Solsticio de verano en los Altos de Chiapas. Rodeada de bosques de pinos y encinos, San Cristóbal de las Casas despierta en una alborada húmeda que ha mojado el pavimento en la brumosa noche de la Sierra Madre del Sur, pero que pronto, apenas una hora después, dará paso a una luminosa y caliente mañana tropical. En el atrio de Santo Domingo de Guzmán los artesanos se afanan montando sus puestos cuidadosamente ordenados en un complejo laberinto de callecitas enteladas que transcurren entre los bancos del parque siempre florido. En las merindades del mercado de abastos, las indígenas tzotziles y tzeltales que bajan cada mañana desde sus tambos de las quebradas serranas se aposentan con natural armonía para ofrecer los productos de una economía agrícola de supervivencia y trueque. El mercado de hierbas bienhechoras sigue floreciente porque nadie puede asegurar con menor coste y menor esfuerzo remedios tan eficaces para aliviar el hambre, el cansancio y el soroche.
Paseo por la ciudad y en el patio de una casona colonial doy con un mercadillo de libros de ocasión, apenas media docena de puestos refugiados en la sombra fresca de los árboles, sobre un empedrado recién regado que sostiene a los mostradores cubiertos de libros cuyas portadas han ido perdiendo el color según pasaba el tiempo, pero que todavía reclaman la atención entre una abigarrada almoneda de cuadernos escolares, pisapapeles, álbumes de sellos, fotografías de la Revolución repletas de rostros sudorosos y bigotudos, litografías en sepia y estuches de lápices de colores.
En un solo puesto de esa pequeña feria había tantos libros interesantes que uno, instalado en la umbría refrescante de las jacarandas, podía estarse horas enteras hojeándolos sin hartarse nunca. Finalmente, elijo dos clásicos de la historia de las religiones: A History of Christianity de Paul Johnson, que yacía allí, en la edición original de 1976 de Weidenfeld and Nicholson, milagrosamente preservado tras haber sido anotado a lápiz por su anterior propietario, y The Conclave: A Sometimes Secret and Occasionally Blood History of Papal Elections (Cónclaves: la historia a veces secreta y ocasionalmente sanguinaria de las elecciones papales) de Michael Walsh, que adquiero en la edición de 2003 de Sheed and Ward, una modesta editorial londinense que goza de un reconocido prestigio en el ámbito de la literatura católica, apostólica y romana.
Tanto Johnson como Walsh beben inevitablemente en las fuentes de la monumental Historia de los Papas desde fines de la Edad Media, de Ludwig von Pastor, cuyos cuarenta volúmenes son un centón historiográfico inagotable. La obra de von Pastor es una respuesta a la de su maestro en la técnica histórica, Leopold von Ranke (1795-1886), el primer historiador en hacer historia “científica” en el sentido moderno del término, esto es, historia alejada de la leyenda, documental y documentada.
Entre 1834 y 1836 von Ranke publicó su Historia de los Papas, un valioso estudio de los pontífices en la Edad Moderna. Considerada en extremo crítica y sustancialmente escéptica, fue contestada ampliamente desde la historiografía católica del momento, en especial por von Pastor (1854-1928), quien, en oposición al criticismo escéptico de Ranke, sostenía la tesis de que las deficiencias del Papado son simples reflejos de los defectos comunes de cada época en particular, sin que afecten a la sustancialidad y el valor sacro de la Santa Sede. Concluida su obra magna, von Pastor confesó un tanto cínicamente que su minuciosa redacción había contribuido a su fervorosa militancia en el catolicismo porque una institución como la Iglesia Romana, que había sobrevivido a tanta podredumbre, debía tener por fuerza un origen sobrehumano.
