sábado, 26 de junio de 2010

La costilla de Adán y la pelvis de Eva



 



No debe sorprender la importancia que un hueso, un sólo hueso, tiene en la genealogía humana desde la perspectiva de las tres religiones del Libro. Según el Génesis (2/23), Eva surgió de la costilla de Adán: «Entonces Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de sus costillas, [...] De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó a la mujer». Además de crear a la mujer este relato dio lugar a un dogma absurdo impuesto durante siglos: como Eva había sido creada merced a la extracción de una costilla de Adán, todos los varones tenían 23 costillas, una menos que las mujeres. 
En el transcurso de la historia la jerarquía eclesiástica ha hecho que todos los avances de la ciencia tuvieran un carácter furtivo. Desde el movimiento de la Tierra alrededor del Sol a la fecundación in vitro, pasando por la vacuna contra la viruela, la anestesia, el pararrayos, el tomate, la transfusión de sangre, el parto sin dolor, el preservativo o la investigación con células madres, los detentadores del fuego sagrado han prohibido o condenado casi siempre cualquier intento de progreso surgido del intelecto humano. Sin embargo, pese a esos intentos de mantenernos entre tinieblas, ningún anatema, ninguna excomunión ni ninguna hoguera han logrado detener el impulso humano que abre camino en la oscuridad. 

Ese impulso por explicar la naturaleza de las cosas desde el punto de vista científico fue el que movió al anatomista Vesalio a desafiar a la Inquisición. Desde los tiempos del griego Galeno la disección anatómica se realizaba con animales, pero la Iglesia católica permitió a Vesalio diseccionar los cuerpos de los ajusticiados porque según los teólogos no existía posibilidad alguna de que sus almas regresarán del infierno. Vesalio contó las costillas y deshizo el mito en su Fábrica del cuerpo (1543) organizando un enorme debate antes de caer, obviamente, en las garras de la Inquisición.

Aunque para la arquitectura humana la importancia anatómica de algunas costillas es relativa, no puede decirse lo mismo de otro hueso, la pelvis, y de la cadera, una articulación que une el fémur con la pelvis. En la particular configuración de la cadera femenina reside la causa de los dolores del parto, aunque para el Antiguo Testamento el origen se deba a otra maldición divina. En efecto, tras “conocerse” en el sentido bíblico de la palabra, Adán y Eva se dan cuenta de su desnudez y Yahveh condena a la mujer: «Aumentaré tus dolores cuando tengas hijos, y con dolor los darás a luz» (Génesis 3/16), una maldición profética que, como tantas otras profecías, se hace a posteriori, una vez conocido el hecho profetizado, para solemnizar lo obvio y sin posibilidad de fallo.
 
Si para la religión la costilla es fundamental en la historia del ser humano, para la ciencia de la evolución la cadera es la pieza clave. De nada hubieran servido los prodigiosos cambios anatómicos y fisiológicos que lograron, durante millones de años de evolución, desarrollar el gran cerebro que caracteriza al Homo sapiens, si paralelamente no hubiera evolucionado una cadera capaz de resistir el enorme cráneo que lo contiene. A diferencia del resto de los primates, en los humanos los huesos de la cadera son diferentes en ambos sexos, lo que es fácilmente visible en las curvas anatómicas y en la forma femenina de caminar. Esta diferencia estructural ha motivado que en todas las culturas humanas las caderas hayan sido contempladas como un símbolo de fertilidad y una expresión general de sexualidad: desde las esculturas de la antigüedad clásica hasta las rotundas mujeres de Rubens, creaciones artísticas de toda índole han enfatizado el volumen de las caderas como la manifestación más atractiva de la feminidad. 

Las caderas de las mujeres son más anchas y más profundas que las de los varones, los fémures están más separados para permitir una mayor separación durante el parto y el hueso ilíaco y su musculatura asociada tienen tal forma que mantienen distanciadas a las nalgas con el propósito de que la contracción de los glúteos no interfiera durante el alumbramiento. A pesar de ello, el parto en los seres humanos es extraordinariamente complicado. Durante el parto, el feto a término tiene que atravesar la parte inferior de la pelvis por un conducto de paredes óseas que recibe el nombre de “canal del parto”. Mientras que en los grandes simios antropomorfos el alumbramiento es fácil, rápido e indoloro, porque el canal del parto es grande en relación con el tamaño de la cabeza del feto, los neonatos humanos son aproximadamente del mismo tamaño que el canal del parto, lo que dificulta enormemente el paso hacia el exterior durante el alumbramiento. El canal del parto en las hembras humanas tiene de media un diámetro máximo de 13 centímetros y un diámetro mínimo de 10. Por allí debe pasar el bebé, cuya cabeza tiene un diámetro anteroposterior de 10 centímetros y cuyos hombros están separados 12 centímetros en promedio. 

