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sábado, 18 de diciembre de 2010

PRI: La inmovilidad del movimiento

Cuando Plutarco Elías Calles fundó el partido oficial (PRI) en 1929, invirtió el sentido original de la Revolución mexicana. Para frenar el baño de sangre iniciado un siglo antes con la guerra de Independencia y culminado con los convulsos años que siguieron al inicio de la Revolución el 20 de noviembre de 1910, Calles inventó una monarquía republicana: durante décadas, dos instituciones gozaron del respeto de la clase gobernante: la presidencia y el partido oficial. La cohesión interna, la disciplina y la sumisión de los miembros del PRI se debía al eje permanente del poder: el presidente de la República convertido en monarca absoluto. El hombre elegido -por dedazo, no por votos- se apropió de la vida pública nacional, del discurso y de los medios. Como era natural, la interpretación de la historia se convirtió en una más de las facultades presidenciales.

Con el PRI se dio estabilidad política a un país esquilmado por décadas de luchas intestinas y guerras con enemigos externos infinitamente más poderosos (Estados Unidos, España, Francia), pero el coste fue también crear un sistema político formalmente democrático pero profundamente antidemocrático, autoritario, impune e inevitablemente corrupto, sin un proyecto de nación a largo plazo que rebasara la efímera temporalidad de los sexenios presidenciales –con ciudadanos presidentes convertidos en monarcas efímeros que designaban a su sucesor-, con un manejo perfecto del lenguaje de la simulación y sobre todo manipulador de la historia. Frente a cualquier situación que pudiera amenazar la legitimidad histórica del sistema, la respuesta se daba en el terreno de la historia por decreto. El sistema político mexicano, por medio de su particular concepción de la historia, durante el siglo XX fragmentó la verdad, se encargó de crear bandos irreconciliables y negó la naturaleza humana de los protagonistas de la historia nacional: los vencedores se convirtieron en mitos, los disidentes en villanos.

El PRI alteró su propio pasado para construir un relato acorde con sus fines, puesto al servicio del sistema y defensor de los intereses oficialistas. La historia de la nación mexicana comenzaba con México-Tenochtitlan. El primer caudillo defensor de la soberanía nacional fue Cuauhtémoc. Después de tres siglos de oscuridad y opresión española, el pueblo encontró la luz de la razón a través de los iluminados ojos de dos curas criollos: Hidalgo y Morelos. Llegaron los terribles años de Santa Anna y las guerras con el exterior, pero a mediados del siglo XIX la brillante generación de liberales, encabezada por un indio llamado Benito Juárez, rescató a México de las terribles garras de la reacción. La afrancesada opereta del porfiriato fue un retroceso, pero la Revolución iluminó de nuevo el camino de la justicia social y el desarrollo que don Porfirio había interrumpido arteramente. La conclusión no podía ser más clara. México había alcanzado el mayor grado de evolución política e histórica con el surgimiento de la revolución institucionalizada: el PRI. De ahí hacia el futuro, lo único que podía esperar la nación era el bienestar y el progreso.

 
A los cuatro vientos la historia oficial proclamó que su origen y justificación se encontraban exclusivamente en la lucha contra Porfirio Díaz y Victoriano Huerta (entre 1910-1914), pero negó a todas luces que su génesis también se hallaba en la purga revolucionaria realizada por sus propios hombres entre 1919 y 1929. Los hechos hablaban por sí solos. En la más pura expresión de canibalismo revolucionario, la sociedad mexicana pudo ver a Venustiano Carranza (erigido en “Primer Jefe” tras no aceptar los resultados de la soberana Convención Revolucionaria que él mismo había convocado para elegir al primer presidente posrevolucionario) ordenar el fusilamiento de Felipe Ángeles y aprobar el asesinato de Zapata (1919); al clan de los latifundistas sonorenses, con Álvaro Obregón y Calles a la cabeza, fusilar en 1920 al molesto Primer Jefe cuyo gobierno corrupto estaba vampirizando al país; a los mismos sonorenses deshacerse de la vieja guardia de la Revolución formada por hombres como Blanco, Diéguez, Murguía, Buelna y Hill, que se habían levantado en armas creyendo en los principios políticos y sociales de la Revolución, para luego acribillar traicioneramente a Pancho Villa en 1923; a Calles, disfrutar del poder absoluto luego del magnicidio de su compadre Obregón (1928) inducido por él mismo; y a Lázaro Cárdenas expulsar del país al autoproclamado Jefe Máximo, Calles, en 1936. Con la figura de Lázaro Cárdenas erigida como presencia moral de los ideales revolucionarios por fin se detuvo la hemorragia cainita, se estableció un sexenio honrado que materializó en los hechos el nacionalismo revolucionario y estableció las piezas definitivas del sistema político mexicano con el corporativismo y las nacionalizaciones energéticas. Pero también la familia revolucionaria consolidó la historia oficial y el discurso se llenó de símbolos.

Por decreto, el sistema erigió grandes altares a la patria; grandes mausoleos donde reposaban seres moralmente inmaculados e infalibles cuyos sonoros epitafios saltaban del mármol para enseñarse en las escuelas como dogmas inapelables; creó símbolos para que, a través del discurso histórico, se justificara a toda costa la permanencia en el poder de los revolucionarios institucionalizados, políticos que se apropiaron de la retórica de la Revolución y aparcaron para siempre los principios morales y sociales que la habían sostenido . Algo así como el gran invento del franquismo, ese que desafió un principio físico elemental: demostrar la inmovilidad del Movimiento.

Por decreto, el sistema construyó el infierno cívico donde recibían su castigo los débiles de corazón, los traidores y vende patrias que optaron por el bando equivocado, creó símbolos para que, a través del discurso histórico, se justificara a toda costa su permanencia en el poder, erigió grandes altares a la patria y fastuosos mausoleos donde reposan seres moralmente intachables. Un extraordinario símbolo de lo que digo es el monumento a la Revolución de la Ciudad de México.

Para conmemorar el primer centenario de la Independencia, el dictador Porfirio Díaz puso la primera piedra del que sería el futuro palacio legislativo. Era el 23 de septiembre de 1910. Apenas dos meses después estallaría la Revolución que lo expulsaría del poder. Para coronar la ficción histórica del movimiento revolucionario, en 1933 se decidió aprovechar la estructura inconclusa del palacio legislativo porfiriano para construir un monumento que mostrara la grandeza y la fortaleza del movimiento libertario de 1910. La sólida construcción de piedra tardó cinco años en concluirse, y el 20 de noviembre de 1938 el nuevo monumento sirvió de escenario para que el presidente Cárdenas presidiera la celebración del vigésimo octavo aniversario de la "heroica gesta" de 1910.
 
Con el paso del tiempo, diversas urnas funerarias con los restos mortales de los prohombres revolucionarios ocuparon un lugar bajo la gélida cúpula de piedra que había inaugurado don Porfirio. Lo que no pudieron lograr los intereses revolucionarios o el amor a la patria durante la etapa armada de la revolución, lo consiguió el sistema político priísta con buena dosis de historia oficial: reunir en santa paz, como a “un solo hombre” -que sería el ideal humano y sincrético de los ideales revolucionarios- a los principales jefes -Madero, Carranza, Villa, Calles y Cárdenas- en un mismo espacio, sin posibilidad alguna de que pudieran enzarzarse de nuevo entre ellos. Así, como los muertos no tienen derecho de réplica, los caudillos debieron conformarse con su triste destino: dormir el sueño eterno junto a sus viejos enemigos.

Pero ahora, cien años después de iniciada la revolución, cuando en respetuoso silencio y rodeado de escolares visito este monumento me parece escuchar cómo los grandes hombres de la Revolución se revuelcan en sus tumbas.

