La delgada línea divisoria que separa la privacidad y el conocimiento público de las cuestiones que afectan a la política es cada vez más tenue. Las recientes experiencias clínicas de algunos personajes públicos españoles han puesto sobre la mesa lo que podríamos llamar la positiva terapia del cáncer público: el testimonio de personalidades ayuda a normalizar una patología a la que los tratamientos médicos modernos están apartando de su estigma de inevitable mortalidad que obligan a tratarla con enrevesados eufemismos. Los testimonios de personas socialmente relevantes son gestos muy beneficiosos para los pacientes anónimos que sufren las mismas patologías. Cuando alguien conocido hace un anuncio de forma tan natural, hace mucho por la normalización social del cáncer. Demuestra que se puede hablar, comentar y pronunciar la palabra abiertamente, sin quitar importancia o agravar las cosas más de lo necesario.
Por mi doble de condición de persona (semi)pública y de afectado por el cáncer, me ha interesado mucho la lectura del libro de David Owen En el poder y en la enfermedad (Siruela, 2010), en el que además de relatar las enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años -un escenario fascinante de la lucha del ser humano contra el dolor y la enfermedad- estudia la influencia de las dolencias físicas y psíquicas en la toma de decisiones políticas algunas tan trascendentales como la invasión de otro país o el reparto de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Owen (Plymouth, 1938) sabe de lo que está hablando porque no en vano es neurólogo, miembro independiente de la Cámara de los Lores y fue dos veces ministro laborista en Gran Bretaña, con las carteras de Sanidad y de Asuntos Exteriores, ministerio este último que le permitió conocer de cerca a algunos de los personajes que ahora analiza en su extraordinario ensayo y anotar –por citar un solo ejemplo- si Leónidas Bréznev mostraba síntomas de cáncer de garganta al reunirse con él.
El libro es un fascinante viaje por la salud personal, por algo que nos parece necesariamente íntimo pero que pasa a ser de interés público cuando atañe a los dirigentes de un país, porque su estado psicológico o el propio tratamiento farmacológico que los mantiene activos pueden acabar teniendo graves consecuencias públicas. Esa es la primera cuestión que Owen intenta responder: hasta qué punto determinadas dolencias pudieron inhabilitar al político en momentos graves. El texto, documentadísimo, nos muestra las profundas depresiones de De Gaulle (al que compara con Abraham Lincoln porque ambos tenían ideas suicidas), la paranoia de Stalin, el alcoholismo de Nixon y de Yeltsin, el trastorno bipolar de Theodore Roosevelt, de Lyndon Johnson, de Nikita Jruschov, de Mussolini (agravada por una dolorosa úlcera gastroduodenal que fue su mayor problema físico) y de Winston Churchill, un hombre de acusadas tendencias depresivas.
La mayoría de las veces los dirigentes sobrellevaron diversos cánceres y otras enfermedades terribles en primera línea de visibilidad y actividad sin que nadie sospechara nada. Por ejemplo, el cáncer de próstata avanzado que le fue diagnosticado a François Miterrand nada más acceder a la jefatura del Estado en 1981, por lo que toda su carrera como presidente, hasta su muerte en 1996, la hizo enfermo y mintiendo. O el caso del cuatro veces elegido presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, que tuvo polio a los 39 años y quedó paralítico, pero se resistía a mostrarse como un discapacitado. Intentó ocultar su minusvalía e incluso ideó un método para ponerse de pie y dar unos pocos pasos para hacer creer que podía caminar. De las 35.000 fotografías que se conservan en la Roosevelt Presidencial Library, sólo dos lo muestran en su silla de ruedas. Su muerte fue objeto de controversia. Algunos mantenían que falleció de cáncer de estómago; otros, a causa de un melanoma maligno. Para Owen, hoy no hay duda de que falleció a causa de un derrame o un accidente cardiovascular por insuficiencia cardíaca.
