Henry James (1843-1916) ha pasado a la historia como uno de los grandes novelistas del realismo y sus reflexiones sobre el “punto de vista literario” se han convertido en canónicas y en punto de referencia para cualquier estudio posterior de técnicas narrativas. Entre las novedades que el pasado invierno llegaron a las librerías españolas destaca Nueva York, un volumen en el que el novelista irlandés Colm Tóibín, autor de una novela inspirada en la figura de Henry James (The Master. Retrato del novelista adulto. Edhasa, 2006), ha reunido los relatos del gran autor norteamericano (más tarde nacionalizado británico) que tienen como escenario la ciudad de Nueva York, aquel viejo Nueva York que contempló James entre los cinco y los doce años de edad y que permaneció para siempre intacto en su memoria, como una imagen congelada y perfecta de una ciudad sin rascacielos.
Un amigo mío, crítico de literatura anglosajona en El Mundo, sostiene que en lo tocante a literatura norteamericana la tesitura es clara: o uno es del bando de Henry James o lo es de Marx Twain. Por mi parte, me apunto a ambos. Si caer en las exageraciones de Hemingway, tan rápido en disparar sobre los antílopes africanos como en expulsar aforismos, que opinaba que «La literatura norteamericana nace en Twain. No había nada antes. No ha habido nada igual de bueno desde entonces», para iniciarse en la lectura nada como los cuentos del autor de Huckleberry Finn. En 2010 se conmemoró el centenario de la muerte de Marx Twain, así que varias editoriales reeditaron algunas de sus narraciones, sobre todo selecciones de sus cuentos plagados de personajes inolvidables y caracterizados por un tratamiento del lenguaje que retrata a la perfección la vida rural norteamericana durante la segunda mitad del XIX.
Por la sencillez de su lenguaje y por su facilidad de contar historias sobre el pueblo llano («Me gusta una buena historia bien contada. Por esa razón, a veces me veo obligado a contarlas yo mismo», decía) y por su apego a la vida de la Norteamérica profunda, Marx Twain es, me atrevo a decir, mucho mejor valorado entre sus compatriotas que Henry James, un hombre de escritura mucho más elaborada y de personalidad más refinada que detestaba un país cada vez más alejado del paraíso de su infancia, y que abominaba de lo que consideraba la zafiedad de sus compatriotas. De hecho, como recuerda Tóibín en su introducción, las narraciones de James sobre Nueva York «revelan, por encima de todo, cierta ira, una ira que no se parece a ninguna otra en James, la que le provocaba todo lo que había perdido y todo lo que, en nombre del progreso, se había hecho en aquella ciudad que conocía tan bien».
En una metáfora famosa de su texto clásico sobre crítica literaria El arte de la novela, James resumió así la mente ideal de un narrador y su necesario poder de captación: «La experiencia nunca es algo limitado y nunca es algo completo: es una sensibilidad inmensa, una especie de telaraña enorme y hecha de hilos finísimos de seda suspendidos en la recámara de la conciencia, que atrapa en su tejido cualquier partícula que flota en el aire». Esto fue en 1884; Henry James era ya el autor de varias novelas que le habían concedido una excelente reputación como narrador: Daisy Miller (1878), Los europeos (1878), Retrato de una dama (1881) o Washington Square (1881). Además, era ya un reputado crítico literario, un dramaturgo que contaba en su haber con una docena de obras teatrales, un autor de artículos viajes, a veces encantadores, a veces melancólicos, de diferentes lugares que visitó o en que vivió y uno de los escritores epistolares más prolíficos de todos los tiempos. Existen más de diez mil cartas personales suyas, y se han publicado más de tres mil en un gran número de recopilaciones. Entre sus corresponsales se pueden encontrar grandes autores coetáneos como Robert Louis Stevenson (las cartas cruzadas entre ambos están publicadas en España: Crónicas de una amistad; Hiperión, 2009) y Joseph Conrad, junto con muchos otros amigos de su círculo íntimo. Las cartas oscilan desde «meras tonterías», en sus propias palabras, hasta discusiones sobre asuntos artísticos, sociales y personales. Durante la mayor parte de su vida, James escribió toda su obra a mano; durante sus últimos veinte años no podría hacerlo.
