A diferencia de la derecha, que ensalza de continuo las glorias de sus antepasados, la izquierda se había dedicado en los últimos tiempos a la tarea de enterrar a sus padres espirituales. La lista de los sepultados, desde Marx en adelante, es prolija, pero ahora, cuando han venido mal dadas, nos hemos dado cuenta que el vacío que más se hacía notar era el del economista británico John Maynard Keynes (1883-1946), a quien la Gran Depresión puso al frente del pensamiento económico. Y eso que sólo era un padre adoptivo, puesto que, como es sabido, el gran economista inglés no era ni socialista ni mucho menos un revolucionario, sino un liberal heterodoxo que intentó salvar a un capitalismo que no admiraba pero que consideraba la mejor garantía frente a sus alternativas reales, el fascismo y el comunismo, ideologías a las que aborrecía. En este sentido, puede considerarse al keynesianismo como una especie de revolución pasiva, moderada y endógena del sistema capitalista. Pese a ello, su solución de «dinero barato, gasto inteligente» como remedio contra la depresión y el desempleo fue el lema abrazado con entusiasmo por la izquierda socialdemócrata después de la II Guerra Mundial.
La generalizada aceptación de Keynes en la posguerra se debió a que para los socialdemócratas representaba la posibilidad de regular el capitalismo en beneficio de objetivos sociales, y para los conservadores moderados la seguridad de que el capitalismo podría sobrevivir y lograr el apoyo social. En el tiempo de la Gran Depresión se preguntaba Keynes cómo sustituir el capitalismo del laissez faire, laissez passer y de la supervivencia de los más fuertes, por un sistema económico más humano y equilibrado.
Ya en la era industrial quedó de manifiesto que los mercados desregulados no tienden al equilibrio. La situación de equilibrio es una abstracción teórica que casi nunca se produce. En plena Gran Depresión, Keynes demostró que la hasta entonces venerable ley de Say, que aseguraba que toda oferta genera su propia demanda, no se cumplía en términos macroeconómicos. Entregado a la mano invisible, el capitalismo de mercado genera más oferta que demanda, como el comunismo hacía lo contrario según atestiguaron durante años las colas para adquirir cualquier cosa en los países del Este. Para el economista de Cambridge, la economía era una ciencia de medios, no de fines y el capitalismo internacional e individualista de los años treinta no constituía ningún éxito. No era inteligente, ni virtuoso, ni justo, ni capaz de proporcionar los bienes y servicios que se necesitaban; por lo tanto, el capitalismo liberal estaba en la raíz del caos económico y proponía para arreglarlo una doble solución: el Estado debía adoptar una actitud más activa en la dirección y programación de la economía, y las relaciones económicas con el resto del mundo deberían ser controladas políticamente.
Franklin Delano Rooselvet, Presidente de los Estados Unidos durante la Gran Depresión. (http://21db.files.wordpress.com/).
Keynes percibía que la clave de las crisis cíclicas del capitalismo radicaba en que los gastos procedentes de las inversiones privadas son inestables de por sí, debido a las manías y modas que se dan entre los inversores, a los cambios que sufría el «espíritu animal» de empresarios y consumidores o a que la caída de los precios deterioraba el sistema financiero. Los keynesianos pensaban que una política monetaria sólida -en la que se utilizaran los tipos de interés para disminuir las fluctuaciones de las inversiones privadas- podría ayudar a estabilizar la economía. Pero también pensaban que el Gobierno tenía que intervenir directamente, aplicando una política fiscal expansiva para mantener la estabilidad del nivel global de gastos.
Agitadas las aguas bursátiles por las feroces dentelladas de los tiburones financieros y los agónicos braceos de inversores timoratos, las bolsas mundiales continúan aquejadas de altibajos erráticos que demuestran lo que nos enseñó Schumpeter, que el capitalismo de mercado se ve cíclicamente sometido a «temporales permanentes de destrucción creativa», al tiempo que cobran pleno sentido las palabras de Marx en el Manifiesto del Partido Comunista: «El Gobierno del Estado moderno no es más que el comité de administración de los negocios comunes de toda la clase burguesa». Actualícese el lenguaje, y en esas dos frases está todo el fondo de lo que está sucediendo estos días.
El comportamiento maníaco depresivo de la economía virtual está intoxicando a la economía real: las palabras en boga son crisis y recesión. Ajado ya el lustroso parqué financiero por una partida de facinerosos de los de “trinca la pasta y corre”, la recesión aparece con dos rostros, el de las encuestas de población activa, cuyas gélidas cifras redoblan como fúnebres campanas cuando anuncian el aumento del desempleo urbi et orbe, y con el rostro más humano, patético y sobrecogedor de quienes, engañados por el mercado e iluminados por sus propios sueños consumistas, lo están perdiendo todo.
El estafador financiero Bernard Madoff abandona la Corte Federal de Nueva York tras declarar ante el juez en enero de 2009. Fotografía de Associated Press (http://www.elpais.com/).