Para complicar aún más las cosas, la evolución hacia la bipedestación (nombre técnico del andar sobre dos pies que caracteriza a los homínidos) condujo hacia una serie de cambios anatómicos que han convertido el ya de por sí estrecho canal del parto en un tortuoso pasadizo. Como sucede en todos los mamíferos cuadrúpedos terrestres, en los simios antropomorfos el canal del parto es recto, el útero está alineado con la vagina y el feto nace sin flexionarse y con la cara mirando hacia la de su madre. En la mujer, a causa de la bipedestación, los huesos de la cadera han sufrido modificaciones que han conducido a que el canal del parto sea angulado y a que la vagina forme un ángulo recto con respecto al útero. Como consecuencia, el mecanismo del nacimiento (la serie de rotaciones y de torsiones de la columna vertebral que el feto debe ejecutar con éxito para emerger a través del tortuoso canal del parto materno) es una peculiaridad de los seres humanos inexistente entre los animales vertebrados, una peculiaridad traumática para el bebé y dolorosa para la mujer que es el peaje que siete millones de años de evolución ha obligado a pagar al Homo sapiens como compensación a sus dos grandes ventajas evolutivas: el caminar erguido y el desarrollo de una enorme masa cerebral. 

Desde la aparición de las primeras formas de vida hace casi 3.500 millones de años, lo común en los seres vivos ha sido nadar, reptar o desplazarse sobre un número determinado de patas, por lo común cuatro en los mamíferos terrestres entre los cuales se inserta el hombre. Los homínidos -primates bípedos- surgieron hace tan sólo unos siete millones de años. En el número 106 de la revista científica norteamericana Proceedings of the National Academy of Sciences (http://www.pnas.org/), los antrópologos Weaver y Hublin profundizan en uno de los paradigmas más aceptados en el complejo proceso de la evolución humana, el de la adopción del bipedismo como estrategia vital en el linaje de los homínidos, un paso evolutivo clave al que se debe, y no a ninguna maldición bíblica, el parto con dolor que es característico de las hembras del Homo sapiens y que –según demuestran Weaver y Hublin- sufrían también las hembras neandertales hace más de 200.000 años.


domingo, 20 de junio de 2010

De libros y cuentecillos económicos





Como sucedió con el Krakatoa, nadie sabe qué aspecto tendrá la montaña del capitalismo mundial cuando terminen las erupciones que nos sacuden cada semana. Y es que en el mundo de la economía, como en tantos otros de la actividad humana, lo psicología prima muchas veces sobre la aritmética. El miedo al desempleo, a la pérdida del poder adquisitivo, a la reducción del valor de las propiedades, sean viviendas, acciones o simples cartillas de ahorro, retroalimenta la ciclotimia propia del mercado. Es lo que Keynes denominó "animal spirits" en su Teoría general: el factor humano, lo irracional, la variable anímica en la determinación del nivel de actividad económica general.
Generalmente se tiene a la ciencia económica como una disciplina social árida, complicada e ininteligible. Enfrentadas a su comprensión, muchas personas interesadas terminan por hacer un ejercicio económicamente impecable: un análisis coste/beneficio. Sopesan el tiempo y el esfuerzo de aprender economía con el beneficio que ese aprendizaje les reportaría; consideran que el coste es mayor que el beneficio y deciden abandonar el intento. Quienes saben poco de economía –el común de los mortales y la mayoría de los políticos y periodistas- hablan a diario basándose en ideas preconcebidas, en sofismas y en falacias. Pero además, cuando la palabra la toman quienes dicen saber del tema, la gente echa mano a la pistola. 