La herencia de Thomas Jefferson

 El caso Clinton-Lewinsky no fue el primer escándalo sexual en la presidencia de los Estados Unidos. Hace 200 años, el entonces presidente Thomas Jefferson fue acusado de mantener relaciones ilícitas con Sally Hemings, una hermosa mulata 28 años más joven que él que era su esclava en Monticello, su plantación en Virginia. Por esas casualidades que se antojan premonitorias, el verdadero nombre de Bill Clinton es William Jefferson Clinton. Esa referencia nominal a Jefferson es un homenaje, habitual en Estados Unidos, al considerado, junto con Abraham Lincoln y George Washington, el mejor de sus presidentes.

Desde los tiempos bíblicos, miles de mujeres han sido repudiadas por no concebir hijos varones. Gracias a la genética desde hace más de un siglo sabemos que la determinación del sexo está condicionada por una pareja de cromosomas: que la pareja femenina es XX, mientras que la masculina es XY. Como las mujeres son XX, todos sus óvulos son X. Los espermatozoides, en cambio, pueden ser X o Y. Cuando un espermatozoide X fecunda un óvulo se forma un embrión XX, del cual surgirá una mujer. Los espermatozoides Y, en cambio, forman embriones XY que originan hombres. Así es como los cromosomas Y se heredan exclusivamente por línea paterna: el sexo es cosa de hombres.

La información contenida en el cromosoma Y se va heredando a lo largo de la línea masculina de la descendencia, lo que puede servir para seguir el rastro paterno. Estos estudios cromosómicos necesitan del estudio de ciertos marcadores polimórficos del ADN que conforman lo que se denomina haplotipo del cromosoma, dependiendo de las variantes de esos marcadores. La identificación de estos marcadores mediante técnicas relativamente sencillas posibilita los estudios de herencia vía paterna que permiten remontar el rastro familiar durante períodos temporales muy largos.  

En el discurso que el presidente Kennedy pronunció en 1962 cuando dio la bienvenida a la Casa Blanca a cincuenta ganadores del Premio Nobel dijo: «Creo que esta es la reunión más extraordinaria de talento y de conocimiento que se haya reunido jamás en la Casa Blanca… con la posible excepción de cuando Thomas Jefferson cenaba aquí solo». A Jefferson, tercer presidente de los Estados Unidos, se debe uno de los textos literarios más hermosos jamás escritos, la introducción y el preámbulo de la Declaración de Independencia, el primer documento histórico en el que se reconocen los derechos humanos más fundamentales.

En Monticello, la única vivienda de Estados Unidos declarada Patrimonio de la Humanidad, hoy integrada en el hermosísimo campus de la Universidad de Virginia (que, como la de Alcalá, posee el título de Patrimonio de la Humanidad por sus edificios históricos que el propio Jefferson diseñó), un modesto obelisco señala la tumba de un hombre que ostentó los cargos más importantes de su país, pero que exigió que su epitafio contuviera las verdaderas cosas por las que –según decía- merecía la pena haber vivido: «Aquí está enterrado Thomas Jefferson, autor de la declaración de Independencia Americana, del Estatuto de Libertad Religiosa de Virginia y fundador de la Universidad de Virginia. Nacido el 2 de abril de 1743 O.S. Fallecido el 4 de julio de 1826.»

El pequeño dolmen, que impresiona por su sencillez, es un reflejo de la propia personalidad de Jefferson, quien fue, sin duda alguna, un gran hombre, con sus virtudes y sus defectos, pero sobre todo alguien que debió vivir angustiado por la enorme contradicción entre sus ideas y su vida real, entre su ambición como político ilustrado defensor de la abolición de la esclavitud y su afición a los placeres terrenales.

Sally Hemings era hija de Betty, una esclava africana y de su propietario John Wayles, suegro de Jefferson. Wayles murió en 1774 y Sally fue heredada por Jefferson junto con otras propiedades. En 1787, ya viudo de Sarah Wayles, Sally se instaló en Monticello donde sus obligaciones incluían mantener ordenados la habitación y el guardarropa de Jefferson. Desde que comenzó a servirlo hasta 1808, lo que incluye dos mandatos presidenciales (1801-1809), Sally dio a luz varios hijos: Thomas, Beverly, Harriet, Madison, Eston y al menos una hija más fallecida muy de niña.

Jefferson asumió por primera vez la presidencia de los Estados Unidos en 1801. En septiembre del año siguiente, el periodista James Callender publicó en un diario de Richmond una nota donde afirmaba que el presidente mantenía una relación de concubinato con una de sus esclavas, a quien había hecho madre de varios hijos. En 1805, en plena presidencia, se inició el juicio político, el impeachment, que podía finalizar en su destitución como presidente. Como ocurrió con Clinton doscientos años más tarde, el escándalo sexual no afectó a su popularidad. Dos años después ganó las elecciones presidenciales por segunda vez consecutiva. Ni el impeachment logró sus propósitos ni la acusación de Callender pudo comprobarse nunca, pero permaneció latente durante casi dos siglos.

A falta de las pruebas de paternidad tan habituales hoy y que hubieran despejado todas las dudas, las evidencias a favor de la paternidad de Jefferson descansaban en tres puntos: a) Jefferson, obligado por sus responsabilidades públicas, pasaba mucho tiempo fuera de la plantación, pero estuvo en ella en las semanas en que presumiblemente Sally quedó embarazada; b) los hijos de Sally se parecían extraordinariamente a Jefferson; c) el testimonio del cuarto hijo, Madison quien, ya anciano, afirmó que su madre había reconocido que Jefferson era el padre de todos sus hijos.

El asunto no se zanjó hasta que el análisis genético de los cromosomas Y de cinco descendientes por línea paterna del primer hijo de Sally y el último, respectivamente, realizado por un grupo de investigación dirigido por el profesor Eugene Foster (cuyos resultados fueron publicados en el número 396 de Nature y posteriormente aclarados en el 283 de Science hace ahora diez años) demostró con toda certeza que el presidente había sido el padre de al menos unos de los hijos de su esclava y con mucha probabilidad que también lo había sido de los restantes.

Jefferson no dejó hijos varones reconocidos, así que el cromosoma Y de parte de su familia se obtuvo de cinco descendientes de su tío paterno Field. Considerando que algunas versiones de los defensores de la inocencia de Jefferson sostenían que el parecido entre este y los hijos de Sally se debía a que fueron en realidad hijos de sus sobrinos carnales Samuel o Peter Carr, en el análisis se incluyeron los cromosomas de tres descendientes de John Carr, el abuelo de Samuel y Peter.


El estudio de los cromosomas Y de estas personas indicó que: a) la combinación de marcadores encontrados en los descendientes del tío Field era sumamente original, porque no apareció en una muestra aleatoria de 2000 hombres utilizada como testigo; b) cuatro de los descendientes de Thomas Woodson, el primer hijo de Sally, poseían cromosomas Y característicos de la población europea y no de la africana, lo que sin duda orientaba hacia un padre blanco; c) el cromosoma del descendiente de Eston, el último hijo de Sally, era igual al de los descendientes del tío Field y completamente diferente que el de los descendientes de John Carr.

La explicación estaba clara: con toda seguridad Eston Hemings era hijo de Jefferson y también muy probable que lo fuera Thomas Woodson. Hay otras explicaciones posibles, pero ningún dato histórico las apoya. Jefferson tenía un hermano, Randolph, y cinco sobrinos. Todos llevaban el mismo cromosoma Y, así que cualquiera de ellos pudo ser el padre. Pero no estaban en Monticello cuando los hijos de Sally fueron concebidos.

Después de que Jefferson muriera en 1826, su hija Martha dejó en libertad a Sally, quien se mudó a la casa de Madison y Eston, en Charlottesville, cerca de Monticello. Aunque no ha quedado ninguna imagen de ella, un par de testimonios considerados fiables la describen como una mulata muy guapa.

De lo que no cabe duda es de que era una mujer discreta: murió en 1835 sin haber dicho una palabra al respecto.

¡Arresten a los de siempre!


