sábado, 18 de diciembre de 2010

PRI: La inmovilidad del movimiento

Cuando Plutarco Elías Calles fundó el partido oficial (PRI) en 1929, invirtió el sentido original de la Revolución mexicana. Para frenar el baño de sangre iniciado un siglo antes con la guerra de Independencia y culminado con los convulsos años que siguieron al inicio de la Revolución el 20 de noviembre de 1910, Calles inventó una monarquía republicana: durante décadas, dos instituciones gozaron del respeto de la clase gobernante: la presidencia y el partido oficial. La cohesión interna, la disciplina y la sumisión de los miembros del PRI se debía al eje permanente del poder: el presidente de la República convertido en monarca absoluto. El hombre elegido -por dedazo, no por votos- se apropió de la vida pública nacional, del discurso y de los medios. Como era natural, la interpretación de la historia se convirtió en una más de las facultades presidenciales.

Con el PRI se dio estabilidad política a un país esquilmado por décadas de luchas intestinas y guerras con enemigos externos infinitamente más poderosos (Estados Unidos, España, Francia), pero el coste fue también crear un sistema político formalmente democrático pero profundamente antidemocrático, autoritario, impune e inevitablemente corrupto, sin un proyecto de nación a largo plazo que rebasara la efímera temporalidad de los sexenios presidenciales –con ciudadanos presidentes convertidos en monarcas efímeros que designaban a su sucesor-, con un manejo perfecto del lenguaje de la simulación y sobre todo manipulador de la historia. Frente a cualquier situación que pudiera amenazar la legitimidad histórica del sistema, la respuesta se daba en el terreno de la historia por decreto. El sistema político mexicano, por medio de su particular concepción de la historia, durante el siglo XX fragmentó la verdad, se encargó de crear bandos irreconciliables y negó la naturaleza humana de los protagonistas de la historia nacional: los vencedores se convirtieron en mitos, los disidentes en villanos.

El PRI alteró su propio pasado para construir un relato acorde con sus fines, puesto al servicio del sistema y defensor de los intereses oficialistas. La historia de la nación mexicana comenzaba con México-Tenochtitlan. El primer caudillo defensor de la soberanía nacional fue Cuauhtémoc. Después de tres siglos de oscuridad y opresión española, el pueblo encontró la luz de la razón a través de los iluminados ojos de dos curas criollos: Hidalgo y Morelos. Llegaron los terribles años de Santa Anna y las guerras con el exterior, pero a mediados del siglo XIX la brillante generación de liberales, encabezada por un indio llamado Benito Juárez, rescató a México de las terribles garras de la reacción. La afrancesada opereta del porfiriato fue un retroceso, pero la Revolución iluminó de nuevo el camino de la justicia social y el desarrollo que don Porfirio había interrumpido arteramente. La conclusión no podía ser más clara. México había alcanzado el mayor grado de evolución política e histórica con el surgimiento de la revolución institucionalizada: el PRI. De ahí hacia el futuro, lo único que podía esperar la nación era el bienestar y el progreso.

