martes, 22 de febrero de 2011

En el corazón del golpe


 
Dieciocho horas y veintitrés minutos del 23 de febrero de 1981. Yo estaba allí, en el corazón del golpe de Estado.

El día de Año Nuevo me había incorporado para realizar mis prácticas de seis meses como sargento de Artillería de milicias universitarias a la Quinta Batería del Regimiento de Artillería de Campaña 11, acuartelado en Vicálvaro. Cuando me incorporé al regimiento, me entregaron la boina negra de tanquista que habría de llevar durante los siguientes seis meses. Aquella boina como de luto añejo, heredada de las Panzerdivisionen de la Wehrmacht alemana, se haría tristemente famosa unas semanas después, cuando apareció sobre las cabezas de algunos significados golpistas. Tricornios de charol y boinas de paño negro: el 23-F la España más oscura, la del Romance de la Guardia Civil, amenazaba con volver.

Es difícil encontrar un icono que represente la represión militar con mayor eficacia plástica que la silueta de un blindado. «Sacar los tanques a la calle» es la expresión genuina e inconfundible de la mano represora del ejército. Pese a su escasa operatividad en ambiente urbano, el blindado es siempre un incontestable elemento de disuasión como todo el mundo pudo ver en la noche del 23-F en Valencia, cuando los carros de combate tripulados por militares con boina negra se pasearon por las calles de la ciudad, sembrando el miedo entre sus habitantes. El fragor de cadenas y motores, las torretas erizadas de cañones y ametralladoras son de un efecto disuasorio más que notable. La División Acorazada Brunete, la más poderosa de España, contaba con más de doscientos de estas «bestias de guerra», la mayoría carros de combate AMX-30, a los que había que sumar las descomunales baterías autopropulsadas M107 y M109 de mi regimiento y los TOAS (Transporte Oruga Acorazado), comunes en todas las tropas divisionarias para el transporte de fusileros y tropas auxiliares.

Entre los viernes 20 y 27 de febrero yo estaba de suboficial de semana en mi batería, lo que me obligaba a permanecer acuartelado durante esos días, mientras que el resto de oficiales y suboficiales, finalizado el horario laboral, se marchaban hasta el día siguiente. El domingo 22, fue un domingo como otro cualquiera en un regimiento que no está de maniobras: tranquilidad y tedio absolutos. Por la noche, al toque de retreta, hice la obligada lectura del orden del día para el día siguiente, el 23-F, uno más descontar de los que quedaban de mili. La tradición del día –un breve mensaje castrense que se incluye en todas las órdenes- decía aquel frío atardecer de febrero: «Cruzada nacional: El mal tiempo, la ventaja de la fortificación y la densidad de los efectivos rojos, no pudieron detener el empuje de las Divisiones Nacionales, que en febrero de 1938 rompían el frente de Aragón al norte del Ebro, en un avance combinado con otro que le precedía al sur de dicho río, iniciando así la gran ofensiva entre el Pirineo y el Valle del Ebro.» Firmaba la orden el coronel Pontijas de Diego, jefe del Regimiento.

El lunes 23 amaneció soleado en Madrid. Después de distribuir a la tropa para el trabajo del día me dirigí hacia el despacho del capitán a darle las novedades del fin de semana. Mientras cruzaba el primer patio del cuartel, la megafonía comenzó a emitir marchas e himnos militares, algo inusitado. Desde la agonía de Franco, me dice el capitán, nunca habían emitido música por la megafonía. Continúa la rutina hasta que, después de la comida, se recibe la instrucción de que nadie, bajo ningún concepto, abandone el acuartelamiento. Se me ordena que forme a la tropa, con equipo de campaña completo, incluyendo armamento. Formados todos, comienzan los rumores en los corrillos de mandos. El capitán dice que él no sabe más que nosotros; «supongo –dice- que son unas maniobras alfa», unos ejercicios nocturnos que la División acostumbraba a hacer hasta el año anterior. Sin embargo, desde que comenzaron los rumores de golpe hacía más de un año, el gobierno las había prohibido.

Continuamos más de dos horas formados, a la intemperie, en posición de descanso. A las cinco y media de la tarde regresa el capitán de una reunión de mandos: la división debía salir a las calles de Madrid «al servicio de España y en nombre del Rey». Demudado, manda distribuir la munición de guerra de la batería. Le pregunto el número de cartuchos que debo entregar por soldado y responde que no importa, que a discreción. Quien haya hecho el servicio militar sabrá, tan bien como yo, que si algo se hace en los cuarteles es contar y recontar hasta la paranoia la cartuchería que se entrega a la tropa. Ahí, en ese momento, me temí lo peor. Aparecen los soldados del polvorín con las cajas de munición, que se rompen a hachazos y cada quien coge lo que se le antoja. A los suboficiales, que normalmente llevamos una pistola automática de 9 milímetros, se nos ordena tomar también el subfusil de asalto reglamentario.

