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sábado, 13 de marzo de 2010

El camino de Delibes



El pasado viernes Miguel Delibes concluyó el camino que empezó a recorrer en Valladolid, en 1920. Disfrutó el sendero de la vida como docente, como periodista, como cazador, como novelista, como padre y abuelo, como espectador y como participante. Lo sufrió también como un hombre enamorado que perdió demasiado pronto a su compañera, Ángeles, con la que compartió matrimonio y siete hijos, y a la que despidió con las lágrimas íntimas que fueron, después, literatura nostálgica y melancólica en Señora de rojo sobre fondo gris, una obra en la que Delibes dejó memoria de su amor herido por la enfermedad y la muerte. Fue un escritor de los de antes y el cronista de un mundo también de antes, el rural, un territorio siempre al borde de la extinción que Delibes convirtió en mitológico.


Miguel Delibes consiguió a la vez el favor de los críticos y el fervor de los lectores. Era un escritor de los de antes: se dio a conocer con un premio, el Nadal, cuando era un perfecto desconocido. Entre La sombra del ciprés es alargada (1947) y El hereje (1998), el primero y el último de sus libros, el novelista construyó una literatura basada en la sencillez y la ausencia de artificio, en la precisión y el uso depurado de un lenguaje límpido cuya aparente simplicidad encerraba un profundo dominio del lenguaje y de la técnica literaria. En El camino (1950), su tercera novela, se encuentra toda la esencia literaria del escritor vallisoletano.



La irrupción de Miguel Delibes en la amazacotada y gris literatura española de la postguerra tuvo lugar a finales de los cuarenta, dentro de un marco existencial y desolado cuyo máximo exponente fue Nada, la novela de Carmen Laforet que obtuvo el premio Nadal en 1944. La sombra del ciprés es alargada y Aún es de día (1949) son las obras de ese período inicial que Delibes consideraba como literatura de aficionado, un par de tentativas novelescas veteadas de aciertos parciales notables, con la ingenuidad, los errores, el envaramiento exterior y la frescura de fondo que suelen ofrecer los libros primerizos. En ambas novelas Delibes eleva la desgracia y la mediocridad a categoría vital, retratando así muchos aspectos de la realidad diaria de la España del momento.


El camino supuso una auténtica metamorfosis en Delibes, que irrumpió, de pronto, con una obra escrita con un estilo al mismo tiempo juguetón y eficazmente seguro que narra un tema vivo y lleno de ternura particularmente adecuado a la sensibilidad del autor, quien probablemente volcó en esa novela lo más verdadero, íntimo y fresco de sus vivencias infantiles. En esta pequeña obra maestra, cuya escritura está a años luz del estilo envarado y premioso de La sombra del ciprés, Delibes abandonó el estilo narrativo encorsetadamente realista para describir un mundo visto con ojos de tres niños de un pueblo (Daniel “el Mochuelo”, Roque “el Moñigo”, y Germán “el Tiñoso”) que comparten el descubrimiento de un mundo limitado, rústico y pueblerino, pero también sano, dinámico, popular, formado por gente sencilla, con una feliz ignorancia de las barreras sociales, y en profundo y vivificante contacto con la naturaleza; una vida que se nos muestra tan auténtica como poética, sencilla y optimista, pero que es también socialmente cerrada, estática, inconsciente y profundamente conservadora, que conduce hacia una añoranza irrecuperable, escapista, que el propio Delibes justificaba diciendo que en El camino «nos encontramos a nosotros mismos cuando éramos niños, un libro que nos ayuda a reconstruir un mundo -el de la infancia- brutalmente aniquilado por la técnica moderna. Hoy más que nunca gusta el hombre de recuperar su conciencia de niño, de evocar una etapa -tal vez la única que merece ser vivida- cuyo encanto, cuya fascinación sólo advertimos cuando ya se nos ha escapado de entre los dedos.»



El camino, es un relato escrito tan pegado al terreno que el narrador es un muchacho espabilado que no entendía las dificultades para «quemar tranquilamente un gato con una lupa sin que se conmovieran los cimientos sociales del pueblo». Esa mirada tan equidistante de la obsesión morbosa como de cualquier mojigatería, es el gran acierto sustancial de Miguel Delibes; la simpatía humana con que esa mirada infantil nos introduce en el pueblo, haciéndonos conocer toda una galería de tipos (Quico “el Manco”, Paco “el Herrero”, Pancho “el Sindiós”, ateo oficial de la aldea, las “Guindillas” y las “Cacas”, solteronas y cotillas, don José el cura, «que es un gran santo», etc.), todos ellos personajes enormemente vivos, que parecen viejos conocidos aun cuando sólo sepamos de ellos a través de trazos puntillistas y ligeramente caricaturescos. La difícil amalgama de nitidez realista, humor sutil, poso de melancolía, ternura contenida y tendencia hacia la prosa poética, convierten a El camino, en mi opinión, y con muy pocas reservas, no sólo en el primer gran acierto, sino en el adarve que conduce a la gran obra posterior de Miguel Delibes.




Delibes era decidida y tranquilamente provinciano, y sus libros más risueños, como El camino, Diario de un cazador (1955) y Las ratas (1962), que los estudiantes españoles han leído durante décadas en las escuelas, son relatos deliciosamente sobrios, de muchachos y de vida rural, escritos en un estilo recio y claro, desnudo de cualquier pedantería retórica, lo que les confiere un atractivo inmediato. Sus libros afirman ciertos principios y valores (la tolerancia, la piedad, la comprensión, la afición por las cosas sencillas, el gusto por el pequeño trabajo bien hecho, etc.) que, según decía Delibes, en general no admite la sociedad española. El aspecto positivo de estos principios se manifiesta en su preocupación por las cosas sencillas y naturales como un refugio ante la fealdad y la complicación de la vida moderna. Su inspiración fue el campo, la sensatez con que los campesinos resolvían las cuestiones más complicadas, la lengua del pueblo, a la que escuchaba con la misma paciencia con que liaba tabaco de cuarterón.


Su prosa transmite un pensamiento de una honradez y una dignidad que imponen respeto. Lo mismo puede decirse del contenido ideológico de sus novelas. Delibes, un católico moderado, liberal y combativo, fue un crítico serio y sincero de la sociedad, un hombre honesto que opinaba que en España había una lamentable falta de verdadero cristianismo (la conciencia cristiana de Delibes protesta sobre todo en Las ratas, una novela cuya lentitud arriscada esconde la voluntad de mostrar la pobreza como el único paisaje de la posguerra en las orillas de los ríos de Castilla, un mísero escenario donde la crudeza descriptiva lo domina todo a través de un ratero y, otra vez, de un muchacho mágico, “el Nini”), un escritor cuyo mensaje interior era una suave apelación a la decencia que no parecía a nadie ni objetable ni subversiva, pero que calaba en sus lectores. Sus blancos eran los de cualquier persona digna: la hipocresía, la intolerancia, el egoísmo, la codicia.


En resumen, el pensamiento íntimo de Delibes reside en un secreto que aparece por primera vez en El camino: la nostalgia del mundo feliz e idílico, destruido por la civilización, en curiosa mezcla de jacobinismo escapista y de conservadurismo provinciano.



Descanse en paz un hombre bueno.