jueves, 17 de febrero de 2011

El fantasma del sha



Un fantasma sobrevuela estos días los países islámicos: el fantasma del sha Reza Pahlevi, el último de los sátrapas persas. La tiranía de Reza Pahlevi, un monarca manejado por los intereses de las petroleras occidentales cuyo lujoso estilo de vida llenaba en la década de los 70 las portadas de las revistas del corazón, acabó en 1979 y dio entrada a otra tiranía, esta vez la del integrismo religioso de los ayatolás, que es el auténtico y terrible espectro que subyace estos días entre los movimientos populares que agitan el mundo árabe. El sha creó un sistema que sólo era capaz de defenderse y totalmente incapaz de satisfacer las necesidades de su pueblo. Esta fue su mayor debilidad y la auténtica causa de su fracaso final. La base psicológica de semejante sistema no era otra que el desprecio que sentía el monarca por su propio pueblo y el convencimiento de que siempre se podía engañar a súbditos ignorantes prometiéndoles muchas cosas. Pero hay un proverbio iraní que dice «las promesas sólo tienen valor para quienes creen en ellas». Ben Ali en Túnez y Mubarak en Egipto han podido comprobarlo estos días.

El periodismo de reportaje es una fuente importante en la construcción de la conciencia. Más pegados al terreno que los historiadores, los periodistas que viven los acontecimientos en directo, o que los recrean usando las técnicas impuestas por el relato necesariamente breve de la prensa, nos acercan más vivamente a la realidad de los hechos. Por ello la producción de reportajes –a pesar de que sigan uno de los primeros mandatos del gremio informativo: «primero simplificar, luego exagerar»- es un medio fundamental para tejer la urdimbre sobre la que los historiadores hagan su trabajo.

Días pasados, Roger Cohen, corresponsal en Oriente Próximo de The New York Times, que está siguiendo los vertiginosos acontecimientos de Túnez y Egipto, unos sucesos que se repiten en Argelia mientras escribo estas líneas, escribía que la cuestión fundamental en Oriente Próximo es si estamos presenciando el Teherán de 1979 o el Berlín de 1989. En 1989, recuérdese, los movimientos de la gente echada a las calles trajeron la inesperada caída del muro de Berlín. ¿Qué ocurrió en Teherán en 1979? Recurro a las viejas lecturas.

Rescato de un estante remoto, casi desde donde habita el olvido, una obra que se sitúa en la frontera entre el periodismo y la literatura, El sha o la desmesura del poder (Anagrama), de Ryszard Kapuściński, publicado originalmente en 1982,  que es una excelente aproximación para entender lo acaecido en Irán entre el derrocamiento de Mossadegh en 1953 y la revolución de 1979. El libro es el producto final de unir una serie de reportajes, cada uno de ellos magistral en su forma de presentar los acontecimientos mediante una reflexión lúcida, colorida y penetrante sobre los mecanismos de la Historia y del Poder, que el periodista polaco realizó durante los acontecimientos que sucedieron al derrocamiento de Reza Pahlevi y dieron entrada al régimen islámico de los ayatolás.

Irán, 1980: los revolucionarios han tomado el poder. En un hotel desierto de Teherán, a partir de notas, cintas magnetofónicas, fotos y otros materiales que ha ido acumulando desde que está en Irán, Kapuściński intenta comprender la causa de la caída del Sha. ¿Cuál ha sido la evolución del país desde finales del siglo XIX hasta la revolución islámica? ¿Cuáles fueron los orígenes del movimiento chiita? ¿Cómo ha logrado Jomeini imponerse? ¿Qué puede éste ofrecer frente a la promesa del sha de «crear una segunda Norteamérica en una generación»? ¿Qué es lo que la gente espera de la revolución y qué es lo que realmente obtiene? ¿Cuál es la situación del país después de tanta y tanta violencia? Kapuściński recompone el rompecabezas y, escudriñando como una antomista en el interior de la revolución recién terminada, nos desvela las fuerzas que sostenían el poder del sátrapa y las fuerzas que lo minaban. En una luminosa síntesis nos ofrece un retrato del estado psicológico de un país revolucionario.



Todo había comenzado al inicio de la década de 1950, cuando el presidente Eisenhower tomó una decisión que cambió la política internacional para siempre. Irán estaba cargado de petróleo, pero, lo que era aún más importante, era una pieza crucial del tablero de la Guerra Fría. Sus vecinos más próximos eran la URSS, Turquía, Irak, Arabia Saudí, Afganistán y Paquistán. Además de eso, quien controlara Irán controlaría el Golfo Pérsico y desde allí podría atacar fácilmente a Israel, Líbano, Jordania y Siria con misiles, la tecnología bélica favorita de la época. En las elecciones democráticas de 1951, los iraníes eligieron primer ministro a Mohammed Mossadegh, un parlamentario destacado que puso a las petroleras británicas y norteamericanas entre la espada y la pared: o compartían los beneficios del crudo con el pueblo iraní, o tendrían que enfrentarse a la expropiación. Cumplió su promesa. Ante la avarienta negativa de las petroleras, acostumbradas a una rapiña despiadada de los recursos persas, nacionalizó los activos petrolíferos de Irán. Con ello provocó la ira de la inteligencia británica y norteamericana.

