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martes, 29 de diciembre de 2009

Hacia los confines del mundo

Estos días de fiesta son un buen momento para recuperar el sosiego que requiere la lectura. Para muchos aficionados a la literatura de ficción, que somos más bien devoradores de historias, la novela realista del XIX es el ámbito natural de las primeras lecturas, aquellas escritas por constructores de mundos de palabras que creían que el universo cabía en las páginas de un libro imaginado como una minuciosa acta de su época. Esas novelas que nos introducen en la interioridad hospitalaria de la literatura, para conseguir atraparnos en una compleja red argumental de situaciones y personajes ficticios que se desenvuelven en el escenario históricamente verosímil de la sociedad de su tiempo, y para mostrar que la gran literatura dice mucho más sobre el hombre y sobre la naturaleza que cualquier otra creación de la mente humana.


Vice-almirante Robert Fitz Roy (1805–1865), capitán del HMS Beagle.


Siempre he creído que si se escribieran más novelas como esas –que además reúnen todos los ingredientes para gustar a los jóvenes- los viejos lectores recuperarían esa pasión por la lectura que han ido perdiendo con los años y que se añora tanto. Yo la he recuperado con una novela –Hacia los confines del mundo- la única publicada por el fallecido escritor inglés Harry Thompson. Yo no me canso de leer ese libro, tan placentero de devorar de cabo a rabo como de abrirlo al azar y dedicarle unos minutos. El libro es una crónica del viaje Charles Darwin alrededor del mundo, pero también el retrato de una época, la primera mitad del siglo XIX, en la que los viejos dogmas se enfrentaron a una nueva concepción racional del mundo.

Los protagonistas de aquella época vivieron en un tiempo en el que, transformados en fragatas, goletas, bergantines y navíos, las maderas de los mejores bosques europeos surcaban mares ignotos gobernadas por tripulaciones a las que impulsaban los anhelos, las ansias y las ambiciones que siempre han guiado a los viajeros: oro, especias, religión, poder, conquista… y conocimiento. 

Desvanecida la mayoría de aquellos viajes en la difusa niebla del pasado, el viaje del bergantín inglés HMS Beagle -grabado a golpes de galernas, de tempestades, de maremotos, de picos de pinzón y de huesos de megaterio sobre el venteado amarillo de los llanos patagónicos, sobre el gélido verde de los brumosos bosques fueguinos y en los roquedos salpicados por la maresía de las islas volcánicas ecuatoriales- ocupa un lugar privilegiado en la historia de la humanidad.


El bergantín  Beagle en Tierra de Fuego, Cuadro de Conrad S. Martens.

Aquella prodigiosa travesía que duró cinco años cambió para siempre la personalidad y el pensamiento de Charles Darwin, que por entonces no era ese anciano de mirada adusta, pobladas cejas blancas y barba de patriarca bíblico que nos muestran los daguerrotipos de su célebre ancianidad, sino un petrimetre de frente despejada y largas patillas a la mode que tenía 22 años cuando embarcó en el Beagle como caballero de compañía de un aristocrático capitán escocés de 26 años, Robert FitzRoy, al que las estrictas normas de etiqueta de la Marina le impedían alternar con los oficiales y la marinería.

Darwin subió al buque como un joven burgués aficionado a la Historia Natural que estaba convencido de que existían tantas especies de animales y plantas como Dios había creado, pero también conocedor de las perturbadoras hipótesis transformistas de Lamarck y de su abuelo Erasmus, y como un muchacho sin demasiadas convicciones religiosas pero destinado por imperativo paterno a sentar plaza como párroco en alguna cómoda y rentable rectoría rural. 

Cuando después de un lustro de una dura travesía en la que estuvo siempre mareado -«odiaba cada ola, una por una», escribió en una carta- y que haría de él un enfermo crónico para el resto de sus días; después de haber atesorado miles de especímenes; después de haber tomado centenares de notas para el que sería uno de los mejores libros de viajes jamás escrito, Diario de viaje de un naturalista alrededor del mundo; después de todo ello, el experimentado Darwin era un científico agnóstico en cuyos cuadernos estaban esbozados, con los trazos gruesos y precisos de un apunte de Durero, los fundamentos de El origen de las especies por selección natural, un libro que habría de ser, junto a los Principia Mathematica de Newton y a la teoría de la relatividad de Einstein, una de las tres obras más influyentes y revolucionarias de la historia de la ciencia.

De los prolegómenos del encuentro entre Darwin y FitzRoy, del prodigioso viaje y de la relación que se estableció entre capitán, naturalista y tripulación, y de los años posteriores transcurridos en tierra hasta que les llegó la muerte, trata este libro magnífico que atrapa al lector desde las primeras líneas, que consigue que se entregue a la novela, queriendo avanzar y queriendo que no termine nunca, pidiendo tiempo para vivir cada palabra, para dejarse arrastrar sin respiro hasta el final. 

Los hilos que guían a Thompson son los diarios de viaje del capitán y de su célebre acompañante, dos viajeros curiosos por obligación, FitzRoy, y por devoción, Darwin, a los que les interesa todo, lo observan todo, lo anotan todo y lo describen todo. Esos diarios sirven a Thompson para crear un relato que tiene la fuerza narrativa de las grandes novelas históricas que buscan dar un retrato nítido y emotivo de un mundo vivido y narrado por sus personajes a los que el escritor hace hablar con palabras de nuestro tiempo, como si fueran nuestros contemporáneos, como si los viéramos vivir a nuestro lado.

Además de construir una novela bien documentada que es un fresco impresionante de la época victoriana y una crónica apasionante de la pugna entre dos intelectos excepcionales a quienes ciencia y religión convirtieron en adversarios irreconciliables, Thompson recrea las maravillas naturales que hicieron de la travesía del Beagle un viaje épico y único: las tormentas en el cabo de Hornos y en la boca del Maldonado; la belleza esteparia de la Patagonia al sur del Río Negro, con su árbol solitario y sagrado para los indios nómadas; los oscuros bosques australes salpicados de lumbres fueguinas; las incursiones a tierra de Darwin; el misterio de los arrecifes de coral; un baile colonial en Tasmania; el horror y la vergüenza de la esclavitud en las haciendas de Brasil; el exterminio concienzudo y premeditado de los indios por el general Rosas; el descubrimiento de huesos fósiles de grandes mamíferos, y las diversas especies de pinzones y tortugas de las Galápagos.



Charles Darwin en una fotografía tomada por J.M. Cameron en 1869.


Cuando la vela del navío imaginario que atraviesa los mares restalla ahora en la indolencia de un atardecer de invierno, se me ocurre que Hacia los confines del mundo es una novela sobre otra novela: una ficción recreada que narra el antes y el después de la teoría de la evolución, la trama novelesca más fantástica y al mismo tiempo más auténtica que nadie haya inventado nunca.