Convertidos en sacerdotes de la religión mercantilista, la mayoría de los actores del mercado abrazan un dogma marxista (de Groucho, quiero decir): «El secreto de la vida es la honestidad y el juego limpio, si puedes simular eso, lo has conseguido». Por su parte, una legión de economistas, a quienes tampoco les resulta ajeno otro aforismo marxista («Estos son mis principios señora; si no le gustan tengo otros» han llevado hasta el extremo el concepto de una nueva especie humana, el "Homo economicus", un hombre hecho de impulsos y necesidades materiales, reflejo de una naturaleza implacable presidida instintos primarios y desprovista de valores. Prisionero de leyes primitivas, ese hombre, homini lupus en el pesimista Leviatán de Hobbes, cuyo egoísmo es básico en su comportamiento, no vacilaría en despeñar a los desvalidos ni en abandonar a los ancianos a su suerte. El fundamento depredador de la nueve especie humana ha venido acompañado de un aparato teórico alumbrado fundamentalmente en universidades americanas, con Richard Posner y los monetaristas neoclásicos de Milton Friedman a la cabeza, que ha pretendido reducir las instituciones y el derecho a parámetros económicos.
 

Por su parte, los economistas, para quienes el capital es Zeus y el mercado el Olimpo, gozan de una mala fama probablemente sustentada en que el personal tiene algunas intuiciones morales que son implícitamente anticapitalistas. Galbraight escribió una vez que «aunque en principio la Economía no le gustaba a nadie, en la práctica satisfacía a la mayoría». Dicho de otra forma, y parafraseando a Churchill, la economía de mercado «es el peor sistema posible, excluyendo a todos los demás».
 
En estos atribulados días tan inevitable resulta que los fundamentos del capitalismo adquieran renovada actualidad como que queramos huir de las explicaciones sobrevenidas de quienes no supieron intuir el problema. Surge así la necesidad de ir a la raíz de la crisis, de intentar comprender lo que está pasando con sencillez, sin alardes técnicos, sin profecías de gurús ni erudiciones de experto. En estos momentos de inestabilidad sin precedentes en las librerías se encuentran libros de divulgación que son verdaderos cursos de introducción a la Economía.  

Entre los más vendidos se cuentan La economía al desnudo (Charles Wheelan), El economista en pijama (Steven Landsburg), El economista camuflado (Tim Harford) o Lucro Sucio: Economía para los que odian el capitalismo, del canadiense Joseph Heath. Todos estos libros de la postmodernidad son herederos inconfesos de Economía en una lección, de Henry Hazlitt, un librito original que no ha dejado de reeditarse desde que apareciera su primera versión en 1946, que en España acaba de publicar por cuarta vez la editorial Ciudadela. Como reza su portada, les aseguro que este libro es «el camino más rápido y seguro para entender la Economía básica».

Fallecido en 1993 y enriquecido gracias a este catecismo de la doctrina económica ultraliberal (algo que hay que tener en mente cuando se siguen los razonamientos del autor, a cuyo lado Ronald Reagan resultaría ser casi bolchevique), Hazlitt, un periodista económico que trabajó para el Wall Street Journal, el New York Times y Newsweek, escribió un libro de divulgación económica que sesenta años después sigue siendo valioso porque su refutación de las falacias económicas que sustentan el debate político y colmatan los media siguen teniendo plena validez, algo que, por otra parte, dice mucho de nuestra innata capacidad para tropezar una y otra vez en la misma piedra, la del exceso de codicia que caracteriza a la sociedad capitalista.
 
Sobre el exceso de codicia trata, en buena medida, Caída libre, del Nobel Joseph E. Stiglitz, en el que se cuestiona el fundamento mismo de la economía mundial: crecer, aunque sea a costa de la razón, de la verdad y del sentido común. Y como de eso se trata, de aplicar el sentido común, como intuyo que con esto del Mundial que tantas horas nos roba no van a tener ustedes demasiado tiempo para seguir mis consejos bibliográficos, les dejo con dos sencillos cuentos que me han llegado por e-mail y que explican lo que nos ha pasado mejor que cualquier curso de Introducción a la Economía. Como desconozco a los Cide Hamete Benengeli de estos cuentecillos, me limito a transcribirlos con algunas modificaciones y con mi agradecimiento por su involuntaria coautoría, algo que hago saber previsoramente para no tener conflictos con la SGAE.


