Cuando lean cualquier palabra terminada en “ibor” tal como Mibor, Euribor, Libor o similares, sujeten bien la cartera; se han topado con uno de los cimientos del capitalismo, con el eje de uno de los sectores clave de la economía mundial: los mercados monetarios. Los tipos terminados en “ibor” constituyen el corazón de los mercados interbancarios, impíos Montes de Piedad donde las entidades financieras y de crédito prestan y piden prestado a corto plazo. Estos mercados son el sistema nervioso central de las finanzas mundiales y cuando tiemblan, como está sucediendo desde 2007, causan un tsunami en toda la economía.
El Euribor (acrónimo en inglés del Tipo Europeo de Oferta Interbancaria) es el índice de referencia que anuncia el interés promedio (tipo o tasa) al que las entidades financieras se prestan dinero en el mercado interbancario del euro. Se calcula usando los datos de los 42 principales bancos europeos y su valor mensual es muy utilizado como referencia para los préstamos bancarios. El Euribor comenzó a aplicarse en 1999 entre los bancos de los 17 estados miembros de la Eurozona. En el caso de España, el Euribor sustituyó al Mibor en 2000, a raíz del traspaso de competencias del Banco de España al Banco Central Europeo. La única razón de que el Mibor, el tipo de interés en el mercado interbancario de Madrid, se siga publicando en España es que se utiliza para los préstamos hipotecarios firmados antes del 1 de enero de 2000 que lo hubieran pactado hasta su liquidación.
El préstamo interbancario carece de respaldo en activo alguno: se parece más a un descubierto bancario o a una tarjeta de crédito que a una hipoteca y es esencial para el funcionamiento de los bancos. Todos los días, el balance de los bancos cambia de forma significativa a medida que sus clientes realizan ingresos y retiradas y obtienen préstamos o los pagan. Por tanto la capacidad de prestarse dinero unos a otros con rapidez es esencial para mantenerse a flote.
La forma en que los bancos funcionan ha cambiado vertiginosamente durante las últimas tres décadas. Tradicionalmente, los bancos obtenían sus ganancias de recibir el dinero en forma de ahorro y prestarlo en forma de hipotecas o de otros tipos de préstamos por lo que percibían unos intereses superiores a los que otorgaban a los ahorradores. Como se refleja en la película ¡Qué bello es vivir!, los bancos tenían un vínculo directo y personal con sus clientes. Este modus operandi no les proporcionaba tantas oportunidades de crecimiento como los banqueros deseaban, puesto que existían normas reguladoras que establecían cuánto dinero se les permitía prestar en relación a su tamaño.
En los años 70 alguien parió la venta de humo monetaria, el astuto procedimiento conocido como “titulización”, una artimaña financiera que desde entonces no ha parado de crecer hasta estallar en forma de gigantesca burbuja. En los felices setenta comenzó un crecimiento expansivo de la demanda de vivienda en propiedad. Los bancos cayeron rápidamente en la cuenta de que sería difícil satisfacerla sin aumentar la cantidad de dinero que tenían para prestar. Optaron por un ingenioso sistema alternativo: en lugar de prestar dinero a partir exclusivamente de los depósitos en efectivo de sus clientes como habían hecho hasta entonces, empezaron a “empaquetar” la deuda hipotecaria que emitían y a venderla a otros inversores a los que ofrecían intereses muy ventajosos. El proceso se conoce como titulización porque convierte deuda en títulos (valores) negociables en el mercado como los bonos, las opciones o las acciones, y funcionó muy bien durante algún tiempo. Al sacar la deuda hipotecaria de sus balances, los bancos tuvieron la capacidad de conceder más hipotecas sin verse limitados por su tamaño. Convencidos como el doctor Pangloss del Cándido de Voltaire, que creía vivíamos en el mejor de los mundos posibles, y seducidos por los sustanciosos intereses que otorgaban estos paquetes de deuda, los inversores de todo el mundo se daban de bofetadas por comprar los nuevos y suculentos títulos.