En la controversia entre von Ranke y von Pastor subyace una cuestión de fondo: ¿Es posible escribir del cristianismo con el grado necesario de objetividad histórica? A comienzos del siglo pasado Ernst Troeltsch se planteó la antigua cuestión de las relaciones entre la fe y la ciencia para concluir convincentemente que los métodos obligadamente escépticos y críticos de la investigación histórica eran incompatibles con la convicción cristiana; muchos historiadores y la mayoría de los sociólogos religiosos coinciden con él. El cristianismo, como las otras dos religiones del Libro, es esencialmente una religión histórica. Las tres religiones bíblicas fundan sus afirmaciones en hechos históricos que las retroalimentan. Si se analiza la historia de un modo científico, nada queda. Por tanto, ¿pueden un cristiano, un judío o un musulmán examinar la verdad de los hechos históricos con la misma objetividad que mostrarían frente a cualquier otro acontecimiento? ¿Se le puede pedir a un historiador cristiano que abomine de su propia fe si sus investigaciones desmontan las presunciones históricas de su religión?
Para Johnson y Walsh, historiadores, divulgadores y defensores de la religión católica, la respuesta categórica es que sí. Pero es que la posición de “catolicismo liberal” que impregna el ideario de ambos es abierta, quizás demasiado para algunos ortodoxos católicos: "No sólo creo que la salvación es posible fuera de la Iglesia a la que pertenezco, sino también pienso que es mucho más probable que algunos encuentren la vía de salvación fuera de mi Iglesia, en otras Iglesias o en ninguna de ellas", sostiene Johnson. En el conflicto entre verdad histórica y fe cristiana, es rotundo: el cristiano no sólo no debe privarse en lo más mínimo de seguir la línea de la verdad sino que está realmente obligado a seguirla. Un historiador cristiano que limita su campo de indagación está reconociendo los límites de su fe. De modo que -sostiene Johnson- un cristiano dotado de fe nada tiene que temer de los hechos.
Si de lo que se trata es de presentar hechos al desnudo, eso es precisamente lo que hace Michael J. Walsh en su detallado relato de los cónclaves papales, un acto que debiera estar inspirado por el Espíritu Santo, pero que en la práctica se convirtió en una venta simoníaca del cargo. Gracias al libro de Walsh uno se entera de que el próximo 2 de julio se cumplen 500 años de uno de los decretos papales más sórdidamente pintorescos, el que fue firmado por el Papa Julio II para ordenar la creación de prostíbulos masculinos en los que los jóvenes pudiesen ejercer su particular profesión. Eso sí, la cuarta parte de la recaudación tenía que ir dirigida a alimentar las insaciables arcas vaticanas.
De casta le viene al galgo. Julio II era sobrino (eufemismo con el que se designaba a los hijos de obispos, cardenales y papas) de Sixto IV, un pontífice que, para financiar una cruzada contra los turcos, tuvo la genial idea de concentrar en varias calles a todas las prostitutas de Roma y obligarlas a pagar un tributo al papa por los servicios prestados. Además, recaudaba otro impuesto a las cortesanas que tenían relaciones sexuales con los altos miembros de la curia vaticana, y a cardenales obispos y clérigos por tener relaciones sexuales con las cortesanas. Todo un negocio redondo.
Así las cosas, no es de extrañar que la obra cumbre de Erasmo, su Elogio de la locura, fuese el resultado de una visita a la Roma de Julio II, el escandaloso Papa-guerrero que asaltaba las fortalezas revestido con su armadura, y a mujeres y efebos revestido de pontifical. En la Roma de Julio, escribió Erasmo, “puede verse a un fatigado anciano que se comporta con energía juvenil y sin prestar atención al trabajo y a los gastos, sólo con el propósito de derogar las leyes, la religión, la paz y las instituciones humanas”. Nadie podía abrigar la esperanza de llegar al cielo utilizando el mecanismo de la Iglesia: “Sin ceremonias, quizás no seas cristiano; pero esa ceremonias no te hacen cristiano”. Daba así la razón a lo que Mark Twain escribió cuatrocientos años después: “Si Jesucristo estuviera aquí ahora, hay una cosa que no sería: cristiano”.