No debe sorprender la importancia que un hueso, un sólo hueso, tiene en la genealogía humana desde la perspectiva de las tres religiones del Libro. Según el Génesis (2/23), Eva surgió de la costilla de Adán: «Entonces Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de sus costillas, [...] De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó a la mujer». Además de crear a la mujer este relato dio lugar a un dogma absurdo impuesto durante siglos: como Eva había sido creada merced a la extracción de una costilla de Adán, todos los varones tenían 23 costillas, una menos que las mujeres.
En el transcurso de la historia la jerarquía eclesiástica ha hecho que todos los avances de la ciencia tuvieran un carácter furtivo. Desde el movimiento de la Tierra alrededor del Sol a la fecundación in vitro, pasando por la vacuna contra la viruela, la anestesia, el pararrayos, el tomate, la transfusión de sangre, el parto sin dolor, el preservativo o la investigación con células madres, los detentadores del fuego sagrado han prohibido o condenado casi siempre cualquier intento de progreso surgido del intelecto humano. Sin embargo, pese a esos intentos de mantenernos entre tinieblas, ningún anatema, ninguna excomunión ni ninguna hoguera han logrado detener el impulso humano que abre camino en la oscuridad.
Ese impulso por explicar la naturaleza de las cosas desde el punto de vista científico fue el que movió al anatomista Vesalio a desafiar a la Inquisición. Desde los tiempos del griego Galeno la disección anatómica se realizaba con animales, pero la Iglesia católica permitió a Vesalio diseccionar los cuerpos de los ajusticiados porque según los teólogos no existía posibilidad alguna de que sus almas regresarán del infierno. Vesalio contó las costillas y deshizo el mito en su Fábrica del cuerpo (1543) organizando un enorme debate antes de caer, obviamente, en las garras de la Inquisición.
Aunque para la arquitectura humana la importancia anatómica de algunas costillas es relativa, no puede decirse lo mismo de otro hueso, la pelvis, y de la cadera, una articulación que une el fémur con la pelvis. En la particular configuración de la cadera femenina reside la causa de los dolores del parto, aunque para el Antiguo Testamento el origen se deba a otra maldición divina. En efecto, tras “conocerse” en el sentido bíblico de la palabra, Adán y Eva se dan cuenta de su desnudez y Yahveh condena a la mujer: «Aumentaré tus dolores cuando tengas hijos, y con dolor los darás a luz» (Génesis 3/16), una maldición profética que, como tantas otras profecías, se hace a posteriori, una vez conocido el hecho profetizado, para solemnizar lo obvio y sin posibilidad de fallo.
Si para la religión la costilla es fundamental en la historia del ser humano, para la ciencia de la evolución la cadera es la pieza clave. De nada hubieran servido los prodigiosos cambios anatómicos y fisiológicos que lograron, durante millones de años de evolución, desarrollar el gran cerebro que caracteriza al Homo sapiens, si paralelamente no hubiera evolucionado una cadera capaz de resistir el enorme cráneo que lo contiene. A diferencia del resto de los primates, en los humanos los huesos de la cadera son diferentes en ambos sexos, lo que es fácilmente visible en las curvas anatómicas y en la forma femenina de caminar. Esta diferencia estructural ha motivado que en todas las culturas humanas las caderas hayan sido contempladas como un símbolo de fertilidad y una expresión general de sexualidad: desde las esculturas de la antigüedad clásica hasta las rotundas mujeres de Rubens, creaciones artísticas de toda índole han enfatizado el volumen de las caderas como la manifestación más atractiva de la feminidad.
Las caderas de las mujeres son más anchas y más profundas que las de los varones, los fémures están más separados para permitir una mayor separación durante el parto y el hueso ilíaco y su musculatura asociada tienen tal forma que mantienen distanciadas a las nalgas con el propósito de que la contracción de los glúteos no interfiera durante el alumbramiento. A pesar de ello, el parto en los seres humanos es extraordinariamente complicado. Durante el parto, el feto a término tiene que atravesar la parte inferior de la pelvis por un conducto de paredes óseas que recibe el nombre de “canal del parto”. Mientras que en los grandes simios antropomorfos el alumbramiento es fácil, rápido e indoloro, porque el canal del parto es grande en relación con el tamaño de la cabeza del feto, los neonatos humanos son aproximadamente del mismo tamaño que el canal del parto, lo que dificulta enormemente el paso hacia el exterior durante el alumbramiento. El canal del parto en las hembras humanas tiene de media un diámetro máximo de 13 centímetros y un diámetro mínimo de 10. Por allí debe pasar el bebé, cuya cabeza tiene un diámetro anteroposterior de 10 centímetros y cuyos hombros están separados 12 centímetros en promedio.
Para complicar aún más las cosas, la evolución hacia la bipedestación (nombre técnico del andar sobre dos pies que caracteriza a los homínidos) condujo hacia una serie de cambios anatómicos que han convertido el ya de por sí estrecho canal del parto en un tortuoso pasadizo. Como sucede en todos los mamíferos cuadrúpedos terrestres, en los simios antropomorfos el canal del parto es recto, el útero está alineado con la vagina y el feto nace sin flexionarse y con la cara mirando hacia la de su madre. En la mujer, a causa de la bipedestación, los huesos de la cadera han sufrido modificaciones que han conducido a que el canal del parto sea angulado y a que la vagina forme un ángulo recto con respecto al útero. Como consecuencia, el mecanismo del nacimiento (la serie de rotaciones y de torsiones de la columna vertebral que el feto debe ejecutar con éxito para emerger a través del tortuoso canal del parto materno) es una peculiaridad de los seres humanos inexistente entre los animales vertebrados, una peculiaridad traumática para el bebé y dolorosa para la mujer que es el peaje que siete millones de años de evolución ha obligado a pagar al Homo sapiens como compensación a sus dos grandes ventajas evolutivas: el caminar erguido y el desarrollo de una enorme masa cerebral.
Desde la aparición de las primeras formas de vida hace casi 3.500 millones de años, lo común en los seres vivos ha sido nadar, reptar o desplazarse sobre un número determinado de patas, por lo común cuatro en los mamíferos terrestres entre los cuales se inserta el hombre. Los homínidos -primates bípedos- surgieron hace tan sólo unos siete millones de años. En el número 106 de la revista científica norteamericana Proceedings of the National Academy of Sciences (http://www.pnas.org/), los antrópologos Weaver y Hublin profundizan en uno de los paradigmas más aceptados en el complejo proceso de la evolución humana, el de la adopción del bipedismo como estrategia vital en el linaje de los homínidos, un paso evolutivo clave al que se debe, y no a ninguna maldición bíblica, el parto con dolor que es característico de las hembras del Homo sapiens y que –según demuestran Weaver y Hublin- sufrían también las hembras neandertales hace más de 200.000 años.