventaja comparativa (falazmente utilizada por algunos como ventaja competitiva, un tema de política económica muy interesante con el que prometo molestarles otro día) basándose en el ejemplo de sendas panaderías, que trataré de presentar con una versión más moderna y digerible de lo que Paul Krugman ha llamado la «difícil idea de Ricardo». El asunto de fondo es otro ejemplo de lo que los economistas llaman “ilusión monetaria”, algo que describió Machado más poéticamente con aquello de confundir “valor y precio”. Casi toda la confusión sobre transacciones internacionales surge porque el dinero enturbia la naturaleza de los intercambios subyacentes, que aunque se hagan en dinero son intercambios de bienes.
Hace muchos años que no voy a Disneylandia, pero recuerdo que en la puerta los padres compraban unos vales “los disneydólares” pagando por cada uno de ellos un dólar. A los niños les hacía mucha ilusión llevar su puñado de billetes. Dentro del recinto podían comprar cualquier cosa pagando con ellos; obviamente, fuera del recinto la pintoresca moneda no servía para nada. En el caso del comercio internacional las monedas nacionales son como vales. Los euros, como tales, sólo se pueden utilizar en la zona euro, y por tanto representan vales para productos europeos. Tener divisas es, en ese sentido, como poseer un vale de devolución de una tienda: es dinero, claro, pero sólo sirve en esa tienda. Están de moda las tarjetas o los cheques regalo para determinados centros comerciales. Recuerdo que en algunas ocasiones he estado-deambulando por los pasillos de unos grandes almacenes con un cheque regalo que en realidad no quería, intentando encontrar algo, lo que fuera, que pudiera servirme. La experiencia es muy parecida a la de estar buscando en una tienda de un aeropuerto internacional, intentando deshacerse de moneda extranjera antes de coger el avión para volver a casa. Gracias a esa experiencia conservo varios objetos inútiles.
Cuando importamos productos extranjeros lo inmediato es pensar que pagamos por ellos con dinero, igual que cuando adquirimos yogures en la tienda de la esquina. No hay tal: es importante recordar que, fuera del país en el cual ha sido emitido, el dinero no tiene valor para los extranjeros. No pueden utilizarlo para pagar el alquiler, por ejemplo, como lo podría hacer el tendero de la esquina. Sólo les sirve si pueden canjearlo por algo que quieran en este lado de la frontera (o intercambiarlo con otra persona que sí quiera canjearlo en este lado de la frontera). Cuando importamos bienes por un valor de cien millones de euros desde China, la mejor manera de pensar en la transacción es imaginarse a un grupo de chinos con sus cien millones paseando por nuestro país y pensando: «Vaya por dios, ¿hay algo aquí que yo necesite ¿guitarras españolas? ¿camisetas del Barça?», tal y como hace un cliente vagando por unos grandes almacenes con una tarjeta regalo pensando: «¿Qué demonios necesito?»
Es obvio que estoy simplificando y que mi ejemplo no es del todo realista, porque lo más seguro es que los chinos hayan planificado sus compras por adelantado, eligiendo los artículos que quieren antes de vendernos sus productos. Esta es la clave: si no hay nada a este lado de la frontera que les interese (una guitarra, una camiseta del Barça o cualquier otra cosa), entonces no aceptarán nuestro dinero como forma de pago. No podremos importar nada de ellos, porque no tendremos nada de valor que podamos usar para pagarles. No hay problema, dirán los más avispados, «si no aceptan nuestro dinero como forma de pago lo que hay que hacer es ir a los mercados de divisas, comprar yuanes y utilizarlos para pagar las importaciones». Dejando a un lado un problema elemental que ha comprobado quien antes de viajar a China había planeado cambiar euros para llevarse los yuanes ya puestos, y se topa con que ningún banco del mundo cambia euros por yuanes, tan perspicaz respuesta sólo nos devuelve al problema. ¿Qué vamos a utilizar para pagar por sus yuanes? En el caso de que pudiéramos, nuestro dinero. ¿Y por qué los chinos querrían comprar nuestro dinero? Sólo lo querrán si lo pueden canjear a este lado de la frontera por algo que deseen.
Las divisas son, por tanto, un mecanismo increíblemente importante a la hora de regular el comercio internacional. Pero el hecho fundamental es que tal comercio es el viejo sistema del trueque: las importaciones se pagan con las exportaciones. China no sólo nos da cosas; también espera que le demos cosas a cambio. Desde luego puede que no exija inmediatamente que se las devolvamos en bienes reales, no en papel moneda. Puede que los chinos decidan hacer lo que el Tío Gilito: almacenar su dinero en el país por un tiempo. Esto es lo que permite que un país presente un déficit comercial. El hecho de que las importaciones superen a las exportaciones significa únicamente que este año las importaciones superan a las exportaciones, porque los extranjeros están manteniendo más de nuestra divisa que el año pasado. Pero tal situación no puede eternizarse: finalmente, tendrán que ser compensados con las exportaciones. No son bobos. No desean nuestro dinero: quieren nuestros productos.
Pero como por ahora, la capacidad exportadora de China supera a su capacidad importadora, se ven en la obligación de hacer algo con sus divisas. Tener una importante reserva de divisas es fundamental para la estabilidad de su moneda y como defensa antes posibles movimientos especulativos desestabilizadores. Pero una vez garantizada su reserva, los chinos hacen lo que cualquiera: buscan rentabilidad a su dinero y lo hacen comprando deuda extranjera a largo plazo pero con intereses muy atractivos. Y como, por otro lado, su capacidad de producir bienes y servicios excede a su demanda interna, favorecen las inversiones en el extranjero de sus innovadores, otorgándoles, entre otras cosas, subvenciones y créditos a bajo interés para que den salida a sus productos en tiendas repartidas por todo el mundo.
¿Qué podemos concluir de todo esto? Que falsean interesadamente la realidad aquellos grupos de presión que, en nombre de la competencia internacional, están constantemente utilizando el fantasma del comercio internacional como espada de Damocles para pedir una regulación medioambiental más débil, la exención de las regulaciones de seguridad para el consumidor y un debilitamiento de los derechos de los trabajadores. El comercio internacional como tal no crea presiones competitivas. La ideología neoliberal lamentablemente sí lo hace. De modo mientras los empresarios se vean más influidos por su ideología que por la economía, siempre habrá razones para preocuparse por la globalización, simplemente porque sus presiones son una fuente de influencias negativas para políticos timoratos.
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