sábado, 22 de enero de 2011

Seducción frente a intimidación: Woody Allen vs James Carville



Uno de los libros más vendidos en Estados Unidos está siendo la biografía de Warren Beatty (Star: How Warren Beatty seduced America; Simon & Schuster, 2010), de Peter Biskind, un escritor conocido por sus anteriores bestsellers dedicados a explorar las sentinas hollywoodenses. Más allá de su trabajo como actor, que le ha hecho merecedor de 13 nominaciones al Oscar y dos estatuillas, el verdadero morbo de la biografía está en la descomunal carrera como amante del hermano de Shirley MacLaine, que incluye una interminable lista de actrices, cantantes y modelos que hizo decir a Woody Allen que, de existir la reencarnación, «le gustaría hacerlo en las yemas de los dedos de Warren Beatty.»

Menos sensual,  James Carville, director de las campañas presidenciales de Bill Clinton, que se hizo famoso por su exclamación ya clásica en estrategia política: «¡Es la economía, estúpido!», decía que aunque de joven le hubiera gustado reencarnarse en el presidente, en el papa o en un beisbolista famoso, después de conocer a fondo la política económica, querría reaparecer en el mercado de bonos, «porque así intimidas a cualquiera.» La intimidación que viene sufriendo la economía española, afectada por el habitual efecto contagio que amenaza a Europa, pero potenciada porque la banca española, mirada con lupa por sus pecados inmobiliarios, tiene una amplia presencia en Portugal, ha tenido un respiro durante la primera quincena de enero: el Estado ha logrado colocar varios paquetes de bonos por un valor de más de diez mil millones de euros a un interés muy razonable, incluso inferior al que había logrado a finales de 2010.

Los mercados internacionales de bonos, donde las instituciones financieras y los gobiernos consiguen dinero, son peor conocidos y menos comprendidos que los de acciones, pese a lo cual son enormemente más importantes e influyentes. Al determinar si un país puede conseguir dinero a buen precio (es decir, cuánto más bajos sean los intereses que tiene que pagar para obtener efectivo), los mercados de bonos han tenido profundas implicaciones en prácticamente todos los aspectos de la vida desde que las ciudades-estado italianas comenzarán a emitirlos en el siglo XVII. El precio de los bonos soberanos (emitidos por los gobiernos) revela la solvencia de un gobierno, con qué facilidad puede reunir dinero y qué consideración merecen sus políticas en los mercados. Dado que lo normal en todo el mundo capitalista es que los gobiernos tengan que pedir dinero prestado para mantener sus presupuestos equilibrados, los Estados emiten bonos con regularidad. Si un gobierno no puede recurrir al mercado de bonos tendrá muchas dificultades para sobrevivir.

Un bono es básicamente un pagaré, un tipo de deuda que promete devolver al poseedor una suma determinada a plazo fijo, además de unos intereses (por lo general anuales) a lo largo de la vida del bono. Un bono soberano típico, de diez mil euros, por decir alguna cantidad, puede durar desde un par de años hasta medio siglo, y pagará un interés nominal fijo de cerca del 4 ó 5%. Una vez que los bonos han sido emitidos se pueden rastrear en los gigantescos mercados de bonos internacionales que existen en los centros financieros, desde Nueva York y Londres hasta Tokio. En estos mercados, los intereses son la clave. Su verdadero poder reside en el hecho de que los tipos de interés que los mercados determinan para el bono pueden ser de facto muy diferentes de los que se mencionan en el bono mismo. Si los inversores creen que un gobierno puede caer en la morosidad o altas probabilidades de aumentar la inflación (lo que es también un tipo de incumplimiento, pues la inflación socava el valor del bono), tenderán a deshacerse de los bonos de ese gobierno. Lo que tiene un doble efecto: reduce el precio del bono y aumenta el tipo de interés efectivo que paga. Desde el punto de vista económico la situación es muy sencilla: cuanto más arriesgado es un valor, menos pagan por él los inversores y mayor deberá ser la compensación (el tipo de interés) por conservarlo.


Tomemos, por ejemplo, un bono soberano  por valor de diez mil euros con un tipo de interés del 4,5 por 100, el llamado “tipo del cupón”. Supongamos que el bono es a diez años. Si el Estado cumple, el poseedor del bono recuperará su inversión después de una década, mientras que el bono le garantiza cada año 450 euros adicionales. Pero, ¿qué pasará si los inversores se ponen nerviosos acerca de la solvencia del gobierno emisor y empiezan a vender sus bonos? Ahí entran en juego los rumores interesados, de cuya influencia en todas las esferas de la actividad humana ha alertado Cass Sunstein en un libro de muy recomendable lectura (Rumorología; Debate, 2010). Supongamos que circula el rumor de que las finanzas del Estado emisor no son fiables. Dado que el dinero es cobarde por definición, los inversores timoratos correrán a deshacerse de sus bonos, los cuales, obviamente, habrán bajado de precio.
 
 Supongamos que el precio cae a nueve mil euros: a este precio, los cuatrocientos cincuenta dólares de rendimiento representan un interés real del 5 por 100 para los nuevos inversores que seguirán percibiendo los 450 euros fijados inicialmente. Ahora bien, el nuevo tipo tiene una importancia enorme pues influye sobre los tipos a los que un gobierno puede emitir bonos en el futuro si espera encontrar compradores. Para colocar los miles de bonos que emite semanalmente, el gobierno debe adaptar los tipos de interés iniciales (el tipo del cupón) al tipo que el mercado otorga a los bonos ya existentes (en nuestro supuesto a un mínimo del 5 por ciento). Cuanto más alto sea el tipo que deba pagar, más gravoso le resultará obtener crédito y mayores serán los recortes que se vea obligado a hacer. No es de extrañar que el mercado de bonos le resultara tan intimidante a James Carville.

Los bonos, los emitan los gobiernos o las instituciones financieras, son una de las inversiones más seguras que existen. Cuando una compañía quiebra, los propietarios de sus bonos se encuentran a la cabeza de la cola de acreedores para recuperar su inversión, mientras que los accionistas tienen que esperar hasta más tarde, cuando la mayor parte del dinero ya haya sido devuelto a los acreedores. Sin embargo, la posibilidad de una suspensión de pagos es una consideración clave para los inversores, lo que ha dado origen a un complejo aparato para guiarlos en lo relativo a la fiabilidad o no de cualquier bono en particular. Las agencias de calificación de riesgo, usando modelos estocásticos, califican los bonos de acuerdo a la probabilidad de que se produzcan impagos. Estas calificaciones van desde la AAA, la mejor, hasta la C. Por lo general, los bonos con calificación BAA o superior son considerados «grado de inversión», mientras que los que se encuentran por debajo son los llamados «bonos basura», que, en compensación por el elevado riesgo de impago, ofrecen tipos de interés muchísimo más altos.

 En su última novela (Homer y Langley; Miscelánea, 2010) Doctorow ha narrado el esperpéntico modo de vida de los hermanos Collier que, afectados por el síndrome de Diógenes, acumularon compulsivamente toneladas de basura en su mansión neoyorquina hasta morir aplastados por ella.  Afectada por este y por otro síndrome, el que presentaba el doctor Pangloss –protagonista del Cándido volteriano- que insistía en que vivíamos en el mejor de los mundos, la banca privada de todo el mundo, animada por las calificaciones al alza de las agencias de calificación, cuya eficacia ha sido la de un submarino con goteras, llenó sus arcas de bonos basura. El olor de esos activos tóxicos inició en 2008 el acoso y derribo de la economía, dando comienzo a un proceso al que ahora asistimos entre indignados y perplejos.