El extraño caso del comprador de burros

Un caballero de porte distinguido se presentó un buen día en un villorrio y ofreció cien euros por cada burro que le vendieran. “No se extrañen -anunció- una vez que los ponga en América se los rifan.” Siendo los asnos animales de escasa utilidad en un agro mecanizado, buena parte de la población vendió sus animales. Al día siguiente regresó al lugar y mejoró su oferta: 150 euros por equino. Los pocos que no lo habían hecho ya, no lo dudaron: vendieron sus rucios. Después de almorzar, y tras declarar que se sentía generoso, subió la oferta: 200 euros. Huelga decir que al atardecer ni allí ni en los alrededores quedaba jumento alguno ni para muestra. Llegada la noche, y tras comprobar que el parque asnal había quedado bajo cero, el caballero anunció que regresaría un mes después con el loable propósito de abonar 500 euros por pollino. Unos días después, el caballero mandó a un avispado ayudante con una nutrida asnada cuya venta ofreció a 400 euros por cabeza. Ante la ganancia que sabían segura un mes después, todos los aldeanos sin excepción se los quitaron de las manos; la mayoría no tenían dinero, pero lo pidieron prestado hipotecando sus magras haciendas. De hecho, la codicia los llevó a comprar todos los burros de la provincia. Como era de esperar, el ayudante cobró y desapareció, igual que el caballero, del que nunca más se supo. La aldea quedó llena de burros que nadie quería y de codiciosos rústicos endeudados.


El papel lo aguanta todo

Era temporada alta en una aldea costera en la que la crisis estaba haciendo estragos: los turistas no llegaban y los lugareños malvivían gracias al crédito que solidariamente se concedían unos a otros. Un bienaventurado día un caballero de porte distinguido y cargado de billetes (probablemente procedente de algún negocio asnal, digo yo) entró en la única fonda del lugar. Anunció su deseo de pasar allí una temporada; solicitó una habitación; depositó un billete de cien euros en el mostrador de recepción y subió a inspeccionar las habitaciones. Loco de contento, el dueño de la fonda agarró el billete y salió disparado a pagar sus deudas con el carnicero. El charcutero tomó el billete y corrió a borrar su trampa con el porquero, quien a su vez acudió presto a liquidar con su proveedor de piensos. El “piensador”, hombre de instintos primarios y libido acentuada, tomó el billete al vuelo y gratificó a María, la generosa meretriz local, a quien hacía tiempo no abonaba sus venéreos servicios. María, tras guardar el billete en el liguero, salió hecha unas castañuelas hacia el pequeño hotel, donde entregó el ya sobado billete de cien euros al dueño del hotel, a quien debía el alquiler de la habitación donde habitualmente refocilaba. En ese momento bajó el caballero que, finalizada su inspección visual, y después de haber vaciado cómodamente el vientre a hurtadillas, manifestó ladinamente que no le convencía ninguna alcoba, reclamó su billete, se caló el sombrero, fuese y no hubo nada. Nadie había ganado un euro, pero ahora toda la ciudad vivía feliz con la confianza que daba el vivir desentrampado.


domingo, 13 de junio de 2010

Diabólica y divina nicotina



La esclava blanca, de Jean-Jules Antoine Lecomte

La aventura de la «hoja india, consuelo de meditabundos, deleite de los soñadores arquitectos del aire, seno fragante del ópalo alado…» como la llamó José Martí, ese «pestilencial y nocivo veneno del pueblo» como la calificó Girolamo Benzoni, comenzó su andadura apenas unas semanas después de que las naves de Cristóbal Colón llegaran con regocijo al archipiélago antillano. El Almirante no cesaba de escribir elogio tras elogio en su Diario de Navegación y después en las cartas que enviaba a los Reyes. Cada tierra que veía, con sus playas coralinas y sus ríos, su exuberante vegetación, presidida por elegantes palmeras, la riqueza, el colorido y la fragancia exquisita de las flores, el trino soberbio de las aves, le parecía más hermosa que la anterior. «Esta es la tierra más hermosa que ojos humanos han visto» es una expresión que Colón repite sin la menor originalidad.-Y siguen las descripciones hiperbólicas: en lo que después llamaría La Española encuentra un puerto de tal calado que podría cobijar a «cuantas naos hay en la Cristiandad», un río en el que cabrían «cuantos navíos hay en España» y unas montañas «que no las hay más altas en el mundo».