Este año se han cumplido 25 años del descubrimiento de una técnica fascinante que hace a cada individuo un ejemplar único y que ha permitido aclarar problemas de inmigración y paternidad, identificar restos humanos, estudiar la compatibilidad en donaciones de órganos, absolver a personas inocentes de condenas de muerte y resolver todo tipo de crímenes que de no existir la técnica hubiesen quedado impunes.

En julio de 1985 el número 316 de la revista Nature publicaba un artículo, Individual-specific “fingerprints” of human DNA (“Huellas dactilares” específicas del ADN humano) redactado un equipo de investigación encabezado por el doctor Albert Jeffreys del departamento de Genética de la Universidad de Leicester. En el artículo se proponía una manera original de identificar personas y establecer relaciones de parentesco. El resultado final del procedimiento era obtener una especie de placa radiográfica donde se observa una serie de bandas que recuerdan a los códigos de barras usados para marcar las etiquetas comerciales. Tal y como sucede con las huellas dactilares, cada persona presenta un patrón específico de bandas de ADN que hace prácticamente imposible encontrar a otra persona en todo el planeta que presente exactamente el mismo patrón. Por esa razón, este método es comúnmente llamado la huella dactilar del ADN.

Las muestras corporales de una misma persona dan exactamente los mismos patrones de bandas. Además, como el ADN se hereda de padres a hijos, todas las bandas que aparecen en la huella genética de una persona tienen que estar presentes en las huellas de alguno de sus padres, lo que resulta ideal para establecer relaciones de parentesco. La sencillez y eficacia del método de Jeffreys fueron la causa de que su descubrimiento tuviera una rápida aplicación práctica. El primer uso que se le dio a la huella digital del ADN fue para demostrar una relación de parentesco en un caso de inmigración. Fue la primera vez en el mundo que un Gobierno aceptó una prueba de ADN como evidencia.

Pero cuando la técnica de Jeffreys se hizo verdaderamente famosa fue cuando el ADN se utilizó por primera vez para resolver un crimen. Esta es la pequeña gran historia del crimen de Narborough, porque el cuerpo de una bonita joven de 15 años, Lynda Mann, fue encontrado una fría mañana de noviembre de 1983 en un sendero cercano al hospital psiquiátrico Carlton Hayes, en las afueras de Narborough, un pueblecito inglés del condado de Leicestershire.

Asfixia por estrangulación, intento de violación, eyaculación precoz, decía el informe forense. El único dato que se pudo obtener a partir del semen era que el asesino tenía sangre tipo A. Cuatro meses de intensa búsqueda y 150 policías no pudieron esclarecer el crimen. En los meses siguientes, el esfuerzo policial se fue debilitando y el caso quedó sin resolver. Tres años después, volvió a suceder: el cuerpo de Dawn Asworth, una niña de 15 años, fue encontrado cerca del mismo hospital. Estrangulación manual y un brutal ataque sexual, determinó el médico forense. Dawn tenía quince años. El semen encontrado en su cuerpo pertenecía a un individuo cuya sangre era otra vez de tipo A.

Esta vez, la policía resolvió el caso en cuestión de días. Richard Buckland, un adolescente que padecía un ligero retraso mental y trabajaba como mozo de cocina en el hospital psiquiátrico, fue arrestado y “hábilmente” interrogado durante 15 horas, hasta que dijo lo que la policía quería escuchar: él había atacado a Dawn Ashworth. Sin embargo, negó terminantemente haber participado en el crimen de Lynda.

Unos meses después, el padre de Richard Buckland estaba leyendo un artículo publicado en la conocida revista de divulgación Selecciones del Reader's Digest que trataba de las posibles aplicaciones del descubrimiento de Albert Jeffreys. Acudió a la policía para solicitar una prueba genética. Convencida de haber capturado al asesino, el juez accedió a solicitar a Jeffreys la realización de una prueba con muestras del semen encontrado en los cuerpos de las jóvenes y una muestra de sangre de Buckland. Jeffreys obtuvo las respectivas huellas digitales del ADN, las comparó y dijo a la policía que tenía una noticia buena y una mala. La mala (para la policía): la huella genética de Buckland no coincidía con la del asesino. El acusado era inocente. La buena noticia era que las huellas de las dos muestras de semen eran idénticas. Había que buscar a una sola persona.

La policía y la prensa no estaban convencidos. ¿Cuál era el umbral de confianza de este nuevo método? ¿No podían presentar dos personas las mismas huellas genéticas? «Habría que buscar entre un billón de personas antes de encontrar dos con la misma huella digital genética, explicó Jeffreys. Y con una población mundial de solamente cinco mil millones, se puede decir categóricamente que una huella digital genética es individual y específica, y no pertenece a ninguna otra persona que exista o haya existido jamás, a menos que se trate de gemelos idénticos».

Buckland fue liberado (se había confesado culpable –dijo- porque ya no soportaba la presión policial) y la búsqueda se reinició. La policía sospechaba que el asesino vivía en las inmediaciones del lugar donde se habían cometido los crímenes. A partir de esta hipótesis, las autoridades tomaron una medida desesperada y sin precedentes. Todos los varones de 17 a 34 años que vivían en Narborough y sus alrededores y que tenían sangre tipo A fueron citados por carta. Se les pedía la donación voluntaria de células bucales para someterlos a la prueba de la huella genética.

En las semanas siguientes, más de cinco mil varones acudieron a los puestos donde se tomaban las muestras. Un vecino del lugar, Colin Pitchfork, leyó con inquietud la carta de la policía. Nada sabía de huellas digitales genéticas, pero enseguida comprendió que si no se presentaba estaba perdido, porque él y sólo él, era el asesino.Pitchfork convenció a un colega para que se presentara en su lugar a cambio de cierta suma de dinero. Luego le pidió el documento de identidad y reemplazó la foto del otro por una propia. Nadie notó el cambio. Unos meses más tarde, el compañero de Pitchfork, algo beodo, se jactó de su hazaña ante los parroquianos de un bar. Alguien llamó a la policía. Fue detenido e interrogado. No tardó en confesar su delito y el nombre de quien lo había empujado a cometerlo. La huella digital genética de Pitchfork coincidió exactamente con las de las muestras de semen. Confesó ambos crímenes. En 1988 se convirtió en la primera persona condenada por la evidencia del ADN.

En los años siguientes, la huella digital del ADN fue presentada en numerosos juicios y permitió identificar culpables, liberar inocentes y establecer relaciones de parentesco algunas tan famosas como la identificación de los restos del asesino nazi Mengele o las pruebas de paternidad del presidente Thomas Jefferson en las que me detendré en otro momento. Con el tiempo, científicos de todo el mundo desarrollaron variantes del método de Jeffrey que permitieron realizar estudios más sutiles. Los avances de la ingeniería genética posibilitaron trabajar con cantidades ínfimas de ADN.

En octubre de 1999, el FBI inauguró en los Estados Unidos un banco de datos genéticos de un millón de criminales, destinado a facilitar la resolución de crímenes pasados y futuros en cualquier parte del mundo. «Un criminal puede cambiar su residencia, pero no puede cambiar su ADN», sentenció Dawn Herkenham, director de la Unidad de Ciencias Forenses del FBI.

Algunos abogados e instituciones de libertades civiles protestaron enseguida, aduciendo que se trataba de la versión cibernética del «arresten a los sospechosos de siempre», la célebre frase del cínico prefecto de policía de la película Casablanca.

Entre 1971 y 2010, 216 condenados a muerte en los Estados Unidos fueron dejados en libertad tras demostrarse a través de la prueba del ADN que eran inocentes de los crímenes por los que habían sido condenados. Si quiere conocer sus perfiles consulte la web de la organización norteamericana que defiende el uso del ADN como prueba judicial (http://www.innocenceproject.org/), lo que ya se ha logrado en 34 de los 52 estados de la Unión y en la inmensa mayoría de los países desarrollados.