Entretenidos en otros menesteres, el debate sobre la irracionalidad de los inversores, de las burbujas y de la especulación destructiva había desaparecido prácticamente del discurso académico de los economistas, aferrados como estaban a una visión del capitalismo como un sistema perfecto. Como existían mecanismos reguladores, los neocoms, capitaneados por Reagan y Thatcher, se encargaron de dinamitarlos. Recuperados del susto inconformista del mayo del 68, aquello era Jauja.
Con el paso del tiempo, y a la vista del lucrativo negocio, los bancos se volvieron cada vez más sofisticados para crear títulos. No sólo reunían las hipotecas en paquetes, sino que dividían los títulos resultantes para volverlos a empaquetar en instrumentos conocidos como CDO (obligaciones de deuda colateralizada) y versiones más complejas como los CDO2 y los CDO3. El resultado final era un galimatías que solo los muy expertos podían descifrar. Así las cosas, las agencias de calificación tenían la sartén por el mango. Al calificar los paquetes les otorgaban un valor crediticio: a mayor riesgo mayores intereses obtenían los inversores.
La teoría que sustentaba semejantes prácticas parecía bastante sensata. En los viejos tiempos, si alguien dejaba de pagar su hipoteca, el principal afectado era el banco. Con el nuevo sistema, el banco le pasaba el muerto a otro. La titulización difundía el riesgo a través del sistema financiero a aquellos más dispuestos a aceptarlo. El problema era el proceso de desintermediación: al eliminar la relación personal entre el prestatario y el prestamista, se multiplican enormemente las probabilidades de que quienes acaban por comprar el fiambre de la deuda no sepan en realidad cómo de vivo está el muerto. Lo único que pueden hacer es confiar en las calificaciones de agencias como Standard & Poor's, Fitch, Moody's, etc., cuya fiabilidad durante los inicios de esta crisis ha caído por los suelos.
Los inversores no eran conscientes de las dimensiones del riesgo que corrían al comprar unos paquetes de deuda de complejidad descomunal. Como los bancos estaban prestando muchísimo más dinero del que tenían en depósito, sus balances se transformaron en quesos de gruyere plagados de agujeros gigantescos (eufemísticamente denominados déficits de financiación) que sólo podían taponar haciendo lo que los cobayas en sus jaulas: mover continuamente la rueda del crédito. La rueda giraba impulsada por el grifo de la financiación masiva de los préstamos sin respaldo que circulaban de mano en mano. El 9 de agosto de 2007, una mano invisible cerró el grifo.
Ese día, los mercados interbancarios y los de hipotecas titulizadas se paralizaron repentinamente en todo el mundo. Al surgir los rumores de que el mercado inmobiliario de Estados Unidos iba a sufrir un descalabro y de que, lo que era aún peor, el sistema financiero occidental estaba entrampado hasta las cejas, los inversores escondieron el dinero bajo el colchón y dejaron de adquirir títulos, lo que en la práctica significaba dejar de prestar dinero para alimentar la noria. Fue ese momento de retención el que desencadenó la crisis financiera que vendría a continuación. Aquel fue también el momento en que los economistas comprendieron la importancia del sistema financiero para el buen funcionamiento de la economía mundial.
A uno y otro lado del Atlántico, los bancos descubrieron de repente que no podían financiarse en los mercados monetarios mayoristas, lo que les dejaba con un agujero ciclópeo en sus cuentas. Aunque la crisis financiera tuvo muchas causas, fue este congelamiento de los mercados financieros el que hizo que los primeros shocks se difundieran por todo el sistema. El verdadero problema del sistema bancario era su absoluta dependencia de los mercados monetarios mayoristas donde los tipos se habían disparado, un reflejo de la negativa de los bancos a prestarse dinero unos a otros.
Aquel largo y cálido verano de 2007, cuando los pájaros dispararon a las escopetas, dejaron de producirse préstamos de cualquier tipo. El grifo crediticio se cerró, la noria del préstamo se detuvo y los mercados monetarios se secaron. Los bancos centrales se vieron obligados a inyectar dinero directamente en los mercados y en los bancos. Con nuestro dinero, con la energía de todos nosotros -cobayas encerrados en la jaula capitalista- la rueda volvió a girar. Y en esas, amarrados al duro banco de la noria, estamos.