Para estos hombres la enfermedad era una obligada maniobra de ocultación porque una buena parte de ellos estaba afectada por el el «síndrome de Hubris», término derivado de la voz griega hybris. Según Esquilo, los dioses envidiaban el éxito de los humanos y mandaban la maldición de la hybris a quien estaba en la cima del poder, volviéndolo loco. La hybris es la soberbia absoluta, la desmesura, la pérdida del sentido de la realidad, el trastorno que sufren algunos personaje que llevan demasiado tiempo en el poder y que se caracteriza por una excesiva confianza en sí mismos, el desprecio hacia quienes le rodean, la demonización de las opiniones ajenas y un alejamiento progresivo de la realidad en la que viven. Owen ofrece varios ejemplos de hybris, aunque el más logrado es el retrato de dúo de chiflados que fueron Blair (que además ocultó una enfermedad cardiovascular durante su segundo mandato y que le obligó a renunciar a una tercera reelección) y Bush en la guerra de Irak. Owen desprecia a Aznar, porque para él es un músico irelevante en la interpretación bélica del dueto de majaras angloparlantes.
Pero el caso más alucinante es el de John Kennedy, a quien le dijeron en 1947 que moriría antes de un año y tuvo que matarle un asesino en 1963. Una vez elegido presidente (1960), era un joven decidido y vigoroso con un aspecto estudiadamente deportivo y saludable, que ocultaba un cuerpo tan dañado que apenas le permitía mantenerse en pie. A sus 43 años parecía repleto de lo que los kennedianos llamaban vigah, término utilizado por Robert Dallek (John F. Kennedy: An Unfinished Life 1917-63; Allen Lane, 2003), que es una mezcla explosiva de vitalidad, encanto y sentido del humor. Enfrente, los líderes mundiales, desde Nikita Jruschov en la URSS, con 66 años, el papa Juan XXIII, con 79, De Gaulle, con 70, o el alemán Conrad Adenauer, con 84, eran líderes en el ocaso de sus carreras. A pesar de ello, todos gozaban de mejor salud que él.
Si los americanos hubieran sabido que Kennedy padecía la enfermedad de Addison cuando concurrió a las presidenciales, no habría ganado a Nixon por el puñado de votos con el que venció. Pero ocultó la insuficiencia que afecta de manera total o parcial a las glándulas suprarrenales, por lo que dependía de una terapia sustitutiva de hormonas. Vivió atiborrado durante toda su vida de cortisona, lo que le hinchó el rostro y le provocó una osteoporosis que deshacía sus huesos y cartílagos. Tenía las vértebras aplastadas y sujetas con placas y tornillos, sufría inflamación crónica de intestino, colon irritable, dolores constantes de cabeza y de estómago, infecciones respiratorias y del tracto urinario, malaria crónica y unos padecimientos de espalda tan fuertes que hubo épocas en las que le inyectaban procaína en los nervios cuatro veces al día, un tratamiento dolorosísimo que le proporcionaba un alivio pasajero. Además, durante cierto tiempo estuvo enganchado a las anfetaminas, porque otra de las revelaciones que aporta este libro es la escasa deontología de buena parte de los médicos personales de los políticos, que se prestan a engañar a la ciudadanía drogando irresponsablemente a sus pacientes para que estos se mantengan en escena.
Aun así, cuanto más se sabe de los problemas de salud de Kennedy, más se admira su fortaleza física, sostiene Owen. Los datos van apareciendo poco a poco. Abriéndose camino entre el laberíntico secretismo que esparcieron él y tantos otros. Pero por debajo de todo esto, de las manipulaciones, las mentiras y los secretos, lo que emerge de este libro es un dibujo asombroso de la titánica lucha del ser humano contra el dolor y la enfermedad. Es un recuento de batallas inevitablemente perdidas, pero, aun así, alentadoras.
Y es que todo parece indicar que, alentado por sus sueños, el ser humano es capaz de las más increíbles gestas de superación. Y mucho más ahora, cuando todo indica que lo que parecía un enemigo mortal e invencible, el cáncer, puede ser derrotado si a la medicina se le une la firme determinación por luchar por la vida persiguiendo un sueño, por sencillo que este sea.