El doctor Jeffreys, que acaba de cumplir 60 años, debe sentirse orgulloso.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Arsénico por compasión



En veinticinco relatos que transcurren entre 1999 y 2026, las Crónicas marcianas de Ray Bradbury (publicadas en España por la editorial Minotauro con un excepcional prólogo de Jorge Luis Borges y una excelente traducción de Francisco Abelenda) narran la colonización de Marte: las esperanzas en una vida mejor de los pioneros terrícolas, el descubrimiento de vida marciana y los conflictos que se generan, la rápida desaparición de los alienígenas y la imagen final de la última familia terrestre que ve reflejada en el agua de los canales del planeta rojo el angustiado rostro de los últimos marcianos. A pesar de su ubicación en el género de la ciencia ficción, Crónicas marcianas es una incisiva y nostálgica reflexión sobre las fronteras entre la realidad y los sueños, y la capacidad creadora y destructora del ser humano. 


Animados por lo que Stephen Jay Gould denominaba «fantasía provinciana» e impulsados por nuestra tendencia homocéntrica de considerar a la Tierra el centro del universo, ignorando que como han venido a recordarnos Stephen Hawking y Leonard Mlodinow en El gran designio (Crítica, 2010), la magnitud de aquel es tan inconmensurable que cualquier forma de vida es posible, seguimos empeñados en elucubrar sobre las posibilidades de vida extraterrestre tomando como referencias pruebas triviales o experimentos científicos que nada tienen que ver con la épica bradburyana de la civilización marciana.

Doctora Felisa-Wolf-Simon
Desde las minúsculas bacterias a las gigantescas ballenas, desde las algas microscópicas a los majestuosos secuoyas, todos los organismos vivos dependen de seis elementos: oxígeno, carbono, hidrógeno, nitrógeno, fósforo y azufre. Se requieren otros elementos necesarios para la vida, por ejemplo el hierro para formar la hemoglobina, pero los seis primeros son los constituyentes mayoritarios que requieren todos los seres vivos. En un artículo publicado el pasado día 3 en Science (www.sciencemag.org/cgi/content/abstract/science.1197258), la doctora Wolfe-Simon, del Instituto Astrobiológico de la NASA, ha planteado una posible excepción a un paradigma bioquímico que parecía inamovible. El hallazgo consiste en un linaje bacteriano que Wolfe-Simon ha logrado cultivar en laboratorio reemplazando el fósforo por arsénico en sus biomoléculas. La principal implicación del hallazgo consiste en recordarnos que la vida tal y como la conocemos puede ser mucho más flexible de lo que pensamos o imaginamos normalmente.

La hipótesis de partida del equipo de Wolfe-Simon era que como ambos metaloides tienen unas características químicas similares (son vecinos en la tabla periódica), el arsénico podría haber sido un sustituto del fósforo en organismos primitivos como las bacterias. El fósforo, en forma de diferentes fosfatos, es un elemento fundamental tanto en las cadenas de ADN y ARN, como en dos moléculas, el ATP y el NAD, que son claves para la transferencia energética celular. El problema para confirmar tal hipótesis es que -como nos recordó Frank Capra en Arsénico por compasión, que junto Con faldas y a lo loco de Billy Wilder es una de las comedias más alocadas de toda la historia del cine- el arsénico resulta tóxico para todos los seres vivos precisamente porque las células intentan sustituirlo por el fósforo en sus actividades metabólicas. Un problema añadido para la hipótesis era que a pesar de que los arseniatos son muy similares en su comportamiento químico a los fosfatos, también son mucho más inestables en el agua por lo que ninguna célula sería capaz de obtenerlos del medio.

Mono Lake, California
Para probar su hipótesis, Wolfe-Simon colectó lodos de Mono Lake, un lago del desierto californiano de la Gran Cuenca (si ustedes tienen ocasión de visitarlo no dejen de hacerlo si desean conocer lo más parecido a los paisaje alienígenas descritos por Bradbury), cuyas aguas son muy ricas en sales, entre las que se cuentan los arseniatos. Tras obtener los microorganismos a partir del lodo, los hizo crecer en laboratorio incrementando las concentraciones de arseniato y sin añadir fosfatos, una adición que es obligada cuando se desea cultivar microorganismos en laboratorio. Por el contrario, los trasplantaba sucesivamente a medios cada vez más empobrecidos en fósforo hasta llegar a hacerlo desaparecer por completo. En esas condiciones, cualquier organismo que quisiera formar material genético o cualquier otra biomolécula debería utilizar arseniatos para sobrevivir. Los experimentos no eran buenas noticias para Wolfe-Simon: los sucesivos cultivos cada vez presentaban menores señales de crecimiento bacteriano, lo que parecía desmontar la hipótesis de partida.

Pero cuando la concentración de fósforo era nula, surgió la sorpresa: bajo el microscopio los investigadores detectaron los veloces movimientos de la cepa bacteriana GFAJ-1. Tras comprobar que no existían contaminaciones exógenas de fósforo, el equipo investigador inició una serie de sofisticados análisis para comprobar si el arsénico había sido utilizado por la cepa bacteriana. Los resultados de la espectrometría de masas confirmaron la hipótesis: el arsénico aparecía en fragmentos de proteínas, grasas y ácidos orgánicos bacterianos. Y lo hacía en forma de arseniatos como sustitutos de los fosfatos en los típicos enlaces químicos con los átomos de carbono y oxígeno. Aparentemente, para la cepa GFAJ-1 el letal arsénico se había transformado en vital.

Para algunos bioquímicos el experimento confirmaba que se había aislado una bacteria que utilizaba el arsénico para vivir. Pero no toda la comunidad científica está de acuerdo, porque aunque admitan la fiabilidad del experimento, argumentan que no hay pruebas concluyentes de que el arsénico encontrado en los fragmentos celulares no sea nada más que una acumulación en las vacuolas (una especie de vertederos donde se concentran los desechos de la actividad celular) y no una auténtica incorporación a la actividad bioquímica metabólica. Para demostrarlo concluyentemente, sería necesario encontrar una enzima funcional con arsénico y demostrar que el ADN y otras biomoléculas siguen siendo funcionales tras incorporar los arseniatos, algo que el experimento no ha logrado demostrar.

El artículo de Wolfe-Simon y colaboradores no sostiene en ningún momento que la cepa bacteriana utilice de forma natural el arsénico. Los lodos salinos de Mono Lake contienen tanto fósforo como arsénico y, de hecho, los cultivos bacterianos crecen mejor cuando se les añade fósforo. Lo interesante del experimento es que si la cepa GFAJ-1 es capaz de crecer en ausencia de fósforo, otros organismos terrestres podrían hacerlo también de forma natural y, aún más, que organismos similares podrían haber prosperado en las aguas hidrotermales ricas en arsénico que conformaron los mares de la Tierra primitiva hace 3.500 millones de años.

Las bacterias de Mono Lake son organismos extremófilos, es decir, seres vivos capaces de desenvolverse en condiciones naturales extremas de altísimas o bajísimas temperaturas, acidez o salinidad. Aunque el artículo firmado por Wolfe-Simon no contiene ni una sola alusión a la vida extraterrestre ni siquiera a su búsqueda, los extremófilos interesan a los investigadores que especulan para buscar formas de vida extraterrestre: si en la Tierra hay organismos capaces de vivir en entornos poco comunes y difíciles, se amplían las posibilidades de que exista o haya existido la vida en otros rincones del universo, en condiciones extrañas y hostiles en las que la vida, tal y como la concebimos nosotros, nunca podría existir.

Para la NASA, siempre muy dependiente del presupuesto público para proseguir sus investigaciones espaciales y más ahora en plena crisis, la cuestión está muy clara: el trabajo de Felisa Wolfe-Simon y sus colegas sobre las bacterias adictas al arsénico amplía la probabilidad de encontrar vida extraterrestre y con ello las posibilidades de obtener más recursos de la Reserva Federal. A los que cuando éramos niños nos enseñaron el cuento sinfónico de Sergéi Prokófiev, cuya moraleja refleja la importancia de la sinceridad, se nos antoja que la agencia espacial estadounidense está abusando del que viene el lobo en eso de encontrar rastros de seres vivos en mundos por ahora ignotos.