Sin saber para qué servía, los españoles habían tenido el primer contacto con las hojas de tabaco en la isla Guanahaní, donde los morenos, desnudos, ingenuos, estupefactos y prudentes indios taínos ofrecieron a Colón, a modo de regalo de bienvenida, «unas hojas secas, que deben ser cosa muy apreciada por ellos», que resultaron ser las mismas que vieron unos días después en la canoa de un indígena que traficaba entre las islas de Santa María y Cuba. Pero si convenimos en que esas «hojas secas muy apreciadas por ellos» eran realmente tabaco, el Almirante entonces lo vio pero no lo descubrió, pues como decía el historiador Fernando Ortiz, «descubrir no es sólo ver sino "echar de ver"». Don Cristóbal no supo lo que era el tabaco, ni conoció sus cualidades y su uso principal, hasta la noche del lunes 5 de noviembre de 1492, cuando se las narraron Luis de Torres y Rodrigo de Jerez, dos adelantados enviados por Colón tierra adentro con la atolondrada pretensión de encontrar a los emisarios del Gran Kan.

Los exploradores descubrieron el tabaco cuando se espantaron al ver a los taínos, sin distinción de edad y sexo, aspirando el humo de unos cilindros de hojas secas. De regreso relataron a Colón lo que han visto y éste anota en su diario el día siguiente: «Iban siempre los hombres con un tizón en las manos y ciertas hierbas para tomar sus sahumerios, que son unas hierbas secas metidas en una cierta hoja seca también a manera de petardos [...], y encendido por una parte del por la otra chupan o sorben, y reciben con el resuello para adentro aquel humo, con el cual se adormecen las carnes y cuasi emborracha, y así diz que no sienten el cansancio. Estos petardos [...] llaman ellos tabacos». La palabra aparece escrita por vez primera en nuestro idioma.

En la Relación acerca de las antigüedades de los indios del fraile jerónimo Ramón Pané (publicada en Alcalá de Henares en 1518), se habla, por primera vez, del uso del tabaco en las prácticas tribales de los amerindios. Al notar el sentido de lo sobrenatural y el carácter sacro que mediaba en la relación sociológica entre el indio y el tabaco, en su mitología, en su magia, en su medicina y en la liturgia exótica de los ritos religiosos, a veces sanguinarios, en los que se hacía gran consumo de la planta, pensaron que siendo el fumeteo de las cohíbas cosa religiosa pero no ortodoxa todo lo que de sacro se le atribuyera sería con gran certeza obra maligna de Lucifer. Aquello era un invento diabólico que, además excitaba los sentidos. Y es que el diabólico incienso americano causaba un placer sobrevenido a otros, como cuando después de los copiosos banquetes Moctezuma se retiraba a degustar la delicia narcótica y caía en dulce somnolencia, según narra Bernal Díaz del Castillo.


Por si fuera poco, el sahumerio amerindio creaba adicción, y como el aprendizaje de los vicios placenteros lleva poco tiempo, los españoles se entregaron al goce de los humos que distinguían a los caciques del pueblo llano en los reinos azteca y maya. En su Historia General de las Indias el severo padre Las Casas, tras describir los primeros cigarros como había hecho Colón, y de no explicarse «qué sabor o qué provecho le encuentran» escribe: «Españoles cognoscí en esta isla Española que los acostumbraron a tomar, que siendo reprendidos por ello diciéndoseles que aquello era vicio, respondían que no era en su mano dejarlos de tomar».

Precedido por su reputación de potente afrodisíaco y de hierba abortiva (pero ¿qué planta de las Indias no lo era, en vista de la promiscuidad de costumbres, del erotismo comunal y del fornicio practicado a destajo sin mayores consecuencias?) el tabaco se esparció por el mundo como un reguero de pólvora infernal que se inflamaba con el fuego pero que estallaba silenciosamente en los cerebros para agitar a los espíritus. Con la pícara excusa de sus propiedades medicinales, que de ser ciertas lo hubieran convertido en una prodigiosa panacea de toda dolencia, a mediados del siglo XVI el tabaco era objeto de cultivo en diversos jardines botánicos y en los recoletos huertos monacales. 

Alertado, el Vaticano amenazó de excomunión a quienes consumieran la hierba abortiva, de cuyos peligros había informado don Gonzalo Fernández de Oviedo, alcaide de Santo Domingo, para quien muchas indias «cuando se empreñan, toman una yerba con que luego mueven y lanzan la preñez, porque dicen que las viejas han de parir mas ellas no, porque no quieren estar ocupadas para dejar sus placeres, ni empreñarse, porque pariendo se les aflojan las tetas, de las cuales mucho se precian y las tienen muy buenas». Obsérvese que a don Gonzalo no le disgustaban ciertas piezas anatómicas de las indígenas, por más que detestara y fuera menos objetivo en otras como cuando escribe: «¿Qué puede esperarse de gente cuyos cráneos son tan gruesos y duros que los españoles tienen que tener cuidado en la lucha de no golpearlos en la cabeza para que sus espadas no se emboten?».