Una vez comprobado que la actual crisis no era un constipado sino una neumonía, las respuestas de los gobiernos, que al principio más parecían curanderos que médicos, han sido de manual clínico: ante los primeros síntomas, dosis homeopáticas de placebo en forma de optimismo; diagnosticada la enfermedad y asumida la crisis orgánica, inyecciones masivas de balsámicos caudales multimillonarios; observación de la respuesta del enfermo que apunta síntomas de ligera mejoría a pesar de las dificultades del diagnóstico por el empecinamiento ciclotímico de las bolsas una vez superado su catatónico desplome del viernes 23 de octubre de 2008, precisamente en el aniversario del crack de 1929; y consulta a otros especialistas, que van acudiendo a sucesivos cónclaves: véanse las idas y venidas de jefes de Estado, presidentes de gobiernos y ministros de Economía a las reuniones de organismos varios (G-7, G-8, G-20, Ecofin, UE, BCE, FMI).
La venganza es un plato frío. ¡Qué reconocimiento para lord Keynes volver a ver sus recetas después de tantos años de experimentos fracasados! Constatada una vez más el axioma de Schumpeter, en los dos últimos años hemos podido comprobar que las ideas keynesianas siguen teniendo plena vigencia: cuando vienen mal dadas, todos somos keynesianos. Entre los más notables, los premios Nobel de Economía Samuelson (1971), Stitglitz (2001) y Krugman (2008), para quienes sólo hay un remedio al problema de los ciclos depresivos del capitalismo: grandes dosis de keynesianismo intervencionista en estado puro o, lo que es lo mismo, un mayor gasto estatal que dinamice la economía, una medicina de probada eficacia en el New Deal que adoptó la administración Roosevelt durante la Gran Depresión.
El Nobel de Economía Paul Samuelson, fallecido el pasado trece de diciembre, fotografiado en la ceremonia de investidura como Doctor Honoris Causa por la UNED (1989). Foto de Bernardo Pérez (http://www.elpais.com/).
En una carta abierta publicada el domingo 31 de diciembre de 1933 en el New York Times, Keynes sugirió al presidente Roosevelt las medidas económicas que debían aplicarse para remediar los espasmos económicos del crack del 29, cuyas fatídicas consecuencias no se habían podido atajar con las políticas monetaristas de corte liberal aplicadas hasta entonces. En esa carta se sintetizan las ideas claves que años después, en 1936, el economista británico explicaría en la que es considerada la piedra angular de la moderna Macroeconomía, su Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero. En resumidas cuentas, lo que Keynes sostenía era es que cuando existe un vacío macroeconómico el Gobierno debe sustituirlo y prepararse para sanear el sistema.
Cola de desempleados esperando comida en las puertas de un albergue municipal de Nueva York durante la Gran Depresión (1932). Fotografía de Associated Press (http://blog.oregonlive.com/money_impact/).
Frente al mantra del capitalismo libertario que predicaba Milton Friedman, frente al deseable Estado anoréxico que «era el problema y no la solución», frente al laissez faire de los mercados defendido por los monetaristas de entonces y por los neoliberales de ahora, cuyo remedio para todo es dejar que la fuerza de la oferta y la demanda arregle los problemas, la teoría de Keynes abogaba por dotar a los Estados de poder para controlar la economía en épocas de crisis mediante la aplicación de medidas de política fiscal acometidas merced al gasto presupuestario del Estado y dirigidas a dar liquidez al sistema y a combatir el desempleo. En otras palabras, la propuesta de Keynes se fundamenta en que el Estado debe jugar un papel anticíclico en la economía estimulando la demanda en momentos de recesión y restringiéndola en momentos de auge. De esta manera, los ciclos económicos se aminoran y no se transforman en crisis.
Hoy, cuando la práctica totalidad de los Gobiernos ha vuelto masivamente a las políticas keynesianas de intervención en la economía y de activación de la demanda, vía déficit público, se palpa un malestar difuso y una cada vez mayor inquietud sobre el resultado que las costosas intervenciones públicas puedan producir en la recuperación económica. El malestar es especialmente visible en la izquierda política, que se pregunta si el esfuerzo del bolsillo de todos sólo va a servir, si hay suerte, para rehacer el mismo capitalismo de mercado que ha originado la crisis. Se constata el recurso a las técnicas keynesianas -con la derecha neoconservadora guardando un cauto silencio-, pero no se aprecia que la intervención salvadora vaya acompañada de los valores e instituciones que acompañaron al keynesianismo tras la Segunda Guerra Mundial. Se teme, en definitiva, que sobrepasada la crisis, surja más de lo mismo, que, como en El Gatopardo, algo se cambie para que todo siga igual.
En la imagen superior operadores de la Bolsa de Nueva York el 25 de octubre de 1929, un día después del “Jueves Negro”, el primero de una serie de desplomes bursátiles que condujeron al hundimiento de Wall Street, el incio de la Gran Depresión. Debajo, operadores de la Bolsa de Nueva York en octubre de 2008, el día en que el índice Dow Jones cayó 777 puntos, la caída mayor registrada hasta ahora (http://blog.oregonlive.com/money_impact/).