Crónicas marcianas


-Es bueno renovar nuestra capacidad de asombro-dijo el filósofo-. Los viajes interplanetarios nos han devuelto a la infancia. Ray Bradbury (Crónicas marcianas).


Si el epítome contemporáneo del género son las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, el abuelo de la literatura de ciencia ficción y de la vida extraterrestre es, con todos los honores, el sofista epicúreo y cínico Luciano de Samósata, que hace dieciocho siglos escribió un relato, La historia verdadera, en el que viaja a la Luna navegando en un barco arrastrado por una providencial tromba de agua y allí, entre otras maravillas, observa a los selenitas -que carecen de ano- hilar los metales y el vidrio para hacer trajes, beber zumo de aire, quitarse y ponerse los ojos y dar a luz en vez de las mujeres, ya que se casan hombres con hombres.

En pleno Renacimiento, Ludovico Ariosto en Orlando furioso, y algo más tarde, en el Barroco, Kepler en su Somnium Astronomicum, Cyrano de Bergerac en un viaje imaginario a la Luna que él mismo protagoniza en El otro mundo, y el religioso, naturalista y criptógrafo inglés John Wilkins en un libro de prolijo título: Descubrimiento de un Mundo en la Luna, discurso tendente a demostrar que puede haber otro Mundo habitable en aquel Planeta, con un apéndice titulado Discurso sobre la posibilidad de una travesía, alimentaron el mito de la vida extraterrestre que ellos situaban en la Luna, porque no podían situarla en Marte, un planeta cuya existencia habían pronosticado los cálculos orbitales de Galileo, pero que no fue descubierto hasta bien entrado el siglo XVII, cuando el astrónomo holandés Huygens, con la ayuda de su compatriota el filósofo y óptico Benedict Spinoza, pulió unas perfeccionadas lentes que le sirvieron para ser el primer hombre en avistarlo.

Cada treinta años aproximadamente, Marte y la Tierra coinciden en aquellos puntos de sus órbitas respectivas en que estas se acercan más una a la otra. Cuando esto ocurre, como sucedió en 1877, Marte se halla a “tan sólo” unos 55 millones de kilómetros de la Tierra, una magnífica oportunidad para que los astrónomos lo estudien minuciosamente, algo que, como muchos otros colegas, se dispuso a hacer aquel año el italiano Giovanni Schiaparelli, aunque su exceso de celo y el afán de pasar a la posteridad hicieron que se le fuera la mano. Schiaparelli creyó observar unas líneas finas, que corrían desde los polos al ecuador marciano, a las que bautizó como canali, porque lo que el astrónomo italiano quería señalar un tanto ladinamente era la apariencia de sistema sanguíneo o irrigante de los canali. Que se relacionase a los canales de Marte con obras civilizadas fue una predecible consecuencia del momento tecnológico que se vivía, porque por aquel entonces se estaban abriendo gigantescos canales para la navegación en todo el mundo, entre otros los de Suez y Panamá, cuya magnitud ciclópea tenía pasmada a la humanidad.

El asunto de los canales despertó la calenturienta imaginación de mucha gente, especialmente del multimillonario norteamericano Percival Lowell, que estaba tan atolondradamente entusiasmado con la idea de una civilización marciana que en 1894 construyó su propio, moderno y costosísimo observatorio en Arizona. Dedicado en cuerpo y alma a la astronomía, el diletante, especulativo y un tanto delirante Lowell empleaba gran parte de su tiempo y casi toda su fortuna persiguiendo la existencia de civilizaciones inteligentes en Marte, una obsesión muy embarazosa para su aristocrática familia bostoniana. 
Después de cuatro años de inútiles observaciones astronómicas, la literatura envió un balón de oxígeno para Lowell: en 1898 H. G. Wells publicó su memorable novela La guerra de los mundos, inmediatamente convertida en un superventas literario. Cuarenta años después, el 30 de octubre de 1938, Orson Welles adaptó la novela en un guión que se convirtió en la emisión radiofónica más famosa de todos los tiempos.

Como le sucedió a Alonso Quijano con los libros de caballerías (por cierto, don Quijote nunca creyó en el imaginario vuelo orbital que, a lomos de Clavileño, le endilgaron los bromistas duques en la segunda parte de El Ingenioso Hidalgo), lecturas como las que he mencionado habían convencido a Lowell no sólo de que había vida en Marte, sino que, además, era vida inteligente: una sabia y antigua civilización había construido esos canales para drenar agua de los helados casquetes polares y abastecer así a las sedientas y desesperadas ciudades edificadas en la zona ecuatorial de un planeta que se estaba desertizando. La prensa vino en su ayuda. El 27 de agosto de 1911 la sección Maravillas del cielo del prestigioso New York Times abría con un gran titular: «Los marcianos han construido dos inmensos canales en dos años. Estos vastos trabajos de ingeniería han sido llevados a cabo en un tiempo increíblemente corto por nuestros vecinos planetarios». Y continuaba la información con este tenor: [los canales] «son tan grandes que, a su lado, el Cañón del Colorado sería una nimiedad». Así llegó el gran momento mediático de Lowell y la popularidad de sus tres libros sobre Marte que hasta entonces habían pasado desapercibidos para el gran público.

Tras los avances de la Era Espacial en la segunda mitad del siglo XX, y después de que las investigaciones de Kuiper demostraran que la atmósfera de Marte era una mortífera mezcla gaseosa, cualquier posibilidad de vida que fuera más allá de las formas microbianas más simples quedó desvanecida. Luego de un viaje de algo más de ocho meses, la última sonda en llegar a Marte, la Phoenix, se posó en las gélidas superficies del norte marciano el 26 de mayo de 2008. Las impresionantes imágenes del amartizaje, televisadas en directo a todo el mundo, quedaron mediáticamente tapadas por la casi simultánea aparición del número de 30 de mayo de la revista Science que, en poco más de dos páginas, y gracias a los resultados de la investigación de tres biólogos de Harvard liderados por Nicholas Tosca, descartaban la posibilidad de que hubiera existido vida marciana: el líquido imprescindible para sostener la vida, el agua, sobre cuya existencia se habrían centrado las expectativas de vida en Marte hace millones de años, era una salmuera hipersalina, un caldo absolutamente incapaz de albergar el origen de formas de vida similares a las terrestres.

El exceso de sal es mortal para la vida microbiana, algo que saben en los hombres desde muy antiguo: el mismo efecto que conservaba el pescado antes de la invención de los modernos congeladores o que cura los deliciosos jamones conservando los perniles en salmuera, provocando con ello su deshidratación y evitando de paso las infecciones microbianas, habría impedido también que surgieran microbios precursores de formas de vida más evolucionadas y complejas en el planeta rojo. Pero que no pierdan la esperanza los nostálgicos de la vida marciana. El pasado 3 de diciembre un artículo publicado de nuevo en Science (www.sciencemag.org/cgi/content/abstract/science.1197258) ha reabierto de nuevo el debate sobre las posibilidades de vida en ambientes que ahora resultan letales para la vida. Del uso del venenoso arsénico como fuente de vida me ocuparé en la próxima entrada.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Bioconstrucciones arcaicas



En el último número de diciembre, la prestigiosa revista científica Geology publica un interesantísimo artículo en el que un equipo investigador del Instituto Geológico y Minero de España da cuenta de que las abundantes rocas negras de la cueva cántabra de El Soplao son en realidad el testimonio fósil de unas maravillosas bioconstrucciones bacterianas denominadas estromatolitos. Hace unos dos mil millones de años (MA), cuando en los océanos ya emergían millones de células vivas, los arrecifes de estromatolitos comenzaron a expandirse y a segregar un gas que fue causante de la primera extinción masiva del planeta. Este gas era el oxígeno y provocó un cambio tan drástico en la Tierra, que permitió una expansión vital sin precedentes.