La primera máquina de escribir con relativo éxito comercial fue inventada en 1868 por Christopher Sholes, Carlos Glidden y Samuel W. Soule. En un breve ensayo periodístico publicado en New Yorker (9-4-2007) sobre la historia literaria de la máquina de escribir (The Typing Life: How writers used to write), Joan Acocella cuenta como Sholes repudió pronto la máquina, rehusando usarla e incluso recomendarla por considerarla un trasto inservible. La visión comercial del tal Sholes resultó ser nula, dado que la patente fue vendida por una fortuna para la época a E. Remington & Sons (famosos fabricantes de máquinas de coser) quienes pronto comercializaron la que fue conocida como «Máquina de escribir Sholes & Glidden» [anuncio original en la imagen de la izquierda]. El primer modelo industrial, fabricado en 1873, estaba montado sobre una máquina de coser estándar. Aquel artefacto, en el que el mecánografo no podía ver lo que escribía y resultó ser tan práctico para las oficinas como una silla eléctrica, nunca fue comercializado pero sirvió de base para otros diseños mecánicos ingeniosos: las llamadas «máquinas de escribir visibles» fueron comercializadas hacia 1895. Henry James sería su obligado usuario a partir de 1896.
En 1896 James sufrió un proceso de inflamación y de dolor creciente en la mano derecha. El padecimiento llevaba años manifestándose. James se lo atribuyó a una típica dolencia de los amanuenses, el llamado "calambre de escritor", una dolencia que no debía extrañar en alguien que, como él, había escrito a mano entre ocho a diez horas diarias. Sin embargo, como cuenta Paul Fisher en la crónica de la saga familiar de los James (House of wits: A Intimate Portrait of the James Family. Holt Paperbacks, 2008) es probable que "el calambre de escritor" no fuera la única causa de la dolencia que, unos años más tarde, lo dejaría inválido para prácticar su mayor pasión y su modo vida: varios de los hermanos de James presentaron patologías de articulaciones y reumatismos. Gracias a Fisher sabemos con certeza que su hermana menor Alice padeció seguramente fibromialgia y síndrome de fatiga crónica, pero en su época le diagnosticaron también diátesis gotosa, una predisposición hereditaria a que se le inflamaran los músculos y las articulaciones.
Henry James vivía en Londres y había sabido que al otro lado del Atlántico su hermano mayor William (célebre filósofo y luego autor de Las variedades de la experiencia religiosa) recibía ayuda estenográfica en Harvard. Henry pensó que podía usar eso para su correspondencia, pero no fue así. Durante el otoño y el invierno de 1896-97, cuando trabajaba en su novela Lo que Maisie sabía, el padecimiento de su mano se hizo crónico. James contrató a una taquígrafa y dactilógrafa para dictarle su correspondencia, pero se impacientó con el paso de la taquigrafía al texto y en un mes ya dictaba directamente a la máquina. Dictó una carta para su amigo parisino Morton Fullerton en la que le decía «Puedo dirigirme a usted sólo a través de un recamado velo de sonido. El sonido es el de la admirable y cara máquina que acabo de comprar para tender un puente sobre nuestros silencios». Morton Fullerton planteó la pregunta: «¿Qué efecto produciría la máquina de escribir en el estilo de James?»
Hay dos Henry James en lo que a estilos se refiere. El del primer James es un estilo sencillo, claro y conciso. El estilo prosaico tardío es más lánguido y está frecuentemente marcado por oraciones largas y digresivas que posponen el verbo por un espacio mayor de lo normal. James padecía un ligero tartamudeo que consiguió superar habituándose a hablar muy cadenciosamente. Ya que creía que la buena literatura debía parecerse a la conversación de un hombre inteligente, el proceso de dictado de sus trabajos pudo, quizás, ser la razón para un cambio en su estilo de oraciones directas a oraciones conversacionales. La prosa resultante es a veces barroca. Algunos de sus amigos afirmaban que podían poner el dedo sobre el párrafo exacto de Maisie donde cesaba la dolorosa escritura manual y se iniciaba el dictado. El hecho es que el lenguaje oral y la máquina Remington permitieron que James siguiera escribiendo hasta el final de su vida, dictando a sucesivas mecanógrafas.
La segunda de ellas, Miss Weld, diría años más tarde que «escribir a máquina para Henry James era como acompañar a un cantante en el piano».