martes, 22 de febrero de 2011

Cuestión de confianza o por qué a Thomas Jefferson no le gustaban los bancos

Me inspira este artículo la noticia de que  Nueva Rumasa, el espectro de la vieja Rumasa, se desmorona tras atrapar a miles de inversores. Ocurrió lo mismo hace ahora justamente 28 años, una prueba palpable de que la avaricia mantiene la vigencia eterna del tocomocho, la estampita, las pirámides de Madoff y los imperios de papel de timadores como Ruiz Mateos. Solo un impulso demencial, un irracional espíritu movido bien por la afinidad ideológica, bien por la codicia o bien por la estulticia, puede llevar a algunos a confiar en un personaje como el empresario jerezano que ha declarado que «de no devolver el dinero a las personas que en un gesto de bondad y de confianza le han prestado, se pegaría un tiro en la cabeza, si es que la fe que profeso me lo permitiera». Acabáramos; así cualquiera.

Un reciente libro (2009) firmado por el premio Nobel George Akerlorf y por Robert Shiller, titulado Animal Spirits en recuerdo de Keynes, subraya que el problema fundamental hoy es la enorme desconfianza de la gente en el mundo de los negocios y especialmente en el de las finanzas, lo que no sólo está afectando negativamente a los bancos sino también a los planes de inversión de las empresas y a los planes de consumo e inversión privados. La confianza es muy difícil de medir, pero parece lógico que se haya perdido cuando hemos comprobado cómo colapsaban importantes instituciones financieras y cómo los gobiernos montaban descomunales operaciones de rescate.

Thomas Jefferson, tercer presidente de los Estados Unidos, no tenía una buena opinión del negocio bancario. En una carta dirigida a John Taylor, escribió: «Creo, sinceramente, que los establecimientos bancarios son más peligrosos que los ejércitos permanentes y que el principio de gastar dinero para ser pagado por la posteridad, bajo el nombre de la financiación, es sin embargo una estafa futura a gran escala." […] Yo lo contemplo [al negocio bancario] como un borrón en todas nuestras constituciones, que, si no se protegen, terminará en su destrucción, ya que ya están siendo golpeadas por los jugadores corruptos, y está arrasando en su progreso, la fortuna y la moral de nuestros ciudadanos.» Más escuetamente, Mark Twain -«Un banquero es un señor que nos presta su paraguas cuando hace sol y lo quiere de vuelta apenas empieza a llover»- y Bertolt Brecht -¿Qué de malo tiene robar un banco comparado con fundarlo?» expresaban su opinión sobre el mundo de la banca.

Con semejantes referencias, resulta difícil salir en la defensa de los bancos. Sin embargo, basta un análisis somero para darnos cuenta de que como ocurre con tantas otras actividades (los dentistas o las funerarias por citar dos casos) los bancos son tan temidos como indispensables y por ello han formado parte del tejido social de nuestras comunidades desde hace siglos. De hecho, los orígenes de la palabra «banco» se remontan hasta el latín bancus, que designaba las largas mesas que los cambistas de la antigua Roma ponían en los patios para hacer sus negocios.

Las empresas, a diferencia de las personas, no son todas iguales. Hay algunas de ellas que extrañaríamos si dejaran de existir, pero la vida seguiría su curso. Hay otras, en cambio, cuya caída arrastraría consigo a grandes secciones de la economía y la sociedad. Los bancos entran en esta segunda categoría. El sector financiero en general, y la banca en particular, no sólo guardan nuestros ahorros y nos prestan efectivo cuando lo necesitamos, sino que funcionan como el sistema arterial para el transporte de dinero de un lado a otro de la economía: su función clave, la de intermediarios financieros, es transferir dinero, en cantidades ingentes, de quienes quieren prestarlo a quienes quieren pedirlo prestado. 
Además de su papel como mecanismo de transmisión de la política monetaria, que es fundamental para mantener la estabilidad de los precios y para suavizar las fluctuaciones y los ciclos económicos, y de cumplir un servicio público mediante el cual se realizan miles de millones de pagos diarios (recibos de electricidad, agua, calefacción, nóminas), los bancos y otras entidades financieras son fundamentalmente unas instituciones que toman prestado a corto y que prestan a largo, incurriendo así en un riesgo de tipos de interés, de plazos y, por supuesto, de impago de lo prestado, que les hace ser extraordinariamente vulnerables a cambios en las condiciones económicas y muy sensibles a la desconfianza.

Los bancos canalizan los recursos de aquellos que ahorran hacia aquellos que consumen o invierten, transfiriendo el riesgo de aquellos que no quieren correrlo a quienes están dispuestos a asumirlo. Obviamente, obtienen un beneficio al cobrar un interés más alto sobre el dinero que prestan que el que pagan sobre el dinero de los ahorradores que tienen en depósito. La diferencia entre los dos tipos de interés les permite obtener ganancias a cambio de este servicio; cuanto más arriesgada sea nuestra propuesta (esto es, cuanto peor es nuestra calificación crediticia), mayor será la diferencia: quienes necesitan una hipoteca por el 80% o más del valor de la vivienda que desean adquirir tienen que pagar un tipo de interés más alto que otros. Después de todo, tienen más probabilidades de incumplir sus pagos, lo que en última instancia puede representar una pérdida significativa para el banco.

Si todo el mundo tuviese acceso a la información, no haría falta tener ningún intermediario financiero. Los ahorradores prestarían directamente a los inversores o invertirían directamente en acciones, fondos y bonos. El problema fundamental es que, en cada faceta de la vida, unos saben mucho más que otros. Piense que usted quiere tomar un seguro. Por hábil que sea el asegurador, usted sabe más sobre su probabilidad de riesgo de accidente o sobre su probabilidad de enfermedad o de esperanza de vida que él. Quien desee venderle algo, lo que sea, sabe siempre más sobre el producto que quiere vender que usted. Quien demanda un empleo, sabe más sobre su capacidad de desempeñar eficazmente el trabajo que el empleador. El aparcero sabe más sobre las condiciones de la cosecha que su terrateniente. Quien acude en demanda de un préstamo sabe más sobre su propia solvencia o la del proyecto que presenta para pedir el préstamo que el prestamista.

Por eso, por la asimetría de la información, existen los intermediarios financieros entre ahorradores e inversores, porque se han especializado en recoger, analizar, calcular y explotar sus mayores conocimientos sobre la capacidad de pago de los prestatarios o sobre la situación de solvencia de las instituciones que emiten acciones o bonos. Esta actividad exige un grado de confianza muy elevado en la veracidad y exactitud de la información que reciben de los intermediarios. Este grado de confianza, si se quiebra, puede llegar a paralizar la actividad de los intermediarios financieros y de los mercados, algo que ha ocurrido, de nuevo y con fiereza, en esta crisis.

Si el sistema financiero y bancario, que es innatamente vulnerable, llega a colapsar por la pérdida de confianza de aquellos que lo utilizan, su impacto sobre el resto del sistema financiero y sobre el resto de la economía (comúnmente llamada «real», por distinguirla de la financiera) es enorme como ya demostró la Gran Depresión que sufrieron nuestros abuelos y ha demostrado de nuevo y ahora la Gran Recesión que nos ha tocado vivir. Después del derrumbe de un banco tras otro ha resultado evidente que gran parte de la expansión bancaria no estaba fundada en un crecimiento real. Sin embargo, la verdad lisa y llana es que sin bancos las personas no podrían obtener préstamos o invertir, acciones que son esenciales para llevar una vida productiva en la economía real.