Parque Nacional Yoho (British Columbia). La masa calcárea  es el yacimiento fosilífero de Burgess Shale
 De forma un tanto súbita y todavía insuficientemente explicada, la vida estalló en un sinfín de organismos complejos, algunos precursores de los que actualmente pueblan la Tierra y otros ya extinguidos, en el Cámbrico temprano, hace unos 570 MA. Los invertebrados fósiles de Burgess Shale, encontrados en el Parque Nacional Yoho, en las Rocosas canadienses, son una de las pruebas más hermosas, espectaculares y pedagógicas de la relativamente súbita aparición de la práctica totalidad de los grupos de animales modernos en apenas unos cuantos MA. La fauna fósil de Yoho es una preciosa ventana abierta al acontecimiento más crucial en la historia de la vida animal, una secuencia evolutiva tan veloz que sobrepasa, con mucho, a los dinosaurios en su potencial instructivo sobre la historia de la vida. 



Antes de la explosión biológica cámbrica, los arrecifes de estromatolitos -del griego stroma (cojín) y lithos (piedra)- dominaron el paisaje terrestre durante unos 3.000 MA. Son rocas formadas por láminas de carbonatos que resultan de la actividad metabólica de las cianobacterias que aparecen en el registro fósil desde hace 3.500 millones de años (MA) y representan a las primeras evidencias de vida en la Tierra. Las cianobacterias son unos organismos procariotas tan sencillos que carecen de los orgánulos (núcleo, cromosomas pares, mitocondrias y cloroplastos) que caracterizan a las células más evolucionadas de los eucariotas que sólo aparecen en registro fósil hace unos 1.400 MA. 


A pesar de su sencillez estructural, les debemos la vida porque los procariotas fueron los primeros seres vivos que realizaron la fotosíntesis, gracias a la cual, entre otras cosas, se libera oxígeno. Durante casi todo el Arqueozoico el poco oxígeno que arrojaban los volcanes, o que era producto de la disociación del vapor de agua en la alta atmósfera, era consumido por gases reductores como el monóxido de carbono, el hidrógeno y el metano. En resumidas cuentas, al igual que lo que ocurre hoy en los demás planetas del Sistema Solar, el ambiente era anaerobio: cualquier organismo que viviese entonces debía subsistir en ausencia de oxígeno libre.

Tales condiciones impedían la existencia de la inmensa mayoría de los organismos aerobios que hoy pueblan la Tierra y que necesitan del oxígeno para respirar. Para que estos pudieran aparecer sobre la faz de la Tierra, los dos problemas principales con los que hubo de enfrentarse la vida fue la formación de una atmósfera rica en oxígeno y, a partir de esta, de una capa de ozono capaz de filtrar las radiaciones solares ultravioletas que habrían destruido cualquier forma de vida que emergiera de las aguas. La actividad de las cianobacterias solucionó ambos problemas.

Las cosas cambiaron con la aparición y el desarrollo de organismos que practicaban la fotosíntesis. Entre hace unos 3.500 y 2.700 MA, las cianobacterias aparecieron en las aguas costeras de los primitivos continentes. Las cianobacterias, mediante fotosíntesis, liberan oxígeno y captan de la atmósfera grandes cantidades de dióxido de carbono para formar carbonatos que, al precipitar, dan lugar a la formación de los estromatolitos.  Son capaces de vivir en ambientes anaerobios, pero, a diferencia de lo que ocurre con otras bacterias, el oxígeno no es para ellas un veneno. Al contrario, las favorece, por lo que pudieron proliferar en el propio entorno oxigenado que ellas mismas fueron creando. 

Estos nuevos seres vivos cambiaron el equilibrio geoquímico del aire, que hasta entonces había mantenido al oxígeno atmosférico en una concentración muy baja. La utilización metabólica del oxígeno presentaba dos ventajas. El oxígeno era una forma más eficiente de producir energía y destruía a los organismos anaerobios que en aquellos tiempos eran todos. En un mundo anaeróbico, el oxígeno es extremadamente venenoso. De hecho, nuestros glóbulos blancos usan el oxígeno para matar las bacterias infecciosas. Que el oxígeno sea fundamentalmente tóxico suele constituir una sorpresa para los que dependemos de él, pero eso se debe únicamente a que hemos evolucionado para poder aprovecharlo. Para los seres anaeróbicos es letal.

En los primeros cientos de MA de existencia de las cianobacterias, la diferencia entre el carbono orgánico producido y el consumido era muy pequeña y el oxígeno atmosférico no aumentaba. Pero las condiciones cambiaron cuando a finales del Arqueozoico la producción fotosintética comenzó a superar a lo que se empleaba en la descomposición de la materia orgánica y en la oxidación de los minerales ferrosos. Esto permitió que su concentración en el aire, al traspasar un umbral de supervivencia, aumentase velozmente. A su vez, las cianobacterias aeróbicas fotosintéticas se vieron favorecidas y se multiplicaron exponencialmente, llegando a proliferar en todos los mares mientras que muchas de sus antiguas competidoras sucumbían asesinadas por el nuevo gas letal. El oxígeno alcanzó en relativamente poco tiempo niveles comparables a los de la atmósfera contemporánea: un 21% de la mezcla de gases que componen el aire.

Una vez que el oxígeno fue suficientemente abundante en la atmósfera, con la ayuda de la radiación solar se fue formando ozono, que no es más que una molécula triatómica de oxígeno. Por su capacidad de absorción de la radiación solar ultravioleta, letal si es intensa, el ozono formado abrió nuevas posibilidades a una vida que, hasta entonces, estaba sumergida o enterrada para protegerse de la luz solar directa.
Estromatolitos en Cuatro Ciénegas, Cohauila, México
 Hasta 1961, los estromatolitos se conocían solamente como formaciones fósiles, por lo que aquel año fue una auténtica revolución científica descubrir una comunidad viva en Shark Bay, en la remota costa del noroeste de Australia. Poco a poco, se han encontrado media docena de lugares donde aún persisten estromatolitos activos. Algunos de los más espectaculares se encuentran en Cuatro Ciénegas, en pleno desierto de Chihuahua. En las aguas esmeraldinas de unos lagunazos someros rodeados de yesos pueden contemplarse a gusto los estromatolitos, que están allí, respirando muy tranquilos bajo la superficie. 

Resulta sobrecogedor poder contemplar restos vivos de la Tierra tal como era hace 3.500 MA: es viajar atrás en el tiempo y pensar que, como escribió Fortey en La vida. Una biografía no autorizada, el libro de cabecera de toda una generación de paleontólogos, «si el mundo fuera consciente de sus verdaderas maravillas, este espectáculo sería tan bien conocido como las pirámides de Gizeh». Aunque aparentemente inertes, esos cojines pétreos están llenos de vida: en cada metro cuadrado de roca viven 3.000 millones de organismos individuales. Cuando se observan atentamente, se pueden ver burbujas minúsculas que ascienden a la superficie: es el oxígeno del que se están desprendiendo. Es el gas letal que aniquiló estirpes enteras, pero al mismo tiempo el aliento vital que alumbró a la prodigiosa biodiversidad que ahora nos rodea.

Resulta apasionante pensar que estos minúsculos procesos elevaron el nivel de oxígeno en la atmósfera de la Tierra, preparando el camino para el capítulo siguiente, y más complejo, de la historia de la vida: la aparición de las células procariotas y con ellas, el comienzo de la explosión vital cámbrica.


miércoles, 1 de diciembre de 2010

!Viva la menstruación mexicana!





En una cantina de Morelia en la que me encontraba el pasado 20 de noviembre, cuando se cumplía el primer centenario de la Revolución mexicana, oigo gritar a un parroquiano algo pasado de tequila: «!Viva la menstruación mexicana!». «Oiga, mi amigo -le reconvino otro de los presentes-, no es la menstruación, es la Revolución mexicana». «Es igual; la cuestión es que corra la sangre», contestó el entequilado.