Fumando, de Clovis Trouille


Como la carne es, pese a toda amenaza, débil, un puñado de gentes habían aprendido a disfrutar del placer de fumar siguiendo el ejemplo de los indianos regresados a España. Entre ellos se encontraba Rodrigo de Jerez que, curado de su inicial espanto, se había dado con delectación al vicio. El humo que lo rodeaba asustó a sus vecinos; la Inquisición lo encarceló por sus hábitos paganos acusado de brujería, ya que «sólo el diablo podía dar a un hombre el poder de sacar humo por la boca». Cuando fue liberado siete años después, la costumbre de fumar se había extendido por toda Europa.



Fumando, de Greg Hildebrandt

martes, 8 de junio de 2010

El cuento de la evolución





El inglés John Newberry pasó a la historia de la literatura por ser el primer editor en darse cuenta de las oportunidades que ofrecía el público juvenil e infantil, al que llegó gracias a la colección Juvenile Library, toda una originalidad para la época. En 1744 Newberry publicó el que ha sido considerado el primer libro infantil en lengua inglesa, A Little Pretty Pocket-Book, una colección de rimas sencillas asociadas a viñetas que ilustran a cada una de las letras del alfabeto. Curiosamente, el libro de Newberry es más conocido en Estados Unidos que en Gran Bretaña porque en la rima dedicada a la letra “B” se cita por primera vez un deporte poco apreciado en Inglaterra desde los tiempos de los Tudor, pero que hizo furor cuando fue exportado a la América colonial, donde no tardó en convertirse en el más aburrido de los deportes nacionales después del críquet: el béisbol.


Se debe también a Newberry la publicación del primer superventas infantil, The History of Little Goody Two-Shoes, una variante del cuento de Cenicienta del que se hicieron una treintena de ediciones entre 1765 y 1800. Newberry, que debió darse cuenta de la potencial influencia subliminal de la literatura, aprovechó este cuento para hacer publicidad de su patente sobre una medicina “Los polvos contra la fiebre del Doctor James”, una pócima cuyas virtudes terapéuticas no desmerecían a la del cervantino bálsamo de Fierabrás, dado que afirmaba curar la gota, el reumatismo, la lepra, la escrófula, la tuberculosis, la caspa…y el moquillo del ganado. En Goody Two-Shoes, el padre de la virtuosa heroína fallece tras ser «atacado por una violenta fiebre en un pueblo donde los polvos del Doctor James eran desconocidos». Estas y otras alusiones al misterioso Doctor James hicieron de Newberry un hombre rico y un editor atrevido.


Consciente de que estaba viviendo el tiempo de una imparable revolución científica y tecnológica, Newberry tuvo el olfato de publicar la primera colección de libros de divulgación para niños, una serie de volúmenes escritos por él mismo que se hicieron sumamente populares, sobre todo el titulado The Newtonian System of Philosophy Adapted to the Capacities of Young Gentlemen and Ladies, otro superventas del XVIII en el que un supuesto "Tom Telescope" resumía en seis lecturas presentadas ante la “Sociedad Científica Liliputiense” las líneas esenciales del pensamiento de Isaac Newton.

La American Library Association, una respetable agrupación que reúne a los bibliotecarios norteamericanos, es indudablemente una asociación laica, habida cuenta de que –desdeñando al santoral y a la corte celestial, habituales patrones de cualquier asociación que pulule por estos pagos- eligió como patrón al reputado agnóstico John Newberry, en cuyo nombre otorga todos los años cinco prestigiosos premios a los mejores libros juveniles e infantiles publicados en Estados Unidos. Después de haber tenido un extraordinario éxito en Estados Unidos durante 2009, uno de los premiados este año ha irrumpido esta primavera en las librerías españolas (La evolución de Calpurnia Tate, Roca Editorial).