 
A los cuatro vientos la historia oficial proclamó que su origen y justificación se encontraban exclusivamente en la lucha contra Porfirio Díaz y Victoriano Huerta (entre 1910-1914), pero negó a todas luces que su génesis también se hallaba en la purga revolucionaria realizada por sus propios hombres entre 1919 y 1929. Los hechos hablaban por sí solos. En la más pura expresión de canibalismo revolucionario, la sociedad mexicana pudo ver a Venustiano Carranza (erigido en “Primer Jefe” tras no aceptar los resultados de la soberana Convención Revolucionaria que él mismo había convocado para elegir al primer presidente posrevolucionario) ordenar el fusilamiento de Felipe Ángeles y aprobar el asesinato de Zapata (1919); al clan de los latifundistas sonorenses, con Álvaro Obregón y Calles a la cabeza, fusilar en 1920 al molesto Primer Jefe cuyo gobierno corrupto estaba vampirizando al país; a los mismos sonorenses deshacerse de la vieja guardia de la Revolución formada por hombres como Blanco, Diéguez, Murguía, Buelna y Hill, que se habían levantado en armas creyendo en los principios políticos y sociales de la Revolución, para luego acribillar traicioneramente a Pancho Villa en 1923; a Calles, disfrutar del poder absoluto luego del magnicidio de su compadre Obregón (1928) inducido por él mismo; y a Lázaro Cárdenas expulsar del país al autoproclamado Jefe Máximo, Calles, en 1936. Con la figura de Lázaro Cárdenas erigida como presencia moral de los ideales revolucionarios por fin se detuvo la hemorragia cainita, se estableció un sexenio honrado que materializó en los hechos el nacionalismo revolucionario y estableció las piezas definitivas del sistema político mexicano con el corporativismo y las nacionalizaciones energéticas. Pero también la familia revolucionaria consolidó la historia oficial y el discurso se llenó de símbolos.

Por decreto, el sistema erigió grandes altares a la patria; grandes mausoleos donde reposaban seres moralmente inmaculados e infalibles cuyos sonoros epitafios saltaban del mármol para enseñarse en las escuelas como dogmas inapelables; creó símbolos para que, a través del discurso histórico, se justificara a toda costa la permanencia en el poder de los revolucionarios institucionalizados, políticos que se apropiaron de la retórica de la Revolución y aparcaron para siempre los principios morales y sociales que la habían sostenido . Algo así como el gran invento del franquismo, ese que desafió un principio físico elemental: demostrar la inmovilidad del Movimiento.

Por decreto, el sistema construyó el infierno cívico donde recibían su castigo los débiles de corazón, los traidores y vende patrias que optaron por el bando equivocado, creó símbolos para que, a través del discurso histórico, se justificara a toda costa su permanencia en el poder, erigió grandes altares a la patria y fastuosos mausoleos donde reposan seres moralmente intachables. Un extraordinario símbolo de lo que digo es el monumento a la Revolución de la Ciudad de México.

Para conmemorar el primer centenario de la Independencia, el dictador Porfirio Díaz puso la primera piedra del que sería el futuro palacio legislativo. Era el 23 de septiembre de 1910. Apenas dos meses después estallaría la Revolución que lo expulsaría del poder. Para coronar la ficción histórica del movimiento revolucionario, en 1933 se decidió aprovechar la estructura inconclusa del palacio legislativo porfiriano para construir un monumento que mostrara la grandeza y la fortaleza del movimiento libertario de 1910. La sólida construcción de piedra tardó cinco años en concluirse, y el 20 de noviembre de 1938 el nuevo monumento sirvió de escenario para que el presidente Cárdenas presidiera la celebración del vigésimo octavo aniversario de la "heroica gesta" de 1910.
 
Con el paso del tiempo, diversas urnas funerarias con los restos mortales de los prohombres revolucionarios ocuparon un lugar bajo la gélida cúpula de piedra que había inaugurado don Porfirio. Lo que no pudieron lograr los intereses revolucionarios o el amor a la patria durante la etapa armada de la revolución, lo consiguió el sistema político priísta con buena dosis de historia oficial: reunir en santa paz, como a “un solo hombre” -que sería el ideal humano y sincrético de los ideales revolucionarios- a los principales jefes -Madero, Carranza, Villa, Calles y Cárdenas- en un mismo espacio, sin posibilidad alguna de que pudieran enzarzarse de nuevo entre ellos. Así, como los muertos no tienen derecho de réplica, los caudillos debieron conformarse con su triste destino: dormir el sueño eterno junto a sus viejos enemigos.

Pero ahora, cien años después de iniciada la revolución, cuando en respetuoso silencio y rodeado de escolares visito este monumento me parece escuchar cómo los grandes hombres de la Revolución se revuelcan en sus tumbas.