Más allá de la historia oficial, empeñada en presentar a sus protagonistas como un grupo de personajes honestos, intachables e infalibles (los vencedores) que se enfrentaban a viles, terribles y despiadados enemigos (los perdedores), la Revolución que dio lugar al México moderno comienza a revisarse ahora como un catálogo de traiciones, un festín de sangre, un desahogo de rencores y una gesta de corruptelas que produjo un millón de muertos y forjó varias generaciones de políticos demagogos y millonarios que hicieron su carrera engrasándola con la sangre de personajes como Francisco Madero, Emiliano Zapata o Felipe Ángeles, que encarnaban los mejores ideales de la Revolución.

General Porfirio Díaz Mori
 La meta original del movimiento revolucionario fue el derrocamiento del gobierno arcaico del general Porfirio Díaz que, de héroe nacional en la lucha contra la invasión francesa (1862-67), se convirtió en villano favorito en las postrimerías del siglo XIX y en los albores del XX, dada su obstinación a perpetuarse en el poder oprimiendo al común, arruinando el país, entregando los recursos nacionales a las empresas extranjeras y, de paso, llenando sus bolsillos y los de su camarilla. El dictador, como medida precautoria, dado lo avanzado de su edad, había encargado el diseño de una silla presidencial de ruedas.

Dispuesto a reelegirse fraudulentamente para el periodo 1910-16 por sexta vez estaba don Porfirio cuando se atravesó en su ruta un pequeño burgués por partida doble (medía poco más de metro y medio y era un acomodado hacendado) de nombre Francisco I. Madero. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre la enigmática "I" de su nombre: unos dicen que es la inicial de Ignacio y otros que es la de Indalecio. Los mal pensantes dicen que el presidente Vicente Fox, tenido por algo inane, creía que Francisco “y” Madero habían formado la primera pareja presidencial mexicana.

Una alianza entre los partidos Antirreeleccionista y Nacionalista Democrático lanzó la candidatura de Madero a la Presidencia. El porfirismo obstaculizó su candidatura hasta el punto de que, comenzada la campaña, Madero fue detenido acusado de ser un peligro nacional. Permaneció preso hasta que don Porfirio, sin despeinarse, ganó la reelección a la búlgara, triunfo que el domesticado Congreso ratificó en septiembre de 1910. Madero, libre bajo fianza, tomó las de Villadiego, una medida más que prudente habida cuenta la facilidad con que los adversarios de don Porfis acostumbraban a acumular plomo en sus cuerpos.
 
Durante su exilio en San Antonio, Texas, Madero se dedicó a redactar el Plan de San Luis: una convocatoria al pueblo de México a levantarse en armas para desconocer la reelección de don Porfis. Hecho inaudito en la historia de las revoluciones, en el manifiesto se proclamaba que la fecha para iniciar el levantamiento armado sería el 20 de noviembre de 1910 a las 6 de la tarde. Únicamente le faltó añadir aquello de “con permiso de la autoridad y si el tiempo lo permite”. Con tan inusual proclama, el señor Madero ponía sobre aviso a la policía de don Porfirio, le daba el santo y seña de la conspiración y le proporcionaba no sólo el día sino hasta la hora de la insurrección. Don Panchito Madero era un hombre bueno, ingenuo y bien intencionado, en el que pareció cumplirse lo que dice el refrán mexicano: «Caballo demasiado grande tira a penco, mujer demasiado coqueta a pelleja, y hombre demasiado bueno a pendejo».
Francisco I. Madero

No obstante su atolondrado inicio, como resultado del plan maderista que promulgaba la no reelección y ofrecía la restitución a los campesinos de las tierras que les habían arrebatado los hacendados (una tremenda bola como habría de demostrarse poco después), comenzaron a surgir levantamientos armados en el país, comandados por Pascual Orozco y Pancho Villa en el norte, y por Emiliano Zapata en el sur. Los triunfos militares de los insurrectos, sumados a la edad del dictador -80 años- produjeron que el 25 de mayo de 1911 don Porfirio, que ese día sufría un fuerte dolor de muelas, renunciara a su cargo. La mañana del 31 del mismo mes, acompañado de su familia y de una buena parte del tesoro nacional, zarpó rumbo a Francia en busca de un buen dentista. La Revolución frustró él sueño don Porfirio de morir con la banda presidencial como mortaja.

El gobierno interino del porfirista León de la Barca convocó elecciones y el 6 de noviembre de 1911 Madero fue aclamado Presidente, lo que según el periodista e historiador Paco Ignacio Taibo hizo que su hermano Gustavo (de don Panchito, no de Taibo) dijera: «De todos los hermanos Madero (eran 16) fueron a elegir Presidente al más tonto», aunque, todo hay que decirlo, por aquel entonces no había nacido el actual senador Gustavo Enrique, sobrino nieto de los Madero, de quien cuentan y no acaban.

En compañía del vicepresidente Pino Suárez, Madero gobernó ingenuamente durante casi 16 turbulentos meses: dejó intacto al Ejército federal, una corrupta creación de la dictadura, se hizo acompañar en su gabinete por connotados porfiristas y, sobre todo, se negó, a admitir que el triunfo de la Revolución llevaba aparejado una serie de reivindicaciones sociales inevitables, entre ellas el reparto de tierras. Esto ocasionó que Orozco y Zapata, al grito de «Tierra y libertad» se levantaran en su contra.
 
 El ungido cómo Apóstol de la democracia fue víctima de las intrigas del dipsómano embajador gringo Lane Wilson, quien instigó a los generales Victoriano Huerta, Félix Díaz (sobrino de don Porfirio) y Aureliano Blanquet, así como al ministro maderista Pedro Lascurain para que lo traicionaran. Presionados por los antes mencionados y algunos miembros más del cuerpo diplomático, quienes les plantearon la conveniencia de su renuncia y les garantizaron poner a salvo sus vidas y las de sus familiares, Madero y Pino Suárez presentaron ingenuamente su renuncia el 19 de febrero de 1913. El Congreso, en un nuevo arrebato democrático, las aceptó y designó, como establecía la ley, a Lascurain, como presidente interino. Don Pedro duró en el cargo menos que un pastel en la puerta de un colegio: a las 10:24 tomó posesión; su primer y único acuerdo fue nombrar al felón Victoriano Huerta (el general borrachín que se había distinguido masacrando a los indígenas yaquis y mayas) ministro de Relaciones Exteriores; satisfecho del deber cumplido, a las 11:18 renunció al honroso cargo de Presidente de la República que había desempeñado durante 56 minutos, tiempo suficiente para que Huerta asumiera la Presidencia y consumiera una botella de coñac, décima parte de la dosis que –según sus allegados- consumía todos los días.
 

Por órdenes de Huerta, Madero y Pino Suárez fueron asesinados alevosamente la noche del 22 de febrero. El gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, quien ya canonizado es conocido como El Varón de Cuatro Ciénagas, pero de cuyo apellido se deriva el neologismo carrancear, sinónimo mexicano del verbo robar, fue el primero en desconocer al espurio Victoriano y, enarbolando la bandera del constitucionalismo, a la que se unieron un puñado de ilusos fieles maderistas y una caterva de oportunistas, desató el segundo periodo revolucionario: una guerra civil y una orgía de asesinatos.

Carranza, tras dar un golpe de Estado, mandó fusilar al hombre mejor preparado del Ejército –el general Felipe Ángeles- y ordenó asesinar a Emiliano Zapata. A su vez, Carranza fue asesinado por el general Álvaro Obregón quien resultó elegido Presidente. Éste mandó matar a Pancho Villa y, de común acuerdo con su sucesor y compadre, Plutarco Elías Calles, dio la orden de asesinar a Arnulfo R. Gómez y a Francisco R. Serrano, candidatos presidenciales, en compañía de una docena de sus futuros ministros. De esta forma, el manco Obregón quedó como candidato único y, saltándose a la torera la norma constitucional que impedía repetir en la Presidencia de la República, resultó elegido por segunda vez.
 