El libro, ópera prima de la neozelandesa Jacqueline Kelly, es un cuento amable y refrescante con vocación de novela que, como sucediera en su tiempo con La isla del Tesoro por citar un ejemplo, supera el ámbito de la literatura juvenil para convertirse en una espléndida lectura para todas las edades, en un delicioso eslabón entre Mark Twain y Charles Darwin, que permite acceder a la evolución de una niña, de una época y de una teoría presentadas en un lenguaje ameno y desprovisto de toda afectación, y en un ambiente, el del sur de Estados Unidos, no muy diferente al descrito en lo que El viento se llevó o en La cabaña del tío Tom, con las añoranzas por la derrotada Confederación, las decadentes mansiones rodeadas de campos de algodón trabajados por negros dóciles y afectuosos, los majestuosos y sombríos bosques de pacanas, magnolios y robles de Virginia, a cuya sombra galantean jóvenes escapados de fiestas animadas por orquestinas y plagadas de levitas almidonadas, tirabuzones, ponches y tés helados, y los niños que sestean durante los largos y cálidos veranos en las orillas de un caudaloso río que sirve de trasfondo para las aventuras infantiles que recuerdan al mejor Tom Sawyer, del que el personaje de la protagonista –Calpurnia Virginia Tate- es heredera literaria.

A través de los seis meses que transcurren entre un tórrido verano («Aquel verano de 1899, yo tenía once años y era la única chica de siete hermanos. ¿Os podéis imaginar una situación peor?»), y una gélida Nochevieja en la que ve nevar por primera vez, Calpurnia, curiosa y vital, instalada en ese mágico mundo de la preadolescencia en la que cada día es una gran y verdadera aventura y en el que todo está aún por descubrir, asiste a la aparición de inventos increíbles: las máquinas de viento fabricadas en Chicago, el teléfono de la compañía fundada por Graham Bell, los primeros automóviles Ford (la palabra “automóvil”, aparece por primera ese año en un editorial del New York Times), mientras paladea otro invento genial, un burbujeante refresco comercializado por charlatanes, buhoneros y feriantes que lleva el estrambótico nombre de Coca-Cola: «¿Cómo podías beber leche o agua después de probar eso?», se pregunta la niña después de saborearlo por primera vez.

Charles Darwin aparece reencarnado en el otro personaje central de la novela, el abuelo Walter Tate, un anciano naturalista aficionado de pobladas cejas blancas y barba de patriarca bíblico (la venerable imagen con la que Darwin acostumbra a aparecer en los daguerrotipos decimonónicos), cuya mirada severa «parecía mirar al vacío pero que en realidad estaba mirando al futuro», que es capaz de inculcar en su nieta la pasión por la ciencia mediante el expeditivo método de provocar su asombro al observar la naturaleza porque, como decía Platón, toda ciencia empieza por el propio asombro: «Entonces el abuelo me contó unas cosas increíbles. Me explicó maneras de llegar a la verdad de cualquier tema, no sólo sentándote a pensar en ello como Aristóteles (un señor griego, listo pero confundido), sino saliendo a mirar con tus propios ojos; me habló de hacer hipótesis e idear experimentos, y de comprobar mediante observación y llegar a una conclusión».


Convertida en una darwinista convencida de tan sólo once años, las excursiones con su descreído abuelo despiertan en Calpurnia una pasión hasta entonces desconocida. Pero en ese mundo cambiante todo lo nuevo no es acogido con el mismo ánimo. La niña posee la curiosidad, la disciplina y el entusiasmo del científico y, sin embargo, está destinada a un futuro doméstico. Piano, hacer punto y cocina -prepararse en definitiva para ser una buena esposa- son los pilares de una educación destinada a las niñas cuyos fundamentos están contenidos en un grueso tomo: La ciencia de las amas de casa, que recibe como regalo de Navidad. Frente al "orden natural de las cosas", que defiende con rigor su madre, Calpurnia desea la evolución, el cambio, un contraste que la sumerge con desasosiego en las contradicciones de la época que le ha tocado vivir.

Las excursiones del abuelo y la nieta, sus conversaciones en la biblioteca y las observaciones que la protagonista va apuntando en su libreta de naturalista en ciernes, servirán al lector para iniciarse en el complejo pero sencillo trasfondo de la teoría darwiniana: la supervivencia de los más aptos. Cada uno de los capítulos del libro se inicia con un párrafo extraído de El Origen de las especies, que se constituye así en el prólogo de una ficción recreada que nos acerca, sin darnos cuenta, entrelazando la sencillez de las observaciones científicas de una niña curiosa e inteligente con las historias de la cotidianeidad familiar, a la teoría de la evolución, el cuento más fantástico y al mismo tiempo más auténtico que nadie haya ideado nunca.