El próximo día 18, en el Conservatorio Provincial de Música, se presenta el libro Leyendas y relatos de Guadalajara, un volumen más de Aache Ediciones, esa editorial que con tanto mimo atiende uno de los últimos médicos que, como don Gregorio Marañón o don Pedro Laín Entralgo, tienen una innata vocación renacentista por abarcar cualquier proceso creativo de la mente humana, por escapar de las ataduras culturales a las que nos somete cualquier especialidad artística, científica o tecnológica.
Su autor, don Luis Monje Ciruelo, me ha pedido que actúe como testigo del bautismo de esta nueva criatura de papel que, con toda probabilidad, no será la última. Gracias a su hijo Luis, mi amigo y compañero en la Universidad de Alcalá, sé que su padre es un narrador nato de historias, un hombre que, capaz de obtener varios títulos universitarios, encontró en el oficio de periodista un buen modo de ganarse el pan. Un modo decoroso, esforzado y muy laborioso. El periodismo generalmente no está bien pagado, pero uno intuye que, sea cual fuese el salario, don Luis procuró dar lo mejor de sí, sabiendo que lo que estaba en juego era su persona, su ser, su naturaleza humana, y no lo que percibiese a cambio. Esa actitud vital, unida al conocimiento de la condición humana, es lo que le dio el viejo oficio de informar.
Además de una pujante actividad profesional, llevada a cabo en buena parte cuando corrían tiempos peores que los actuales, don Luis, que fue un hombre activo en el mundo, un viajero que salía de España cuando nadie lo hacía, lejos de llevar una jubilación retirada y ensimismada en el recuerdo de lo ya hecho que ha sido mucho, ahora mismo, a los ochenta y seis años, sigue atento a todo, a la vida pública y al devenir de la gente, sin resignarse a nada, a ninguna inanidad por habitual y aceptada que sea, preservando intacta la capacidad de indignación moderada, de sorna y de sarcasmo, incluso de nostalgia, de desaliento hacia algunas de las vacuas rutinas de la posmodernidad.
Cuenta don Luis que está un poco sorprendido de su tardía irrupción como literato, porque si bien su rúbrica periodística está íntimamente unida al siglo pasado, la estampada en su obra literaria está exclusivamente circunscrita al siglo XXI. Pero a mi juicio no hay tal. Cuando uno ha leído su penúltimo libro –Memorias de un niño de la Guerra- se percata de que la literatura ha latido siempre en el corazón de este eterno periodista. Ocurre, sin embargo, algo que sabemos bien quienes habitualmente colaboramos en la prensa: la crueldad de la limitación de espacio en los periódicos, ineludible obligación que convierte los artículos periodísticos en telegráficas amputaciones de textos nacidos con vocación de ser ensayos literarios. Leyendo algunas columnas de opinión, uno se da cuenta de que los periódicos se han convertido en una colección de muñones, en una fallida galería de prometedora literatura.
El buen periodista necesita dar rienda suelta a su apetito por narrar, por satisfacer su larvado enfrentamiento hacia los periódicos, cuya obligada cortedad expresiva los convierte en cirujanos cercenadores de la creación literaria. El buen periodista es alguien a quien le gusta narrar historias y sabe que no hay una sola verdad y que si dos testigos relatan lo que están viendo en un momento, posiblemente lo narrarían de forma muy diferente. Por eso, por instinto profesional, por pura necesidad de narrar, por el vicio de leer poemas y novelas, y por estar disconformes con el modo que se tiene de contar la realidad, los buenos periodistas acaban por desembocar antes o después en el intrincado laberinto de la ficción literaria.
Como ocurre ahora con este libro, y como ocurrió con Memorias de un niño de la Guerra, uno intuye que don Luis sabe que el periodismo debe ser ante todo un acto de servicio, un servicio al lector, al que hay que presentar la realidad con la mayor honestidad posible, con los mejores recursos narrativos y verbales disponibles. Pero en todo momento tiene que quedar muy clara la realidad de lo que se ha visto, en cuya veracidad confías, separándolo de lo que es ficción, dejando evidencia de que esos datos no son confiables. Eso es lo que precisamente hace don Luis: enmarcar la ficción, la leyenda, en unos ámbitos –el bar de carretera, el cuartelillo de la Guardia Civil, la alcoba de unos ganaderos viejos- en los que uno reconoce lo periodístico, lo verdaderamente auténtico, dentro de una ficción recreada por el autor.
Ventaja añadida de don Luis es que como narrador tiene un hermoso territorio en el que situar hechos y personajes. Algunos escritores han necesitado crear territorios imaginarios como escenarios de sus ficciones. Otros han preferido situar a sus personajes en un mundo real, existente y tangible, que limita la capacidad imaginativa del lector en lo que se refiere al paisaje, pero que sitúa a los personajes en un escenario familiar. Con ello repiten el magistral modelo de Cervantes, quien se apoderó de toda una región, La Mancha, para ubicar las correrías de sus disparatados y ficticios personajes de cuya existencia verdadera uno llega a dudar al situarlos en unos escenarios que sabemos reales porque nos resultan familiares.
Don Luis ha hecho de Guadalajara el territorio perfecto para sus incursiones literarias. Algunos novelistas trabajan con un mapa y otros con una brújula. En el segundo caso el mapa se iría haciendo mientras progresa el viaje; es el viaje mismo el que va creando el territorio, porque a la manera machadiana se hace camino al andar. No es el caso de don Luis, que conoce el mapa de sus narraciones con una preciosa minuciosidad, con la precisión del topógrafo, con la seguridad del explorador que ha recorrido milimétricamente el territorio escudriñándolo con los ojos abiertos del periodista de raza. Léanse, por poner un solo ejemplo, los primeros párrafos del capítulo dedicado a Viana, y sabrán de lo que les estoy hablando.
Reconforta mucho la lectura de otro hábito de don Luis: su afición por la palabra precisa, por la más adecuada para ofrecer una imagen de este o aquel acontecimiento, lo que obliga a tener un diccionario a mano para conocer el significado de las palabras que el autor rescata de donde habita el olvido. De su centón literario emergen palabras de otro tiempo, propias de un habla concienzuda y precisa, de sílabas rotundas, de una distinción popular que es el reverso exacto de la chabacanería que uno escucha en la calle, en el tren y en muchos medios de comunicación social. Palabras como “recuero”, “atalaje”, “collera”, “adarve”, “majano”, “cellisca” o “avilantez”, emergen de la memoria evocando nostálgicamente una España rural que se fue.
El pasado que nos trae don Luis es el de un país silencioso en blanco y negro, en el cual las noticias y los personajes agigantados por los libros de Historia se disuelven en lo cotidiano, en una trivialidad familiar en la que cuenta lo mismo el soldado real que deserta en Brihuega que el fantasma femenino y ninfal que vaga algunas noches de luna por las vecindades de Somolinos; personajes de realidad y ficción que sólo existen porque don Luis los recuerda. En su memoria los minutos del presente que se fue están cuidadosamente preservados igual que un mechón de cabello amorosamente custodiado en un viejo relicario, lo mismo que una mota de polvo sideral atrapada en una burbuja de hielo, igual que un insecto cautivo dentro de un fragmento de ámbar.
Sin ningún ánimo de convertirme en crítico, con esta reseña cumplo la obligación que me había marcado: glosar un libro que es el recuerdo del ayer como lección para el mañana, por más que me doy cuenta de que el verdadero aprecio de la literatura no es una cuestión académica sino de temperamento, y que como decía Fernando Pessoa -otro periodista devenido en literato- que aconsejar es, en cierta forma, hacer el mal de entrometerse en la vida ajena.