General Felipe Ángeles
Según todos los indicios, el presidente saliente Calles algo tuvo que ver con la muerte del presidente electo Obregón, asesinado por José León Toral, quien –desafiando toda lógica y vulnerando las precisas leyes de la balística- con una pistolita de dos tiros le metió al Manco de Celaya trece balazos de distintos calibres. Con don Plutarco, la Revolución se institucionalizó en un prodigioso oxímoron: el Partido Revolucionario Institucional, o como le dijo el coronel Zataray a Renato Leduc: «La Revolución degeneró en gobierno».

sábado, 13 de noviembre de 2010

¡Por allí resopla!



Desde que era niño me han fascinado dos animales: las ballenas y los murciélagos. Los veo ahora mismo, en los torpes dibujos del ejemplar que conservo de la vieja Enciclopedia intuitiva, sintética y práctica de Álvarez que estudiábamos en tercer grado de primaria, modesta predecesora de las cibernéticas enciclopedias que hoy manejan los escolares. Cuando la maestra explicó que, pese a nadar las unas y volar los otros, ni las ballenas eran peces ni los murciélagos aves, quedé atrapado para siempre en la afición por la naturaleza. «Algún día estaríamos preparados –decía la maestra- para comprender que los animales que ahora vemos no fueron siempre así, según las teorías del sabio don Carlos Darwin», un sabio cuyas venerables barbas no aparecen en el viejo ejemplar que conservo de aquella Enciclopedia en cuya estampilla inicial figura el nihil obstat de Su Eminencia Reverendísima José, arzobispo de Valladolid, arropado por las rúbricas de dos canónigos censores. ¡Cómo para hablar de Darwin!

Mi apego a la profesión que me enamora debe mucho a mi fascinación por comprender cómo, por qué y para qué unos animales que caminaban por tierra firme sucumbieron hace millones de años a nuestro inalcanzable sueño de nadar y volar en libertad. Cetáceos y quirópteros habitan en dos universos –el agua y el aire- de los que apenas conocemos una mínima fracción de su abrumadora inmensidad. La vida surgió del mar hace más de tres mil millones de años; desde entonces, el hombre y sus creaciones –el arte, la literatura, las ciencias, las ciudades y las civilizaciones-, que en nuestra miopía antropocéntrica se nos antojan eternas, aparecen y sucumben, mientras que el mar va y viene pero sigue siendo el mar. 
 
La fijación por esas colosales bestias marinas que tragan náufragos para luego devolverlos inverosímilmente ilesos comienza con la Historia verdadera, la novela corta con la que Luciano, imaginando viajes y travesías increíbles, escribió hace casi dos milenios el acta fundacional de los relatos de ciencia ficción: «Una sola verdad diré: que digo mentiras». La huella narrativa de la ballena deja su rastro literario desde Simbad hasta Pinocho y su padre adoptivo Gepetto, cautivos melancólicos en el interior de Monstro, pasando por Jonás, tragado también por un mamífero tan increíble que la Biblia lo confunde torpemente con un pez: «Y mandó Yahvé al pez, y vomitó a Jonás en tierra». Pero también relatos de viajes tan inolvidables como La travesía del Cachalote, de Bullen, novelas como Un capitán de quince años, de Julio Verne, La narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket -la única novela de Edgard Allan Poe-, El camino de la ballena, del chileno Francisco Coloane y tantos otros. Pero sobre todo, la ballena literaria es Moby Dick, protagonista de una novela sobre una cacería tan obsesiva y catastrófica que convirtió en drama la vida de Herman Melville haciendo bueno el adagio de Nietzsche: «Quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo.»
 
Gracias al libro Leviatán o la ballena del escritor inglés Philip Hoare, que la editorial Ático de los libros acaba de sacar a la venta, un libro que he leído, releído y anotado a lápiz con la avidez con la que aferramos las obras maestras, he vuelto a encontrarme con Melville, con su novela, con la existencia prodigiosa y amenazada de las ballenas, con la cruel historia de sus cacerías y con la literatura y las investigaciones científicas consagradas a ellas. Hoare, un escritor inglés es, como el autor de Moby Dick, un enamorado de las ballenas que el año pasado, cuando su Leviatán acababa de ganar las veinte mil libras del prestigioso premio Samuel Johnson, decía que aquello era como dar dinero a un drogadicto: pensaba invertirlo en más viajes a los antiguos puertos de New Bedford y Nantuckett, y en más travesías e inmersiones junto a las ballenas de las Azores.

Hoare sigue la técnica de lo que hizo el primer narrador de viajes Herodoto, al que después siguieron los más grandes escritores de viajes, sobre todo el inglés Bruce Chatwin, cuya técnica era contar en primera persona un viaje en busca de algo para desviarse de su objetivo divagando acerca de los temas que van apareciendo a su paso, lo que conduce al lector a toparse con hallazgos inesperados, en el mundo real y en el imaginario. Esa es la estrategia literaria que empleó Chatwin en su mejor crónica viajera, En la Patagonia (Península; 2007), una hermosa narración que comienza siguiendo el hilo de una duda infantil surgida de un trozo de piel de brontosaurio y que termina siendo un libro de viajes por un espacio humano, no sólo físico, una exploración por las vidas extraordinarias de personas comunes que, por una razón u otra, han ido a parar a aquellos confines barridos por el viento, donde la historia se distorsiona por la lejanía de las ciudades.

Del carácter parcial y poco fiable de las fuentes en las que beben los cronistas viajeros era consciente el propio Herodoto, que –adelantándose dos milenios a Luciano- escribió: «Si yo me veo en el deber de referir lo que se cuenta, no me veo obligado a creérmelo todo tal cual: que esta afirmación se aplique a la totalidad de mi obra». Dicen también que Chatwin era un mentiroso. Quienes se han dedicado a seguir sus huellas ha desmentido muchas de sus historias más inolvidables, pero nada de esto resta maravilla a su escritura, que incita a liar el petate e irse tras sus huellas, quizás porque en el nomadismo subyace todavía la antigua y verdadera condición humana. 
 
Si Philip Hoare ha aprendido de Chatwin la libertad divagadora de la escritura, no ocurre lo mismo con los precisos y contrastados datos de naturaleza múltiple que contiene su Leviatán, en el que autor utiliza elementos prestados de las crónicas de viajes, de la narrativa, de las memorias, del reportaje y del ensayo científico para combinarlos con sus experiencias, sus reflexiones y sus conocimientos de historia y ciencia para transportarnos al pasado en un párrafo y devolvernos al presente en otro; para mostrarnos toda la crueldad que encerraba y lamentablemente aún encierra la caza y la industria de la ballena, un animal que se ha usado para todo, para fabricar lubricantes (las 100.000 farolas que iluminaban las calles del Londres de Dickens se encendían con su aceite) hasta para construir aderezos para ropa (las ballenas de los corsés o de los cuellos de camisa cuyos nombres se arrastran hasta ahora), y luego humaniza a estos animales hasta hacer que al lector le resulte incomprensible, detestable y criminal su caza. El mundo moderno, dice Hoare, se construyó sobre hecatombes de ballenas, pero también sobre bosques transformados en astillas y cenizas, sobre praderas empapadas con la sangre de los búfalos perseguidos hasta su aniquilación, y sobre civilizaciones exterminadas de las que apenas recordamos los nombres. Y es que el impulso demente de Ahab, como el de los cazadores japoneses y noruegos que disparan arpones explosivos contra los últimos ejemplares de especies de ballenas casi extinguidas, no es sólo la codicia, sino el ansia de autodestrucción que parece latir en el corazón de algunos humanos.

Este libro profundo sobre las profundidades, este ensayo original y magnífico, tiene el contradictorio aroma agridulce de la canela y el clavo, de la admiración por las ballenas y de la vergüenza por la especie que ha intentado destruirlas. Al final, la carta de amor a los cetáceos que es este libro de Hoare, te hace recuperar la esperanza en la naturaleza humana. Si no es así, cuando la última ballena muera, nuestro planeta habrá perdido biodiversidad pero también mucho romanticismo.