No esperamos nuestra comida de la benevolencia del carnicero,
del cervecero o del panadero, sino de su atención a sus propios intereses.
Apelamos, no a su humanidad, sino a su amor propio,
y en lugar de hablarles de nuestras necesidades, hablamos de su provecho.
Adam Smith (La riqueza de las naciones, 1776).
Gordon Gekko, el protagonista de la última película de Oliver Stone, Wall Street. El dinero nunca duerme, lanza su cínica mirada de tiburón financiero desde una gigantesca lona que cubre la fachada de un edificio próximo al de la Bolsa de Madrid. Rotulados en la parte inferior figuran varios adagios pronunciados por Gekko en esta y en la primera entrega de la película (Wall Street), el clásico de 1987 que fue una crítica feroz al sistema estadounidense de especulación voraz y avaricia desmedida. «La codicia es buena», decía Gordon Gekko, para confirmar de un solo golpe los peores miedos de la sociedad biempensante acerca de los financieros. En el despiadado mundo de Manhattan, la avaricia flagrante había dejado de ser algo de lo que avergonzarse para convertirse en algo que podía lucirse con orgullo, como los trajes de Armani, las camisas a rayas o los tirantes rojos.
Si esa declaración resultaba escandalosa en una película a finales del siglo XX, puede uno imaginar cómo sonaba doscientos años antes, cuando definir al ser humano como un animal económico era casi blasfemo. Ese ejercicio de imaginación quizás ofrezca una noción del impacto que tuvo la revolucionaria idea de la «mano invisible» cuando Adam Smith la propuso originalmente en el siglo XVIII. Aunque el pensamiento económico existía desde la más remota antigüedad, la economía no se desarrolla como disciplina científica hasta el Siglo de las Luces. Un libro, publicado en Londres a comienzos de marzo de 1776, es el documento fundacional de la ciencia económica. No sólo fue la referencia fundamental de la escuela clásica de economía, que agrupa a figuras como Malthus, Say, Ricardo, John Stuart Mill e incluso Karl Marx, sino que desde entonces hasta hoy los economistas han usado como libro de cabecera Una investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, que tal es el título completo de la obra del que es considerado como el primero y más ilustre de los economistas, el escocés Adam Smith (1723-1790).
La idea de que la riqueza proviene del trabajo -y no del oro ni de la plata-, y de que la prosperidad general puede aumentar con una adecuada regulación del funcionamiento del mercado; la noción de la competencia como mecanismo limitador de la sed de beneficios y fomentador del bien común, y el deseo de un Estado fuerte, aunque no grande, que garantice la libertad, la propiedad y el funcionamiento de la «mano invisible» que armoniza los intereses de la persona y de la comunidad, son la perdurable aportación de Smith al mundo que se había de desarrollar en los siglos siguientes. En los últimos treinta años, el economista escocés ha vuelto a convertirse en un héroe para algunos y en un villano para otros, mientras que sus ideas acerca de los mercados libres, la libertad de comercio y la división del trabajo sustentan el pensamiento económico moderno.
Smith acuñó la expresión «mano invisible» en su primer libro, La teoría de los sentimientos morales (1759), que se ocupaba del modo en que los seres humanos interactúan y se comunican, y de la relación entre la rectitud moral y la búsqueda innata del propio interés que caracteriza al hombre. Después de dejar la universidad de Glasgow para ser tutor del joven duque de Buccleuch, empezó a trabajar en la obra que ha pasado a la posteridad con el título abreviado de La riqueza de las naciones. En ella Smith únicamente utiliza la expresión en tres ocasiones, pero un pasaje clave subraya su importancia: «Ningún individuo pretende promover el interés público, ni sabe en qué medida lo promueve […] al dirigir su industria de tal manera que su producción tenga el mayor valor posible, busca sólo su beneficio personal, y en esto, como en muchas otras circunstancias, le conduce una mano invisible para promover un fin que no formaba parte de sus intenciones [...] Al buscar su propio interés, con frecuencia promueve el de la sociedad de forma más eficaz que cuando se propone hacerlo de modo consciente. Nunca he visto hacer tanto bien a quienes dicen dedicarse al bien público».
La «mano invisible» es, pues, una forma de referirse a la función del interés personal que subyace en la ley de la oferta y la demanda, y explica cómo el tira y afloja de estos dos factores sirve para beneficiar a toda la sociedad. La idea básica es la siguiente: no hay nada malo en que la gente actúe por propio interés. En un mercado libre, las fuerzas combinadas de todos los actores que buscan promover sus intereses individuales benefician a la sociedad en su conjunto y enriquecen a todos sus miembros.
Tomemos como ejemplo el caso de un célebre inventor, Edison, a quien, en 1880, se le ocurrió la idea de un nuevo tipo de bombilla que era más eficiente, más duradera y más brillante que los prototipos existentes en el mercado desde hacía treinta años. Patentó su bombilla y arriesgó su capital en la producción de la misma para satisfacer su propio interés, con la esperanza de hacerse rico y famoso. La consecuencia de ello fue el beneficio de la sociedad en su conjunto: se crearon puestos de trabajo para su fabricación y comercialización, y se mejoró la vida de quienes las compraron. Si no hubiese existido la demanda, nadie hubiese comprado las bombillas y la mano invisible habría castigado a Edison con la ruina por haber cometido semejante error.
Conocido el próspero negocio, otros muchos intentaron superar al avispado Edison diseñando bombillas más brillantes y mejores, consiguiendo con ello abaratar los precios, mejorar los productos, crear empleo y enriquecerse. Sin embargo, la mano invisible nunca duerme y Edison respondió a sus competidores bajando el precio para garantizar que sus ventas siguieran siendo mayores que las de los demás. Los consumidores, encantados, se beneficiaban de bombillas cada vez más baratas y más eficientes. En cada etapa del proceso, Edison actuaba de acuerdo con sus propios intereses, pero el resultado, aunque vaya contra nuestra intuición, era el beneficio de todos. En cierto modo, la teoría de la mano invisible es comparable con el concepto matemático de que la multiplicación de dos cantidades negativas da como resultado una cifra positiva.
A pesar de que en las últimas décadas la idea de la mano invisible ha sido secuestrada por políticos de derechas, la noción no representa necesariamente una posición política particular. Se trata de una teoría económica positiva, aunque, eso sí, socava de forma muy seria las pretensiones de quienes piensan que la economía puede dirigirse mejor desde arriba, con los gobiernos decidiendo lo que debe producirse. La mano invisible subraya el hecho de que son los individuos los que deben decidir qué producir y qué consumir, pero con varios condicionantes. Smith fue muy cauteloso y distinguió entre el interés propio y la pura codicia egoísta. Es una cuestión de interés propio tener un marco de leyes y regulaciones que protejan a todos de un trato injusto. Esto incluye los derechos de propiedad, la defensa de las patentes y de los derechos de autor, y las leyes de protección laboral. La mano invisible debe tener el respaldo del Estado de Derecho.
Es en esto en lo que se equivoca Gordon Gekko. Alguien impulsado exclusivamente por la codicia podría optar por burlar la ley en su intento de enriquecerse a costa de los demás. El honrado Adam Smith nunca hubiera aprobado semejante conducta.