Mientras leo el recientemente publicado libro del historiador francés Joseph Pérez La légende noire de l’Espagne (Fayard, 2009), una obra continuista de quienes -como Julián Juderías y Loyot- se propusieron combatir nuestra “leyenda negra” por la expeditiva vía de desmentir su contenido, el azar de la navegación por Internet en busca de una información sobre genética de plantas me lleva al número cuatro de la revista Plos One (www.plosone.org). Por lo insólito del tema en una publicación biomédica, me llama la atención un artículo de tres genetistas de la Universidad de Santiago que se ocupa de la endogamia que acabó con la rama española de los Habsburgo, los Austrias, la dinastía que reinó en nuestro país entre 1516 y 1700.
Esta historia, como la Historia, es contagiosa. Interrumpo sin remordimiento el asunto que tenía en mente y me zambullo en la lectura de un tema que me parece apasionante y que me remite a sendos libros escritos por dos compañeros de la Universidad de Alcalá que leí hace algún tiempo: Carlos II el Hechizado. Poder y melancolía en la corte del último Austria (Temas de Hoy, 2003), de Jaime Contreras, catedrático de Historia Moderna, y Carlos II el Hechizado (colección Aqueronte de Ediciones Irreverentes, 2003), de Antonio López Alonso, un catedrático que se sitúa en la línea de los médicos con vocación literaria que, como Gregorio Marañón o Pedro Laín Entralgo, han dejado algunas de las mejores páginas de la literatura historiográfica española.
«De los cinco Austrias –escribió Gregorio Marañón en un ensayo sobre el Conde-Duque de Olivares- Carlos V inspira entusiasmo; Felipe II, respeto; Felipe III, indiferencia; Felipe IV, simpatía, y Carlos II, lástima». Durante los pocos más de cien años que transcurren entre la muerte de Felipe II (1598) y la de Carlos II (1700) -un rey que creía estar poseído por el demonio y que sólo era un tristísimo, se produce la lenta agonía de una familia que comenzó a reinar con deslumbrante brillo, alzó a la corona española hasta aquel «Imperio en el que nunca se ponía el Sol», comenzó a decaer agónicamente durante el Setecientos y sucumbió en medio de una farsa grotesca de validos corruptos, frailes milagrosos, conjuros de brujas, iluminados protomédicos, bastardos ennoblecidos, bufones contrahechos, meninas y pícaros, cuyos prototipos retrató Velázquez en el último grito de gloria de las armas españolas, La rendición de Breda, y en la miseria social de los borrachos y mendigos, símbolos de una sociedad finisecular arruinada por el vellón, desangrada en guerras que no eran suyas y diezmada por las pestes, un escenario histórico convertido en el fúnebre túmulo de una dinastía abandonada por la Providencia.
El Hechizado fue la última de las víctimas de los repetidos cruces entre parientes próximos que se dieron en sus antepasados, tanto recientes como remotos. Su coeficiente de endogamia era altísimo, similar al del fruto incestuoso de una relación entre padre e hija o entre hermano y hermana, según han demostrado los científicos gallegos basándose en el estudio de 16 generaciones antecesoras de Carlos II, lo que representa calcular el coeficiente de endogamia de 3.000 personajes regios.
El coeficiente de endogamia (F) indica la probabilidad de que alguien reciba, en una determinada localización (locus cromosómico), dos genes idénticos debido a un ancestro común de sus padres. Así, a medida que F es mayor aumentan las probabilidades de que se formen homocigotos que transportan enfermedades autosómicas recesivas. Los coeficientes normales individuales son del orden de F = 1/64 a 1/128, alrededor de 1% de riesgo de homozigosis. El análisis de la endogamia en las tres generaciones que precedieron a Carlos II es impresionante: nueve de 11 matrimonios fueron consanguíneos, de modo que El Hechizado fue descendiente de tres generaciones de abuelos y abuelas con siete matrimonios consanguíneos fácticamente incestuosos, con coeficientes de endogamia de F = 1/8 y F = 1/16, es decir con 12,5% y 6,25% de genes idénticos por descendencia. Varios miembros de la familia tenían coeficientes de endogamia superiores al 0,20, lo que significa que más del 20 por ciento del genoma se esperaba que fuera homocigótico para estos individuos. De este modo, a medida que tendían a casarse con familiares para preservar su dinastía, F iba aumentando generación tras generación: desde 0,025 en Felipe El Hermoso -fundador de la dinastía- a 0,254 en Carlos II, cuyo código genético era una verdadera bomba autodestructiva.
Impotentia est maleficium. La impotencia era una maldición diabólica. Según su contemporáneo el Duque de Maura, «Satanás se había apropiado del Rey», quien estaba «doblemente ligado por obra maléfica, para engendrar y para gobernar. Se le hechizó cuando tenía catorce años con un chocolate en el que se disolvieron los sesos de un hombre muerto para quitarle la salud y los riñones, para corromperle el semen e impedirle la generación». La realidad -nos recuerda López Alonso- era más prosaica, no había hechizo sino degeneración patológica, como puso de relieve el acta de su autopsia en la que el cirujano describe con crudeza: «No tenía el cadáver ni una gota de sangre, el corazón aparece del tamaño de un grano de pimienta; los pulmones corroídos; los intestinos putrefactos y gangrenados; un solo testículo, negro como el carbón, y la cabeza llena de agua».
Una descripción postmortem que confirmaba otras hechas en vida, como la del embajador francés cuando escribe a Luis XIV: «El príncipe parece ser extremadamente débil. Tiene en las dos mejillas una erupción de carácter herpético. La cabeza está completamente cubierta de costras. Desde hace dos o tres semanas se le ha formado debajo del oído derecho una especie de canal o desagüe que supura [...]. Asusta de feo». La descripción que el Nuncio papal remite a Roma presenta el patético retrato de un rey de 25 años: «El rey es más bien bajo que alto, [...] feo de rostro; tiene el cuello largo, la cara larga y como encorvada hacia arriba; el labio inferior típico de los Austria; [...]. No puede enderezar su cuerpo sino cuando camina, a menos de arrimarse a una pared, a una mesa u a otra cosa. Su cuerpo es tan débil como su mente. De vez en cuando da señales de inteligencia, de memoria y de cierta vivacidad, pero raramente; por lo común tiene un aspecto lento e indiferente, torpe e indolente, pareciendo estupefacto. Se puede hacer con él lo que se desee, pues carece de voluntad propia».
La genética había impuesto sus reglas: Cuando el 1 de noviembre de 1700 Carlos II, pronuncia sus últimas palabras –«Me duele todo»- y expira, han transcurrido exactamente dos siglos desde el nacimiento de Carlos V, cerrándose con su último estertor el negro telón del ocaso imperial tras el cual los Habsburgo no sólo perdían España sino también los Países Bajos y el Nuevo Mundo. Los Austria fueron la mejor prueba de que las grandes dinastías están inexorablemente destinadas a la extinción cuando la mezcla endogámica de las sangres reinantes trata de corregir los designios de la historia y de enfrentarse vanamente a los imperativos de la naturaleza.