Sospecho lo que se nos viene encima. Estoy al borde de derrumbarme. Miro a los soldados que, como yo, son de reemplazo. Me interrogan con la mirada, algunos tiemblan, otros están al borde del llanto. Decía Borges que cualquier destino, por largo y complicado que sea, consiste en realidad en un solo instante, el instante en que un hombre sabe para siempre quién es. En esos momentos supe que yo no era mejor que ninguno de aquellos soldados, gente sencilla y humilde, algunos casi analfabetos, con los que debía compartir unos terribles sucesos aún por comenzar. Me paso entre las filas y les voy dando ánimos. 
 
Seis de la tarde. Se ordena a los conductores que vayan al patio de carros y pongan los vehículos en orden de marcha. Resuenan los broncos ruidos de los motores y el aire se llena del olor a gasóleo quemado. Una minoría de mandos exaltados da vivas a España y al ejército. Están entusiasmados. El teniente coronel jefe de la Plana Mayor del Regimiento va de un lado a otro impartiendo órdenes atropelladas: «¡Capitán, la Quinta Batería, a emplazarse al Retiro!». Intenta leer unos papeles, se le caen las gafas, las pisa, y un ayudante se las recupera con un cristal roto. No importa, se las coloca y sale bufando.

El sol deja de brillar y rachas de viento invernal procedentes de Guadarrama barren los patios; hacia las seis y veinte ya está oscureciendo. A las seis y veintitrés minutos el teniente coronel Tejero, un patán embrutecido, irrumpe en el Congreso de los Diputados al mando de una soldadesca olivácea. Es el principio del golpe. El cabo de cuartel, el único que permanecía en las dependencias de la batería, aparece en las escaleras y, transistor en mano, grita: «¡Los civiles entran el Congreso!» Todo estaba claro. Se nos ordena ir hasta los vehículos. Subimos. El patio de carros es un infierno de ruido, voces de mando, humo y gasóleo quemado: rugen los blindados situados ya en orden de maniobra, dispuestos a salir por la enorme puerta donde un capitán, provisto de las llaves, espera unas órdenes que nunca llegaron. Mientras los vehículos repletos de boinas negras esperan y las calles de España se vacían, se libraba la batalla de generales en que derivó el 23-F. El general jefe de la División, Juste, el jefe del Estado Mayor Central, Gabeiras, y el capitán general de Madrid, Quintana Lacacci, impiden la salida de la Brunete. Los tres lo tenían claro, como Quintana testimonió después: «El Rey me había mandado no secundar el golpe; de haberme ordenado que asaltara el Congreso de los Diputados, lo habría asaltado».

General José Juste, jefe de la División Acorazada Brunete
El golpe había fracasado. Después, tras el mensaje del Rey que parecía no llegar nunca, algo más de tranquilidad y, finalmente, cuando todo terminó, la sensación de que habíamos estado muy cerca del desastre. Pasé la noche con un retén patrullando alrededor del cuartel para rechazar a grupos de exaltados –camisas azules, escudos de Fuerza Nueva, banderitas en el reloj- que venían a ofrecer sus servicios para “defender” a España. El viernes 27 a las 15 horas salí del cuartel para regresar a Alcalá, donde me esperaban mi mujer y mi hijo de apenas año y medio de edad. Cuando el soldado de puertas dejó caer la barrera detrás de mi coche, rompí a llorar desesperadamente. Había dejado detrás los tanques y una maldita pesadilla que repetía los peores momentos de nuestra historia. Llegando a Alcalá intenté serenarme. Aparqué el coche. Escondí la boina negra, crucé Lope de Figueroa, y entré en mi casa.

¿Miedo? No, nunca tuve miedo físico porque estaba entre los fuertes, entre los que vencerían pero no convencerían. Vergüenza: mucha. Indignación: toda. Había estado a punto de formar parte de la peor reacción de España, de la soldadesca tocada de negro que había estado intentando hacer a mi generación lo que ya habían conseguido hacer a muchas generaciones de españoles: cercenar nuestras esperanzas de desarrollo personal y colectivo e impedirnos vivir una vida plena de libertad.

La tarde del 27 de febrero salí a manifestarme por las calles de Madrid. Entre el millón de manifestantes me encontré con el capitán que mandaba mi batería. Me di cuenta entonces de que después del 23 de febrero de 1981 nada iba a ser lo mismo para los españoles. Para mí, que había vivido el instante que decía Borges, mi instante, tampoco.