Británicos y estadounidenses compartían una sensación de vulnerabilidad por la amenaza de perder las reservas de petróleo a manos de la URSS. Después de que Mossadegh nacionalizara el petróleo, Allen Dulles, director de la CIA, pidió que se tomaran medidas drásticas. Sin embargo, debido a la proximidad de Irán con los soviéticos, el presidente Eisenhower prohibió que se produjera una invasión por miedo a que se desatara una guerra nuclear. En cambio, un agente de la CIA llamado Kermit Roosevelt, nieto del presidente Theodore Roosevelt, fue enviado con varios millones de dólares. Los movimientos de Kermit pueden ustedes imaginarlos si vuelven a ver a George Clooney, en la película Syriana, basada en sendos libros escritos por el ex agente de la CIA Robert Baer. Roosevelt contrató matones para que amenazaran, asesinaran y provocaran alborotos. Ayudados por la policía, cuyos agentes sin uniforme proganizaban violentas manifestaciones para crear la impresión de que Mossadegh era tan impopular como inepto, consiguieron el país quedase al borde del estallido, dividido entre el pueblo, partidario de Mossadegh, y las oligarquías, apoyadas por el soberano y el ejército.

En agosto de 1953 el sha firmó sendos decretos, uno destituyendo a Mossadegh y otro nombrando al coronel Zahedi primer ministro. Mossadegh no se arredró y detuvo al militar que le había llevado el decreto. Las calles se llenaronn de multitudes que protestaban por la decisión del sha. Zahedi se ocultó. Como ahora ha hecho Mubarack, el sha, junto con su esposa Soraya, huyó en avión, primero a Bagdad y luego, a Roma. Durante ese proceso, Dulles se desplazó a Roma para coordinar la acción conjunta que había de destituir a Mossadegh. En Teherán, los partidarios de este y de su partido el Tudev, controlaban las calles y celebraban la partida del sátrapa derrocado. El ejército salió de sus cuarteles y empezó a acordonar a los manifestantes. En la madrugada del 19 de agosto, se dio orden a los agentes iraníes de lanzar a la calle a todos los efectivos que fueran capaces de conseguir. Por la tarde Zahedi salió de su escondrijo. Mossadegh fue derrocado, metido en prisión durante un tiempo, y finalmente pasó el resto de su vida bajo arresto domiciliario. Su prestigio internacional impidió que fuera asesinado. Los dirigentes del Tudev y decenas de sus militantes fueron toturados y ahorcados.

Reforzado por la CIA, y apoyado por Occidente, Reza Pahlevi regresó del exilio en el que apenas había estado unas semanas, para ser definitivamente coronado en una ceremonia que fue la apoteosis del papel couché como Shahan-Sha («Rey de reyes»). Empezó entonces formarse una línea directa que va desde Kermit, pasando por el sha y la revolución islámica, hasta Al Qaeda.

No hay duda de que la Revolución Islámica de 1979 tuvo sus raíces en el golpe de 1953. Oriente Próximo sería muy diferente si Occidente hubiera apoyado a Mossadegh en lugar de derrocarlo. Si se hubiera animado al primer ministro, democráticamente elegido, a que utilizara el dinero del petróleo para sacar a los iraníes de la extrema pobreza, el sistema sería ahora mucho mejor que el instaurado por el sha. Los conflictos entre suníes y chiíes y árabes e israelíes podrían haber sido resueltos hace tiempo si se hubiera respetado la democracia y permitido a la región que utilizara sus considerables recursos para aliviar la pobreza y el sufrimiento.
En 1978 comenzaron a llegar noticias de bombardeos y disturbios en Irán. El ayatolá Jomeini y los mulás habían comenzado su ofensiva. Durante los meses siguientes, el sha huyó, le diagnosticaron cáncer, se refugió en Panamá y Egipto y murió. Los mulás clamaban contra el imperialismo estadounidense, llamando a Kermit Roosevelt «agente de Satanás» y acusando a Washington de «crímenes contra el pueblo iraní y la humanidad». Sus seguidores irrumpieron en la embajada de Estados Unidos en Teherán, tomaron como rehenes a 52 estadounidenses y los retuvieron durante 444 días. La mayoría de empresas estadounidenses fueron expulsadas de Irán durante 30 años.

El mundo occidental, con la administración Obama en cabeza, observó las elecciones iraníes de junio de 2009 como una esperanza para el cambio de régimen. Irán se desgarró de nuevo. El fantasma del sha y de Kermit Roosevelt seguían estando presentes. Los líderes de Irán que defendían como legítima la elección del candidato conservador favorito de los mulás, Mahmoud Ahmadineyad, sobre el más pro occidental Mir Hossein Mousavi, citaban el golpe de la CIA, contra Mossadegh como razón para no aceptar las presiones de Estados Unidos o cooperar con Washington.

Y termino con Kapuściński: «Cuando se habla de la caída de la dictadura (…), no se puede tener la ilusión de que junto a ella se acabe todo el sistema, desapareciendo como un mal sueño. En realidad sólo termina su existencia física. Pero sus efectos psíquicos y sociales pueden quedarse en formas de comportamientos cultivados en el subconsciente. La dictadura, al destruir la inteligencia y la cultura, ha dejado tras sí un campo vacío y muerto en el que el árbol del pensamiento tardará mucho tiempo en florecer.»